domingo, 21 de diciembre de 2008

Contra lo intolerable, nuestros cuerpos

En Kenia, Namibia, Uganda, Zambia y Zimbabue dirigentes políticos consideran que la homosexualidad es "antiafricana". Robert Mugabe, Presidente de la República de Zimbabue, opina que los homosexuales son "peores que cerdos y perros". En Uganda, Guyana, India, Bangladesh, Singapur, Maldivas, Bután y Nepal la homosexualidad se castiga con cadena perpetua. En Irán, Afganistán, Arabia Saudí, Mauritania, Sudán, Pakistán, Yemen y en los estados del norte de Nigeria la homosexualidad puede castigarse con la muerte. No son datos que nos inventemos, aparecen reflejados en el mapa que elaboró Amnistía Internacional, “El Mundo no es color de Rosa”, en una de sus campañas emprendidas para la defensa de los derechos de las minorías sexuales. Estos son meros ejemplo de la situación mundial de las personas que tienen una sexualidad no heterosexual, porque luego podemos nombrar numerosos países que no reconocen derechos fundamentales, que discriminan y no respetan las libertades sexuales. Un hecho discriminatorio es aquel de negar la existencia de una realidad. Sirva de ejemplo la negación de la sexualidad de la mujer y, en concreto, de las sexualidades lésbicas.

Ante esta situación, inaceptable desde el punto de vista del mínimo respeto exigible en la defensa de los derechos humanos y las libertades fundamentales, el Gobierno francés, actuando en nombre de 25 países de la Unión Europea, ha presentado una propuesta ante la Organización de las Naciones Unidas para la despenalización de la homosexualidad en el Mundo. Entendemos que es una medida básica, un primer paso irrenunciable e impostergable. Hablamos de millones de seres humanos que sufren diariamente agresiones y persecuciones. Cerca de 90 países persiguen de todas las formas imaginables la homosexualidad; los datos, conocidos por todos los estados e instancias internacionales, son escalofriantes: condenas de cárcel, flagelaciones, internamientos psiquiátricos o en campos de trabajo, torturas para obtener “confesiones de desviación” seguidas de violaciones para “curarla”, etc. El Vaticano se ha opuesto a la medida propuesta por Francia. El arzobispo Celestino Migliore, representante de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, se permitió afirmar que "una declaración política de ese tipo crearía nuevas e implacables discriminaciones", y, a la vez, "pondría en la picota a los países que no consideran matrimonio las uniones homosexuales".

Towanda, Asociación de Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transexuales de Aragón, no estamos en absoluto sorprendidas. Ya nada nos extraña de una confesión religiosa que de manera reiterada ha atacado a las minoría sexuales negándoles su acceso a la igualdad de derechos, que, al tiempo que se dice defensora de ciertos principios y valores, entre los cuales estaría el valor de la vida, continua fomentando la producción de muerte a través de su negativa a implementar los necesarios mecanismo de prevención contra el VIH, una institución que niega el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, que no acepta el divorcio, que hace sentir culpables a las personas por el mero hecho de vivir sus afectividades y sus identidades, que dificulta la protección de los menores en sus sistemas familiares cuestionando la idoneidad de ciertos modelos de familia. ¿A quién sorprende que, ahora, el Vaticano y, por tanto, la Iglesia Católica, defienda y apoye que se mate, torture, encarcele o multe a una persona por el hecho de ser gai, lesbiana, bisexual o transexual? Una vez más, han cruzado la línea de la infamia. Lo que han llevado a cabo es intolerable.

El pasado 28 de junio, con motivo del Día del Orgullo Lésbico, Gay, Bisexual y Transexual, Towanda, junto con numerosas entidades que integraban la Plataforma 28 de junio, denunciamos las coacciones de la jerarquía católica a los poderes públicos y a la sociedad civil y exigimos la adopción de medidas para impulsar de forma definitiva la laicidad del Estado Español y el fin del trato de favor a la Iglesia Católica. Hoy vamos más allá. Nos dirigimos directamente contra las altas instancias que, desde el Vaticano, se permiten apoyar las agresiones y violaciones hacia quienes despliegan sexualidades no normativas. Por ello, queremos hoy hacer de nuestros cuerpos una fuerza de interposición frente a un poder que no respeta los derechos mínimos de los gobernados. Para manifestar nuestra repulsa, hemos convocado esta acción protesta. Hoy, domingo, 21 de diciembre de 2008, a las 18.00 horas en la Plaza del Pilar. Para fundar un tiempo diferente, otro calendario. Invitamos a todas/os a unirse a Towanda en este acto.

¡Ven, trae tu cuerpo, hazte escuchar!
Colectivo por la Diversidad Afectivo-Sexual, TOWANDA

sábado, 20 de diciembre de 2008

Freud judío II

A pesar de los obstáculos, de las resistencias, Freud, su apuesta teórica, alcanzará un amplísimo desarrollo y una aceptación sin duda sorprendente dado el perfil provocador de algunas de sus tesis: la afirmación del carácter perverso de toda sexualidad o la de la presencia del deseo sexual en la infancia, etc., resultaban y aún, sin duda, hoy resultan difícilmente aceptables para los cerebros estrechos y las posiciones ideológicas no necesariamente más reaccionarias. Pero, antes de las convulsiones que preceden al triunfo del nacionalsocialismo, prácticamente todas las mentes lúcidas con que cuenta Alemania, no sólo consideran a Freud como uno de los más importantes intelectuales de la época, sino que ven en él a una figura ejemplar, que encarna el coraje de la verdad, la indomable tensión del espíritu en su defensa del rigor y del conocimiento: versión indómita de la exigencia kantiana de atreverse a saber.

A comienzos de la década de los años 30, Freud es considerado, junto a Einstein y Bergson, uno de los tres judíos contemporáneos de mayor relevancia en el ámbito cultural. Recibe el premio Goethe y, coincidiendo ya con la crisis económica austriaca y con los primeros ataques en Alemania del hitlerismo, se publican sus Obras Completas. Este último acontecimiento llega cargado de interés político, por cuanto muchos intelectuales de la izquierda revolucionaria alemana, quienes, por otro lado, están iniciando su definitivo descenso a los infiernos, sienten por aquel entonces que la revolución psicoanalítica es inseparable de la revolución social. Sin embargo, a pesar de la publicación de las Obras Completas, que parecerían marcar un punto y final en la trayectoria investigadora, no concluirán la carrera intelectual freudiana. Su compromiso con el rigor y con la disciplina fundada permanecerán intactos. Freud seguirá vigilante de las verdad, corrigiendo errores inoportunos, interpretaciones malévolas o, incluso, a enfáticos admiradores que podrían hacer fracasar el proyecto teórico.

Algunos meses antes de que Freud, junto a A. Einstein, redacte para la Sociedad de Naciones el artículo ¿Por qué la guerra?, ha tenido lugar en Alemania el ascenso y triunfo del nazismo, el incendio del Reichstag y comenzado el éxodo de los psicoanalistas alemanes. El psicoanálisis alemán, integrado casi exclusivamente por judíos, es tal vez la primera institución afectada por el auge del nacionalsocialismo comandado por Adolf Hitler. A finales de 1933, el Instituto de Berlín, uno de los centros originarios del psicoanálisis y, a buen seguro, el, intelectualmente hablando, más vivo de Europa, se desplaza a Palestina. El pánico cunde también entre los psicoanalistas vieneses. Ese mismo año de 1933, Ferenzi, quizá el más fiel y querido discípulo de Freud, le suplica a su maestro que huya antes de que sea demasiado tarde. En su última misiva a Ferenzi, Freud escribirá: “Si me matan, al fin y al cabo se trataría de una muerte como cualquier otra”.

De nuevo en 1933, los libros de Freud son quemados públicamente en Berlín. Pero el analista, otras veces lúcido, permanecerá esta vez ignorante del hecho de que esto no es sino el preludio del exterminio real de su pueblo, interpretando el acontecimiento como un gesto meramente simbólico, uno más en la larga serie de gestos antisemitas que configuran la historia de Occidente. Desconoce entonces que las cuatro hermanas que deje en Viena figurarán doce años más tarde entre los millones de muertos de dejase el régimen nazi.

En junio de idéntico año, de ese año de 1933 que para tantos marca el fin del mundo, la Sociedad Alemana de Psiquiatría pasará a estar bajo la autoridad nazi. Su hasta entonces presidente, Kretschme, dimitirá y será reemplazado por antiguo discípulo de Freud, Carl Gustav Jung. El objetivo principal de este último consistirá en establecer una línea de demarcación “científica” entre la psicología aria y la psicología judía, esto es, entre la doctrina del inconsciente colectivo y el psicoanálisis freudiano. La venganza del discípulo rebelde parece por fin a la mano. Junto con el Dr. Gorin, familiar de un alto cargo del Partido, buscará, finalmente de manera infructuosa, conservar un grupo de investigación desjudaizado.

Los acontecimientos se suceden. Un grupo de las S.A. lleva a cabo un registro en casa de Freud. El 13 de marzo de 1938 la Sociedad Vienesa de Psicoanálisis pronuncia su disolución y decide la emigración de todos sus miembros. Jones será el encargado de conseguir los visados para S. Freud, para sus hijos y nietos, así como para el resto de psicoanalistas vieneses que buscan emigrar a Inglaterra. En este contexto, no deja de resultar conmovedor el postrero proyecto de investigación elaborado por S. Freud, su último gran esfuerzo intelectual: el análisis de su propio pueblo y, acaso también, el psicoanálisis de sí mismo en tanto que miembro del pueblo judío. La última gran acometida teórica de ese que fuera reconocido como una de las más lúcidas y valientes cabezas de su tiempo consistirá en el estudio de la figura fundadora de la comunidad judía, en la investigación de Moisés, padre de la religión y de la comunidad que lleva su nombre, el de mosaica. La problemática acerca de los orígenes de la religión había preocupado a Freud desde muy temprano, y a ella había dedicado diversas obras además de una atención más o menos continuada a lo largo de toda su vida. Durante su último año de estancia en Viena y los siguientes de su exilio en Londres redactará tres artículos dedicados a la cuestión de los orígenes del pueblo judío y al estudio de la figura de Moisés. Si bien concitará el escándalo de muchos miembros de la comunidad judía ortodoxa, los artículos no pueden dejar de leerse como un guiño a su pueblo, como una respuesta ante los ataques que le son dispensados, contra el antisemitismo que se pronuncia sin cesar como pulsión destructiva.

El propio Freud ha relatado el proceso de redacción y publicación de sus últimos trabajos dedicados a la figura de Moisés. Le ocupan varios años y son escritos en dos fases, durante los últimos años en Viena y, luego, durante los primeros años del exilio londinense. Inicialmente, Freud publicará en la revista Imago dos artículos, relativamente breves: “la obertura psicoanalítica del conjunto (Moisés, egipcio) y la construcción histórica sobre ella edificada (Si Moisés era egipcio…)”. Sólo años más tarde verá la luz la exposición en extenso de las tesis freudianas acerca de la figura fundadora del judaísmo, en el texto titulado Moisés, su pueblo y la religión monoteísta. Cuenta Freud que lo esencial de este tercer envite lo habría escrito ya en Viena, mas también lo habría mantenido inédito debido a que, según sus palabras, “contenía elementos realmente ofensivos y peligrosos”. Sólo la invasión alemana de marzo de 1938 y su obligado exilio le indujeron a publicar los análisis revisados y reorganizados, “con la audacia propia, dice el propio Freud, de quien tiene poco o nada que perder”.

Empecemos por el final. La lectura de los prefacios al artículo postrero despierta cierta emoción. Sorprendentes, sin duda, resultan las reflexiones vienesas acerca de los motivos para no publicar el texto, el análisis general de la coyuntura política del momento y del extraño devenir de las diversas potencias políticas. Sorprendete resulta la descripción del poder soviético, de esa empresa que tras suprimir el “opio” de la religión y, según Freud, acometer una razonable liberación sexual, hubo, sin embargo, de manejar tal progreso para mejor asentar la más cruel dominación. Frente a semejante utilización de la liberación como máquina de esclavizar, alivia el nacionalsocialismo (sic!), capaz de intensificar hasta la exacervación la brutal opresión sin acudir a ninguna idea de corte progresista. Sorprendentes son los apuntes acerca de la Iglesia Católica, “enemiga acérrima del libre pensamiento y de todo progreso hacia el reconocimiento de la verdad”. Freud, en sus años vieneses observa en el ella, vieja enemiga, la última protección contra el avance de un nuevo y más brutal enemigo, aquel que se cierne desde Alemania. Decide, por ello, no abordar ciertas cuestiones que, por ofensivas, podrían funcionar a modo de excusa para la prohibición definitiva del psicoanálisis y, más importante acaso, para la despararición de esa última barrera que protege a su pueblo frente al nazismo. Freud decide callar para posponer lo que desde nuestra perspectiva era inevitable. Tras la invasión, borradas las esperanzas, esa pantalla aparecerá como lo que era, apenas sí como una “tenue brizna”.

Pero, no hay duda, de que lo más sorprendente no es otra cosa, no puede ser otra cosa, que el análisis mismo del monoteísmo, de su origen y de su funcionamiento, el análisis de la fundación del pueblo judío. Porque, más allá de que los estudios sobre el origen del monoteísmo y sobre la figura fundadora reverenciada por el judaísmo encuentren un obvio preludio en los trabajos previos que Freud dedicase al estudio de las religiones, por más que de nuevo se insista en “reducir la religión a una neurosis de la humanidad y a explicar su inmenso poder en forma idéntica a la obsesión neurótica”, los tres artículos sobre Moisés introducen variaciones de importancia y revelan nuevas posibilidades de análisis, para el análisis. El primero de los artículos freudianos de esta serie se asentará sobre la afirmación y defensa de la tesis de un supuesto origen egipcio del profeta. Afirmación sin duda escandalosa para los miembros más fervientes de la comunidad judía, pero de la cual se derivan profundas consecuencias en el ámbito de la teoría psicoanalítica: “Moisés —escribía Freud para la revista Imago— es un egipcio, probablemente noble, que merced a la leyenda ha de ser convertido en judío”. Freud comienza así a dibujar la figura del “gran hombre”, de aquel que pervive más allá de su propia existencia en el gesto mismo en que funda una nueva civilización, una nueva comunidad.

Así, Moisés, habría sido, según Freud, un príncipe egipcio, un sacerdote o un alto funcionario, adepto al monoteísmo fundado por el faraón Amenhotep IV hacia el siglo XIV a. C. Obligado por los sacerdotes de los cultos antiguos a escapar, pero decidido no sólo a sobrevivir sino, también, a hacer perdurar su fe, Moisés habría “elegido” a su pueblo de entre las tribus hebreas que permanecieran sometidas a esclavitud en el Imperio. A la comunidad que así fundase le impondrá la liberación y su ley: la Ley Mosaica. Tal sería el sentido del Éxodo: la migración de unas hordas semíticas que habitan Egipto, lideradas por Moisés, hacia Canaán, se unirán a otras tribus emparentadas que residían allí previamente. Pero el pueblo “elegido”, en tanto que escogido por Moisés, incapaz de soportar las estrictas exigencias que la Ley incluye, las profundas frustraciones que genera, la brutal represión que sobre el deseo la fe monoteísta entraña, recaerá necesariamente en el culto del becerro de oro, es decir en el incumplimiento de los límites fijados, en la trasgresión una y otra vez repetida. El pueblo elegido se rebelará finalmente contra su jefe espiritual. Asesinará a Moisés. Pero, al igual que el clan de los hermanos que, como expone Freud en Tótem y tabú, impusieran la muerte al padre primordial, los israelitas jamás olvidarán su crimen. Lo negarán, más en esa negación permanecerá latente hasta resurgir a través del deseo de redención: más allá de las complejas derivas históricas que Freud recoge de diversos historiadores, la tesis principal de la persistencia del judaísmo a pesar de los difíciles avatares del pueblo se resume en el análisis del acontecimiento traumático, del trauma precoz que, tras la fases de defensa, de latencia y del desencadenamiento de la neurosis, resurge como retorno de lo reprimido. En el caso del judaísmo, lo reprimido que retorna no puede ser sino el crimen a través del cual se dio muerte violenta al liberador y legislador. Son los remordimientos por el asesinato del protopadre aquello que, a lo largo de los siglos, dará a la Ley mosaica su forma ideal y su contenido imprescriptible. Moisés queda así ascendido a la imagen de la divinidad misma, mas de una divinidad que, además de única, ha de ser irrepresentable. El gesto salvaje de la circuncisión, metonimia de la castración misma, al igual que Moisés, de origen egipcio, permanecerá como el símbolo de la alianza entre el pueblo elegido y el Dios que elige.

Sin duda, el esquema presentado por Freud para la interpretación del que dice su pueblo, es inmediato deudor de las tesis presentadas en Tótem y tabú, y más en general de la teoría de la estructuración edípica del deseo inconsciente. Sin embargo, se dan diversas particularidades en este postrero estudio que implican un desplazamiento, creemos de importancia, respecto de las consideraciones previas. En primer lugar, resalta el hecho de que, a diferencia de lo que ocurriera en Tótem y tabú, aquí el asesinato no tiene lugar en el espacio oscuro y, por lo demás, inaprensible, del origen. Mientras que en Tótem y tabú el crimen se perdía en las profundidades de un tiempo primitivo casi mítico y, en definitiva, en un punto de fuga de la historia, exterior a la historia misma, pero sobre el cual, y a través del retorno de lo reprimido, el orden, la civilización, la historia y la humanidad misma vendrían a surgir; en los ensayos sobre Moisés, de manera especialmente explícita en Moisés, su pueblo y la religión monoteísta, el crimen no responde a una alteridad radical ni a un origen imposible, sino que la fundación de la comunidad se localiza en el corazón mismo de la historia. No hay ya ensoñación de un espacio absolutamente otro, sino que la partición surge y se da inscrita en el interior mismo del desarrollo de la civilización, como acontecimiento transformador y constituyente. Ciertamente, el acontecimiento fundacional del pueblo judío, del mismo modo que el suceso traumático en el individuo, el cual tiene lugar, según Freud, antes de los cinco años, se produce en la antigüedad, más no en un tiempo sin tiempo, anterioridad y exterioridad absolutas. No hay ya afuera radical de la historia, sino que ese afuera es ya en sí mismo histórico. El Acontecimiento es ruptura con la historia, emergencia de la novedad, mas ruptura en la historia: producido por y dentro del devenir del orden que se transforma. En ese sentido, se puede afirmar que Freud defiende ahora la idea según la cual la religión contendría una parte, si bien mínima, de verdad histórica, una verdad tachada y que, sin embargo, una y otra vez resurge: una verdad cuya borradura es condición misma de la permanencia de la Ley y del Padre, en el límite, del nombre del padre.

Ahora bien, Freud se pregunta qué hace de Moisés un “gran hombre”: ¿en qué condiciones se dota a alguien de tan excelso título? En Moisés, su pueblo y la religión monoteísta se aprestará a analizar precisamente esos factores que elevan al individuo aislado a la categoría de gran hombre. El honorífico título Freud lo reserva para aquellos en quienes admiramos, no la capacidad intelectual, la belleza, la fuerza ni aun siquiera la magnificencia de sus obras o lo sobresaliente de sus hazañas; sino para esos que influyen de manera profunda sobre la constitución de los otros: para quienes influyen gracias a su personalidad o por medio de una idea. Freud resume: “la influencia que ejerce el “gran hombre” viene facilitada por la “añoranza del padre” que cada uno alimenta desde su niñez”. Según Freud, los rasgos del “gran hombre” no son otros que los rasgos paternos —decisión de sus ideas y poderío de sus acciones, que no corresponden sino a la autonomía e independencia del padre, a esa su impavidez que puede llegar incluso hasta la crueldad. “Se debe admirarlo —apunta Freud—, se puede confiar en él, pero es imposible dejar de temerlo”. Al fin, el “gran hombre” no sería otro que el “hombre grande”.

Moisés habría sido, según Freud, un modelo de padre, pues quién sino él habría condescendido con los pobres hebreos, hordas de esclavos, para asegurarles que serían sus queridos hijos. Y, del mismo modo que Moisés, ese Dios todopoderoso y eterno, superior a las demás deidades, con el cual fijaran el pacto, la santa alianza impresa en cuerpo mismo a través de la circuncisión, ese Dios único y severo que prometía apararlos siempre… siempre y cuando permanecieran fieles a su veneración. Según Freud, es en el asesinato del gran hombre Moisés que la persona adquirió dimensiones divinas, que el que fuera hijo una vez, hijo de Amenhotep IV, luego llamado Ikhnaton, hubo de quedar inscrito en el espacio inexpugnable de la trascendencia. Su Ley retorna a través de los tiempos, idealizada e inexorable. Y retorna como síntoma del trauma reprimido, a través de sus sucesores y continuadores, a través de nuevos hombres que renuevan los preceptos hasta imponer su hegemonía. En un rapto sostenido de ascetismo, los judío, dice Freud, se impusieron constantemente renovadas renuncias instintuales, alcanzando con ello una “altura ética” que habría de permanecer vedada a los demás pueblos. ¿Cómo es posible si no, se ha preguntado Freud, que, sin apenas recompensa alguna y a través de mil obstáculos, el pueblo de Israel haya persistido tanto más devotamente sumiso a su Dios cuanto peor le trataba este? No otra cosa que la incapacidad para renunciar a la promesa de plenitud, a ser el pueblo elegido, ha llevado a los judíos a reactivar el sentimiento de culpa que obliga a hacer de los mandamientos de la Ley algo cada vez más estricto. La altura ética, que tan bien parece servir a los fines ocultos de una necesidad de castigo, no logra ocultar, según Freud, su origen en un sentimiento de culpa por la hostilidad contenida contra Dios.

Es necesario reparar de nuevo en la extranjería de la figura fundadora misma, de ese Moisés egipcio que se instituye como guía y liberador de las hordas semíticas, también como su legislador. La función constituyente de Moisés no se asienta sobre paternidad biológica alguna. Ni aún siquiera sobre una posición de jefe de tribu. Acaso como el príncipe de Maquiavelo, Moisés procede de fuera, para elegir a su pueblo, para conformarlo a través del gesto mismo por el que escoge. Padre simbólico, pues que desde el inicio permanece como exterior a la comunidad que él mismo constituye. Es la relación misma que se instituye entre aquel que interpela y elige y quien es interpelado y elegido aquello que hace de las informes masas de las hordas hebreas un pueblo y, en el límite, un sujeto histórico. Y es en el asesinato del protopadre que el padre simbólico, irrepresentable pues que situado en el punto de fuga de la lengua, como significante omnipresente, que siempre está ahí y siempre se escapa, surge y se hace perenne. Moisés funda a Dios, porque él mismo deviene Dios gracias al gesto que lo aniquila, que le permite retornar una y otra vez, insistiendo en la relación en la que, ya absconditus, da a luz a su pueblo.

Continuará...

domingo, 14 de diciembre de 2008

Tom Robinson

Nacido en junio de 1950, en Cambridge, Tom Robinson cantó en un coro hasta que su voz cambió, y todo lo demás cambió con ella. En un tiempo en el que la homosexualidad en Inglaterra era todavía castigada con penas de prisión, se enamoró de un chico del colegio. Destrozado por la vergüenza y el odio a sí mismo, Tom intentó suicidarse a los 16 años. Un profesor comprensivo lo transfirió a Kent, a una comunidad terapéutica pionera para adolescentes. Allí, en Finchden Manor, Tom se vió influido por John Peel’s Perfumed Garden en la emisora pirata Radio London, y por la visita de Alexis Korner. El legendario bluesman y productor dejó anonadada a la gente con sólo su voz y una guitarra acústica. La vida entera de Tom, su futuro y su carrera, de pronto se aclararon.

A comienzo de los setenta, Tom y dos amigos formaron en Londres el trío acúsico Café Society. Impresionaron lo suficiente a Ray Davies, de Los Kinks, para que les produjera su álbum de debut, que no vendió más que 600 copias. En esa misma época, Tom descubre la emergente escena gay de Londres y abrazaba el movimiento de liberación gay. En 1977 y con 26 años, inspirado por una temprana actuación de los Sex Pistols, Tom dejó Café Society y formó la más explícitamente política Tom Robinson Band (TRB). Su banda logró un éxito con “2-4-6-8 Motorway”, rápidamente seguido con la entrada en el top 20 del EP en directo, censurado por la BBC, encabezado por el controvertido “Glad to be gay” (“Contento de ser gay”). El álbum de debut de TRB, titulado Power in the darkness (Poder en la oscuridad) alcanzó a ser disco de oro. Pero la banda se separó en 1979. En los 80 formó diversas grupos como Sector 27 o, en Berlín Este, NO55. Regresó de La República Democrática de Alemania en 1983 con una canción que llegó a convertirse en top 10, “War Baby”. A mediados de los 90 su carrera gozó de cierto renacimiento con tres álbumes grabados para la reputada productora de folk, Cooking Vinyl. Tom se ha hecho defensor de una sexualidad más amplia que la que ofreciera su inicial presentación como activista homosexual al casarse con una mujer y comenzar una familia. Habiendo empezado su carrera con la notoriedad de “Glad to be gay”, Tom dió un giro veinte años más tarde, en 1996, con un álbum titulado Having it both ways. En 1998 su tema bisexual titulado “Blood Brother” ganó en tres categorías en el Gay & Lesbian American Music Awards en Nueva York. En la actualidad Tom Robinson sigue siendo, entre otras muchas cosas, un activo partidario de Amnistía Internacional y de la Asamblea Nacional contra el Racismo.
Texto seleccionado y traducido de la página web oficial de Tom Robinson.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Grecia o filosofía

Queremos un mundo mejor. Ayudadnos
No somos "terroristas", ni "encapuchados", ni los "conocidos-desconocidos"
Somos vuestros hijos.
Esos conocidos, desconocidos...
Tenemos ilusión, no matéis nuestra ilusión.
Tenemos ímpetu, no detengáis nuestro ímpetu.
Recordad, una vez fuisteis jóvenes vosotros también.
Ahora perseguís el dinero, sólo os importa vuestra "vitrina",
engordasteis, os habéis vuelto calvos, OLVIDÁSTEIS.
Esperábamos que nos defendiérais,
esperábamos que os interasarais,
que nos hiciérais sentir orgullosos por una vez. EN VANO.
Vivís falsas vidas, habéis bajado la cabeza,
os habéis bajado los pantalones y esperáis la muerte.
No tenéis imaginación.
No os enamoráis.
No sois creativos.
Solo compráis y vendéis.
Materia por todo.
Amor en ninguna parte.
Verdad en ninguna parte.
¿Dónde están los padres?
¿Dónde estan los artistas?
¿POR QUÉ NO SALEN A LA CALLE?
Ayudadnos, a los niños.

p.d.: No nos tiréis más gases lacrimógenos. Lloramos por nosotros mismos.


Carta leída por los compañeros de Alexandro, el joven asesinado en Grecia, en el funeral. Traducción al castellano: Alicia R)

domingo, 7 de diciembre de 2008

Freud judío

Freud, Sigmund Freud. Abordar su relación con el judaísmo resulta, sin duda, fascinante, no tanto porque explique, cosa que no hace, sus apuestas teóricas ni los desarrollos primeros de esa disciplina presuntamente médica que es el psicoanálisis, sino porque nos enfrenta de modo directo a la especial inteligencia con que el propio Freud abordó su pertenencia a una comunidad, su identidad en relación con las distribuciones del espacio social. Acercarse a la posición ocupada por Freud respecto del judaísmo, su problemático instalarse en una identidad con la cual, como veremos, no comparte sino el estigma y la ascendencia, acaso revele algo de su peculiar lucidez, pues tal vez fuera una de las condiciones de posibilidad de un pensamiento que, como el suyo, hiciera brotar problemas nuevos, antes ignorados campos de visibilidad. Más aún, pudiera permitir dibujar un lazo de unión, una zona de proximidad, establecer una experiencia compartida con otros muchos intelectuales del siglo, judíos todos, mas descreídos: la de una marginalidad lúcida, la de una exterioridad que sienta las bases para una percepción renovada, para otro modo de contemplar el mundo. Al fin y al cabo, como ha ya explicado suficientemente E. Traverso, los judíos sin fe han ocupado a lo largo del siglo pasado una posición social que les ha permitido consolidar una condición subjetiva del todo sorprendente por cuanto que capaz como ninguna otra de hacer visibles problemas para otros inexistentes. El intelectual judío sin fe permanece a cierta distancia respecto del medio en que se encuentra, no aparece como intelectual tradicional, sostén de las formas dominantes, ni como intelectual orgánico de una especie menor que habría de servir de alternativa: ocupa un lugar relativamente independiente, el de un cierto desarraigo que, en virtud de su exterioridad respecto de los puntos de vista ya configurados, le permite alcanzar una posición singular que le abra un nuevo "campo de visibilidad" (Gesichtsfeld).

I.

Abordar el judaísmo de Freud obliga, antes que nada, a enfrentar el problema biográfico, la dificultad o incluso la imposibilidad de toda biografía, y, más en particular, la biografía de un intelectual. El intelectual carece de vida: muy habitualmente su existencia se reduce a ese estar frente al papel sobre el cual dejará constancia de su pensamiento. No sobrevive a alucinantes acontecimientos ni transita otra aventura que la interior, la del pensamiento que se desplaza y descubre renovadas geografías, otros perfiles, nuevos caminos. Es más, toda biografía pertenece al género de la novela, ficción a través de la cual se da a luz un sentido del cual la vida carece: en el mejor de los casos resulta en hagiografía, mecanismo literario con el que construir una imagen del hombre fascinante, del héroe cuyos textos no se comprenden.

Freud, fue durante mucho tiempo reacio a la biografía de la que se fantaseaba merecedor. El 28 de abril de 1885, a sus 28 años escribe a su prometida, Martha Bernays, una carta en la que reconoce estar tratando de obstaculizar la labor de los futuros biógrafos, estar ya riéndose de ellos, fervientes de sus propios constructos ficcionales:

“Acabo de realizar —confiesa— algo que un cierto grupo de personas, aún no nacidas y ya condenadas a un destino aciago, van a lamentar vivamente. Puesto que no puedes adivinar de quienes se trata, te lo diré: me refiero a mis biógrafos. He destruido todos mis diarios de los últimos catorce años, además de las cartas, anotaciones científica y los originales de mis publicaciones. He conservado sólo las cartas de familia... Todas las sensaciones y reflexiones que me había inspirado el mundo en general, y en particular en cuanto afecta a mi persona, fueron declaradas indignas de sobrevivir... Que rabien los biógrafos, no vamos a facilitarles la tarea. Que cada uno de ellos piense que su “idea del héroe” es la correcta: ya me divierte el pensamiento de cuán lejos van a estar todos ellos de la verdad”.

Pérdida irreparable. Sin duda. Pero la dificultad biográfica acaso no provenga de tal tachadura, no sólo al menos, no de la escasez de informaciones o de documentos referentes a la vida y al pensamiento de Freud. Tal vez, como apuntara E. Jones en su intentona biográfico-analítica, Vida y obra de Sigmund Freud, el origen del aprieto se encuentre, al contrario, en la cantidad ingente de datos, se deba a la amplitud de la trayectoria del autor, a sus modificaciones constantes de rumbo, a las alteraciones que impiden en su amontonarse unas detrás de otras, unas junto a otras, dotar de un sentido homogéneo a la narración de la existencia, al relato del movimiento intelectual y, en definitiva, a la “idea del héroe”. Al fin, acaso la vida siempre exceda a la idea.

Merece la pena hacer al respecto un apunte crítico del propio Freud que resulta ejemplar, que muestra con especial claridad el carácter fallido de toda interpretación biográfica o analítica que trate de agotar el sentido de una existencia o de un trabajo intelectual. Deleuze y Guattari han señalado con acierto en su Antiedipo hasta qué punto la lectura que Freud realizase del caso del Presidente Schreber resulta inconveniente en la medida en que recorta injustificadamente todo aquello que excede la lectura edípica del delirio autobiográfico, las Memorias de un enfermo de nervios. La tesis freudiana aplasta la exuberancia del delirio para mejor reproducir la estructura teórica según la cual toda anomalía psíquica hallaría su explicación en referencia a un sistema familiar, en función del papá-mamá que todo lo puede.

De igual modo, E. Jones, como otros biógrafos, ha trazado el retrato de familia: ahí encontramos al padre de sagaz escepticismo; a la madre cariñosa, que quiere a su primogénito por encima del resto de los hermanos; encontramos, obviamente algún sucio secretito, como cuando, habiendo el pequeño Sigmund penetrado a hurtadillas en el dormitorio de sus padres, impulsado, dice Jones, por la curiosidad (sexual), fue expulsado de allí por la indignación del padre; e incluso tenemos a la nodriza, vieja y fea, afectuosa al tiempo que severa, cuyo rancio y represor catolicismo se encontraría en el origen de la crítica freudiana al cristianismo (sic!). En definitiva, se pretende aplastar toda la exhuberancia del existir recortándola en base al esquema familiarista. Pero el deseo excede al papa-mamá, e incluso al papá-mamá-nodriza vieja, fea y católica. El deseo es eminentemente social. Atraviesa la historia, las formaciones científicas, las comunidades religiosas, etc. Tanto o más que las estructuras familiares.

De ahí que nuestra pretensión, que de modo por completo injustificado pasa por acotar la problemática teórica y vital al ámbito estrictamente teológico-político, no trate en ningún caso de agotar el sentido de las apuestas teóricas freudianas ni mucho menos explicar la trayectoria vital del psicoanalista, sino, más modestamente, observar la posible influencia del contexto socio-religioso sobre la elección de los objetos de estudio y su probable importancia en algunas de las tesis desarrolladas. Los apuntes biográficos, así, no tratan sino de delimitar una experiencia, la de Freud, respecto de la comunidad de la cual se sintiese miembro, respecto de la cual se dijese miembro.

Insistamos, por tanto, en la biografía de Freud: nacido el 6 de mayo de 1856, en Freiburg, y muerto el 23 de septiembre de 1939 en el exilio, en Londres. La cuestión religiosa se encuentra inscrita desde la infancia y parece, de un modo u otro, afectar a toda la trayectoria teórica y vital freudiana. A buen seguro, siguiendo las enseñanzas del propio Freud, podríamos añadir que la cuestión le envuelve incluso antes de haber nacido, pues que su familia había sido profundamente moldeada a consecuencia de su judaísmo. En 1925, en un breve ensayo autobiográfico —pero, como se ha apuntado, toda autobiografía pertenece de suyo al género ficcional, es escritura antes que nada novelesca, expresión antes que de la verdad de aquello acerca de lo que se escribe, del deseo de aquel que escribe—, Freud afirmaba tener razones para suponer que la familia de su padre “estuvo establecida por largo tiempo en Renania, en Colonia, que en el sigo XIV o XV emigraron hacia el este huyendo de una persecución antisemita y que en el curso del XIX regresaron del Lituania a la Austria alemana”.

Así, Freud, independientemente de la más que probable veracidad del relato, instituye la experiencia del acoso antisemita en el origen de su genealogía familiar, en la historia de los acontecimientos que le conformaran: cuando los nazis reaviven las doctrinas raciales contra los judíos, bromeará, no sin pesadumbre, acerca del derecho de los judíos a vivir sobre el Rhin, pues, afirmaba, se habían establecido en la región ya en la época de Roma. Los apuntes familiares resultan interesantes, como se ha dicho, no para establecer el sentido de la teoría ni de la práctica psicoanalíticas, pero sí, al menos, para delinear la experiencia freudiana de la religiosidad y de su pertenencia a la comunidad judía.

Situemos, pues, ciertos acontecimientos que marcan la época. Una de las consecuencias de la revolución de 1848 en Praga consistió en la intensificación del nacionalismo checo. Los insurgentes pronto dirigirán su furor contra los judíos, por cuanto gran parte de los empresarios encargados de la fabricación textil pertenecían a esta comunidad. La crisis económica que precede a los movimientos rebeldes se volvió en contra del tradicional chivo expiatorio, aún cuando no parecen haberse registrado verdaderas violencias antisemitas, ni contra las personas ni contra los bienes. Ahora bien, los problemas económicos parecen haber afectado a Jakob Freud, al padre del fundador del psicoanálisis. Estas dificultades, unidas al ambiente escasamente seguro para una familia judía, parecen haber decidido el abandono de la pequeña población de Freiberg en que Sigmund naciera. La familia Freud se trasladará, primero a Leipzig y, más tarde, a Viena, en busca, acaso, de un futuro algo más prometedor para el joven vástago.

Respecto a las informaciones que se poseen acerca de la formación religiosa de S. Freud, estas son escasas y en ciertos casos contradictorias. Eludiendo la cuestión de la niñera católica, el judaísmo parece haberse respirado en la casa de los Freud. Aunque, según los relatos, Jakob llegó, si no a ser un librepensador, sí al menos un hombre progresista y liberal. Sigmund parece haber sido educado en las costumbres del judaísmo ortodoxo, en el conocimiento de todas las fiestas. Así, Jakob regaló a su hijo primogénito una Biblia cuando este cumplió los 35 años, al comienzo de cuya dedicatoria, escrita en hebreo, se puede leer:

“Querido hijo:
Fue a los seis años de edad que el espíritu de Dios comenzó a inclinarte al estudio. Yo diría que el espíritu de Dios te habló así “Lee mi Libro, en él verás abrirse para ti fuentes de conocimiento y de inteligencia”. Es el Libro de los Libros; es el pozo que han labrados los hombres sabios…”.

Criado por un padre sin duda creyente pero liberal, S. Freud, él sí, radicalmente ateo, sin embargo, no dejará de reivindicar su pertenencia al judaísmo: a un judaísmo desacralizado pero profundo, del cual se habría sentido directamente heredero. De hecho, S. Freud no parece haber permanecido ajeno del todo al judaísmo religioso, y su familia ha debido participar de la comunidad si no a través los rituales y festividades religiosos, sí, sin duda, a través del mencionado sentimiento de pertenencia. El propio S. Freud, en una carta a su prometida fechada el 23 de julio de 1882, llegará a explicitar que el judaísmo debía ser la base sólida sobre la cual construir su vida conyugal.

Probablemente el acontecimiento más representativo de entre los narrados por S. Freud en la ya mencionada autobiografía, Mi vida y el psicoanálisis, sea aquel en el que se relata una agresión antisemita sufrida por el padre: una mañana en la que Jakob había salido a pasear, un gentil le arrebató de un manotazo el sombrero imprecándole “¡Sal de la acera, judío!”. El pequeño Sigmund le habría preguntado ansioso a su padre por la respuesta ante tal afrenta, a lo cual el padre respondió: “Bajé a la zanja y recogí mi gorro”.

Con independencia de si este acontecimiento hubo de afectar negativa o positivamente a la imagen que S. Freud tuviera de su padre, a si le llevó, como quiere Jones, a pretender para sí mismo una supuesta misión vengadora que, como la de Aníbal, debiera redimir al padre de la ofensa; lo que interesa es señalar hasta qué punto S. Freud ha debido sentir desde muy joven la presencia del antisemitismo y, por tanto, el lazo que indefectiblemente le unía a la comunidad judía de la cual provenía, independientemente de sus creencias. Un nexo de unión parece, para S. Freud, instituirse entre sus orígenes judíos y las disposiciones particulares de su espíritu, que en otros tiempos u otras geografías, que, en fin, en otra coyuntura, le habrían repercutido muy negativamente, haciéndole sufrir persecuciones más graves que las de hecho sufridas. Así, parece que es la experiencia del antisemitismo lo que habrá de unir a Freud con su comunidad. La peculiaridad de la experiencia judía reside ahí: en el hecho de que uno no es judío por elección o por creencia, sino porque es, desde el comienzo mismo e incluso desde antes de haber nacido, señalado como tal, interpelado como judío, raza menor, sujeto sujetado, constituido por el estigma. Freud parece haber sido consciente de que su pertenencia a la comunidad no dependía en ningún caso de sus creencias ni aún siquiera de su voluntad, sino de las del otro, de las de aquél que señala e insulta, que desvaloriza y conforma, de las de aquel que, en definitiva, interpela y, en el gesto mismo de interpelar, da a luz.

S. Freud, al establecer el relato de su evolución científica en relación a su origen judío y, con más precisión, en relación a la experiencia de la ofensa antisemita, no hace sino remarcar la deuda que con dicho origen tenía, la línea de continuidad que le uniese a sus ancestros. La hostilidad de los medios vieneses, antisemitas por tradición, pero también fuertemente reacios a los avances del psicoanálisis, contra los cuales hubo de combatir durante gran parte de su vida, la hubo de compartir con la mayor parte de la comunidad judía de su tiempo. Pero, sobre todo, la deuda se establece por cuanto Freud hubo de compartir la suerte de tener que combatir la opinión pública y de asumir, como lo hicieran sus ancestros, la experiencia del exilio intelectual, la soledad del pensamiento disidente.

Freud parece haber sido especialmente lúcido en cuanto a su relación con el judaísmo y con la comunidad judía. La carta enviada a la Asociación Judía Liberal B’nai B’rith, de la cual fue miembro toda su vida es reveladora al respecto. Merece la pena reproducirla a pesar de su extensión:

“El hecho de que ustedes sean Judíos —escribe Freud— no puede sino resultarme agradable, por cuanto yo mismo sería Judío, y la renuncia me ha parecido siempre, no sólo indigna, sino literalmente absurda. Lo que me une al judaísmo —he de confesarme— no sería la fe, y mucho menos el orgullo nacional, pues siempre he sido un descreído, habiendo sido criado sin religión, aunque no sin respeto por las exigencias llamadas “éticas” de la cultura humana. Cuando me inclino a la exaltación nacional, me esfuerzo siempre en reprimirla como algo catastrófico e injusto, asustado como estoy por el ejemplo de los pueblos entre los cuales nosotros vivimos, nosotros, los diferentes, los Judíos. Pero permanecen del mismo modo cosas que hacen atractivo al judaísmo e irresistibles a los Judíos, además de las fuerzas afectivas oscuras, tanto más potentes cuanto menos se dejan aprehender por las palabras, e incluso además de la clara conciencia de una identidad interior, del sentimiento íntimo de una misma construcción psíquica. A todo ello se une el descubrimiento que debo exclusivamente a mi naturaleza judía de las dos cualidades de que más necesidad tengo en mi difícil camino. Siendo Judío, me encuentro exento de numerosos prejuicios que limitan a los demás en el uso de sus facultades intelectuales; como judío, también estoy preparado para unirme a la oposición y para renunciar a todo pacto con la mayoría compacta”.

La experiencia del antisemitismo parece central en la consolidación de la posición subjetiva ocupada por Freud y, en ello, en la aparición de las condiciones de posibilidad de la innovación teórica. Como ateo, más interpelado como judío y, por tanto, constituido como tal, Freud no pretende renunciar a aquello de lo cual no hay renuncia posible, a su inscripción en el seno de la comunidad perseguida, de aquellos que son señalados con el dedo y confinados a una raza menor; Freud no trata de deshacerse de su pertenencia sino que la reclama y la reivindica: no en función de sus creencias, sino, al contrario, en base al análisis del proceso heterónomo de constitución, en lo que dicho análisis tiene de liberador. Siendo judío, no por creencia sino por imposición a partir de la interpelación del otro, se encuentra eximido de las creencias que al otro afectan. Siendo judío, constituido como raza menor, está en disposición de defender la específica lucidez que su posición social, subjetiva, le aporta.

Un tan lúcido sentimiento de pertenencia a la comunidad judía ha debido convertir a Freud en blanco privilegiado del antisemitismo vienés, que, antes incluso de su revitalización por el nazismo, se mostraba de modo más o menos explícito, y le hubo de mantener expuesto durante toda su vida, si no a persecuciones directas, sí, seguro, a múltiples pequeñas humillaciones o a escasamente sutiles ataques. Si bien Freud acometerá una de las más potentes críticas de la psique religiosa, del monoteísmo como síntoma de una estructura neurótica, sin embargo, afirmará sin contradicción a lo largo de toda su existencia su pertenencia y asociación con el pueblo judío al que pertenece más que por herencia, por estigma: en verdad, por la herencia del estigma. Freud insistirá en su identidad judía, fundándola no ya en la fe ni en el delirio religioso, sino sobre la evitación de los prejuicios y el posicionamiento crítico frente a las opiniones mayoritarias: en definitiva, ese sentimiento de pertenencia a la comunidad, ese sentimiento que surge del común sufrimiento, de la interpelación y de la discriminación compartida, será el lugar desde el cual fundar la libertad de pensamiento, la individualidad lúcida y la investigación despojada de inútiles obcecaciones.
Continuará...

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La barricada

Tecnología política, la barricada se presenta como una máquina capaz de trastornar el orden, de hacer pedazos la homogeneidad aparente en que descansa lo social y de introducir tanto la desazón como las más exaltadas esperanzas en los corazones antes tranquilos. En definitiva, la barricada funciona. Como toda máquina, es máquina social, artificio, producto y fábrica a la vez. Y, sin embargo, a diferencia de otros mecanismos más comunes, a los cuales el hábito hace apenas perceptibles, la barricada se erige inquietante. Ella destruye la normalidad y suspende la gestualidad cotidiana, hasta el punto de que ha llegado a simbolizar esos instantes dilatados en que se da a contemplar la potencia de lo múltiple, el proceso constituyente. Habiendo llegado a encarnar la revolución, su arquitectura evoca la exasperación y la ilusión desbocada, las derrotas y los combates, el entusiasmo tanto como la ferocidad, a los héroes y a su sangre derramada. Obsesión para las fuerzas del orden a lo largo de más de un siglo, fuente de temor para algunos, también sobre ella han erigido las clases subalternas sus mitologías de salvación, sus utopías redentoras. Más importante aún, a su través han defendido los dominados su dignidad. Máquina politica, ella ha producido su imaginario y nuestra realidad.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia