lunes, 18 de agosto de 2008

Contorsiones 1: E. Shiele

En la imagen aparecen, sentados el uno junto al otro y de frente a la cámara, a izquierda y derecha de un banco respectivamente, Egon Shiele y Anton Pechka. En el pie de la foto figuran caligrafiados los nombres de ambos pintores, la fecha, 1910, y el lugar, Krumau, actual población checa de Ceský Krumol, en que fuera tomada la instantánea. Resulta inquietante la postura extrañamente arqueada de Shiele. Vestido con un traje blanco, con una mano apoyada en un bastón y la otra reposando sobre la rodilla que se intuye delgada, es todo el centro de gravedad del cuerpo el que se encuentra desplazado respecto de la localización que de él se podría esperar. La cabeza, cubierta con un sombrero que cae hacia atrás dejando la frente despejada, aparece incomprensiblemente suspendida sobre el hombro izquierdo, como si el cuello fuese incapaz de soportar por sí sólo su peso o como si de una marioneta abandonada se tratara.

Para cuando la fotografía fue realizada, Shiele ya había conocido a Erwin Dominik Osen, con quien compartirá estudio, y a Moa
Mandú, excéntricos exponentes de la danza moderna, para quienes la mímica y la exagerada expresividad corporal vertebran la escenografía. Shiele quedará, además, fascinado por los trabajos en que Osen retratara los cuerpos de los enfermos mentales internos en el hospital de Steinhof. Los movimientos retorcidos y la pasión gestual invadirán para siempre sus trabajos pictóricos, pero, sobre todo, pasarán a formar parte de la construcción de sí que forjara a través de la interminable serie de sus autorretratos.

Uno de los elementos más sorprendentes de la pintura de Egon Shiele, al menos durante el periodo que va de 1910 a 1914, es la centralidad que en sus retratos y, más explícitamente aún, en sus autorretratos cobran los gestos, las modulaciones insignificantes de la fisicidad. Los cuerpos aparecen casi como efectos de un montaje inacabado, según muecas descarnadas e imbuidos de una teatralidad excesiva. La sordidez pornográfica de las jóvenes modelos o las grotescas construcciones especulares y distorsionadas del pintor masturbándose apuntan a una concepción fragmentaria del cuerpo, a un despojamiento esencial a partir del cual el aspaviento emergería como realidad última. Las figuras se representan sobre fondos monocromados, apenas acompañadas por algunas telas que, al contrario de lo que ocurriese en las pinturas de Klimt, en las cuales los ropajes sirven para intensificar la belleza, aquí no hacen sino resaltar el abandono de un ser dislocado. Vidas rotas atraviesan la mirada para quedar fijas en la acuarela. Los rostros pueden mostrarse expresivos o no, pero es quizá precisamente en las miradas perdidas y en los semblantes ausentes donde la intensidad afectiva alcanza a desbordarse definitivamente. Porque, en último término, es la desnudez absoluta del gesto y no un cuerpo unificado lo que se muestra, particulares contorsiones de la materia. Acaso tal desnudez se pronuncie mejor que en ningún otro lugar en las naturalezas marchitas descritas por Shiele.

jueves, 14 de agosto de 2008

Atletas de lo imposible

Insignificantes, breves, imperceptibles, los gestos no tienen lugar, previos a la organización de las coordenadas, acontecen, sin más, para que en torno a ellos se cofigure el mundo, antes de los cuerpos y de las personas, dibujando una zona micrológica en que brilla el anonimato. No pertenecen a nadie los gestos y, por ello mismo, porque están a disposición de todos, de cualquiera, imponen la anterioridad del nosotros frente al yo, la preminencia ontológica de lo común.

Sin embargo, transitamos hoy la experiencia absurda de la soledad, de una gestualidad que se agota en la producción de una subjetividad solipsita, clausurada sobre sí, en la emergencia de un cuerpo sumiso, atento al cumplimiento de las obligaciones, en el despliegue de una personalidad adaptada a las exigencias del amo. La nueva fe, el culto al yo funciona como correa de trasmisión de la maquinaria despótica. Nuestras existencias se pierden en la obsesiva recreación de formas de vida sostenibles, de modos de ser respetuososo con el entorno configurado por la dominación.

Nos esforzamos día y noche en la construcción de nuestras funcionales gestualidades, cercados por el miedo a ser expulsados del tablero infernal en que se juegan nuestras vidas, asediados por la sospecha de que un paso en falso significa la inmediata pérdida de los frágiles lazos que nos atan a la supervivencia. Nos aferramos a nuestro yo, tan arduamente erigido mediante la repetición, como a la moneda de cambio que nos da acceso a una existencia digna. Tratamos de hacer de él, el mejor de los yoes posibles, sabiendo, sin embargo, que ese es también el mejor modo de permanecers presos de una lógica perversa, de aquella que nos lleva a hacernos cargo de nuestra propia docilidad.

Por ello resulta absolutamente necesario restituir la dimensión anónima del gesto, ejercitarse en la producción de un nuevo estilo capaz de saltar sobre los límites de lo posible para aproximarnos al nosotros, para horadar la consitencia de lo que somos, mónadas sumisas a las exigencias de una organización despótica. Indispensable parece insistir, como esos atletas que obsesivamente se entrenan en una concretísima disciplina, en esos escasos movimientos refractarios que sabemos efectivos, capaces de transtornar de arriba a abajo la existencia, de, como la amistad o la escritura, desbaratar lo que es y la soledad en que habitamos, de refundar lo imposible y, así, de sabotear nuestras vidas.

jueves, 7 de agosto de 2008

Tic

Hay gestos que alcanzan a cambiar la vida, que exigen modificaciones tales que continuar por los ya transitados senderos se hace imposible, que hacen que el conjunto todo de la existencia varíe y se reconforme. Así el tic de la escritura. El gesto sostenido de escribir, que obsesivamente retorna, siempre el mismo y siempre diferente, obligando a restructurar el organigrama de las tareas, a adecuar a sus exigencias el mundo que nos rodea, altera la disposición de muebles y expectativas. Bajo todo escritor respira un escribiente, anónimo oficinista, hombre cualquiera, que con paciencia ordena los horarios con la misma precisión neurótica que los espacios de su mesa de trabajo.

El deseo de escribir contamina hasta el punto de borrar las vacaciones y las noches, abre huecos allí donde antes no existían, moviliza la vida entera hacia ese lugar sin lugar que es el de lo que permanece a la espera de ser dicho.

Escribir de noche, cuando la ciudad se acalla. Escribir desde muy temprano, cuando aún es madrugada. Escribir según un horario de oficina. Escribir en bares y tabernas. Escribir siempre en el mismo despacho y sobre la misma mesa. Escribir en movimiento, conforme el tren avanza. Escribir en todas partes y en ninguna, en la hoja de papel encontrada o en la servilleta. Escribir, al fin, dónde y cómo mejor se pueda: vaciar la existencia para dejar sitio a una actividad que la propia vida en prinicipio excluye. Escribir se revela gesto refractario, pues en su acontecer lo transforma todo, impone sus exigencias: obliga a moldear la propia vida conforme a sus imperativos.

En un mundo en el que los gestos se imponen perfectamente codificados, dotados de proyección y sentido, la escritura emerge inútil, insostenible. Porque, como en torno a un sol negro la existencia ha de comenzar a girar al rededor de ese gesto sin sentido, previo tanto a las significaciones como a los organigramas, obedeciendo sólo al impulso que canta con voz de tinta.


Cf. F. Piccolo., Escribir es un tic.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia