viernes, 30 de octubre de 2009

Pulsión de escritura

El impulso de la escritura surge en ocasiones acompañado de cierto temblor, de una excitación peculiar, semejante acaso a la que atraviesa a quien espera al ser amado que se retrasa, a quien ya desnudo intuye la proximidad del sexo, a quien se viste antes de la fiesta, a quien mira el reloj sabiendo que está a punto de sonar el timbre de la fábrica. Todo entonces parece un obstáculo al deseo informe de escribir. Las personales obsesiones, los horarios de oficina, las ideas, historias o temas, la familia, la música, la física e incluso las propias entrañas. Todo resulta incómodo. Porque el impulso no busca decir nada. Tan sólo exige arrastrar al cuerpo hacia un laberinto de palabras, abandonarlo a la agitación sin origen ni destino, al raro placer del texto, esa dicha extraña.

lunes, 26 de octubre de 2009

Escribir es inmolarse

Ninguna sublimación. La escritura siempre se erige contra el que escribe, para decir su verdad, la del cuerpo enfermizo y el deseo informe: por qué ahora este impulso de confesar, de dónde el desamparo y la angustia, desde cuándo la pulsión sadomasoquista. Freud habla de una "orientación demoníaca de la existencia" para referir aquellos casos en los que el sujeto parece encontrarse capturado en una red causal de acontecimientos fatales que se repite periódicamente y que, aunque aparenta deberse a razones externas, ha de ser explicada a partir de la posición inconsciente del individuo. Tal vez la tarea nocturna que retorna sobre lo mismo, sobre el gesto recurrente de unir letras y palabras, de enunciar afectos en silencio responda a esta lógica infernal que no lleva al que escribe sino a insistir en la neurosis de fracaso, a dejarse arrastrar siempre una vez más por la compulsión de destino. Escribir, como amar sin respuesta, es hacer saltar la propia vida en pedazos, instalarse en el goce perverso, retardar el bienestar como en un indefinido suicidio.

domingo, 25 de octubre de 2009

Mitologías



R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso.

viernes, 23 de octubre de 2009

K.

Como aquella figura que avanza, inquieta, móvil, impulsada, veloz hasta la transparencia, hasta dejar de ser figura y confundirse con el viento, hasta deshacerse contra el viento y transformarse en animal, en crin o fluctuación, en paso a lo imperceptible; como aquel deseo de ser piel roja que acabase fundiéndose con el caballo hasta borrar el caballo y ser ya sólo la transición aérea; los diarios de Kafka cabalgan una máquina rara, una multiplicidad de máquinas que tienden a borrarse, a confundirse con su funcionamiento, no con su función, que permanece no especificada, sino con el flujo mismo, magmático, cortado de continuo y vuelto a retomar, de la escritura. El deseo de ser novela, se podría decir, o un devenir-escritura. Abordar lo diarios de Kafka, tal vez o en principio como ocurre con cualquiera de los otros dispositivos textuales del judío incrédulo, enfrenta a una sorpresa y a un extrañamiento respecto del género mismo al que dicen pertenecer. En primer lugar, los diarios, y se excluyen aquí los diarios de viajes, que acaso ya sean otra cosa, sigan otra lógica, sitúen en otro lado; los diarios no pasan, como pudiera esperarse, por la autobiografía ni la contemplación introspectiva. No al menos en lo fundamental. Kafka se encarga de anotar: “Mi odio a la observación activa de sí mismo. A interpretaciones psíquicas del tipo: Ayer estuve así por tal motivo, hoy estoy asá por tal otro…” [463].

Es cierto que hay bloques, y bien se pueden detectar, de autobiografía. Anotaciones de acontecimientos que se acoplan de un modo u otro a la función-autor, pero también anotaciones de sueños, de recuerdos, e incluso reflexiones que giran en torno al yo como alrededor de un efigie mágica, tercera persona flaubertiana. Hay bloques de autobiografía, pero estos no conforman la corriente central de los diarios. Hasta el punto de que no puede detectarse nada semejante a algo que pueda definirse como corriente central. Los diarios de Kafka siguen una lógica perversa, diabólica, en cuanto que, como el endemoniado geraseno, es múltiple, diversa de sí, en constante transformación, imprevisible aunque compacta. Probablemente provenga como aquel de un fondo subterráneo de grillos rotos. En primer lugar, los diarios se presentan como una acumulación de fragmentos textuales, de unidades parcialmente coherentes de escritura. Organizados en doce cuadernos y algunos legajos dispersos que abarcan desde 1910 hasta junio de 1923, trece años de apostillas que se suceden según ritmos de interrupción variables. Entrar en ellos obliga a asumir la constancia con que la propia textualidad rechaza una lectura que pretenda agotar su lectura según la imposición de un sentido unívoco o de un formalismo de código. Sin embargo, eso no quiere decir que toda lectura sea imposible o deficitaria necesariamente. Se pueden, al fin, detectar ciertas recurrencias, trazas algo más gruesas, mecanismos que se repiten y que, sin llegar a clausurar la apertura esencial en la que persiste lo dicho, nos dejan, si no entrar, sí al menos observar desde este lado de la puerta y describir lo percibido. Laberinto en el que todos los pasadizos conducen afuera, que constantemente te expulsa, en palabras de Felix Guattari, Kafka, “Renunciando a hacer pasar sus puntos de sinsentido bajo el yugo de una hermenéutica cualquiera, los dejará proliferar, amplificarse, para engendrar otras formaciones imaginarias, otras ideas, otros personajes, otras coordenadas mentales, sin ningún tipo de sobrecodificación estructural. Se instaura entonces —añade el francés— el reino de procesos creadores antagónicos al orden establecido de las significaciones. Procesos de producción de una subjetividad mutante, portadora de potencialidades susceptibles de enriquecimientos indefinidos” [19].

No hay hermenéutica posible de la textualidad kafkiana, porque no hay ley que rija la escritura. El 6 de septiembre de 1921 el propio Kafka abordaba la cuestión por el lado de la metáfora. “Las metáforas —anota en su último cuaderno— son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura. La falta de autonomía de la escritura, su dependencia de la criada que enciende la calefacción, del gato que se calienta junto a la estufa, incluso del pobre viejo que también se calienta. Todas esas son operaciones autónomas, que se rigen por su propia ley, solo la escritura está desamparada, no habita en sí misma, es broma y desesperación” [p. 657].

De algún modo, la escritura para Kafka parece siempre desplegarse fuera de sí, según órdenes ajenos, en una intemperie que necesariamente la lleva a conectarse con la exterioridad siguiendo modalidades concretas —la estufa, la criada, el gato, el viejo, etc. A partir de estas y otras consideraciones se pueden comenzar a discernir diversos procedimientos, segmentos textuales, formaciones fantasmáticas, etc., que aproximan al funcionamiento de la obra kafkiana, y, por supuesto, en concreto a sus diarios, pues, de hecho, la mencionada irreductibilidad a toda interpretación que caracteriza la escritura de Kafka aparece de manera eminente en las anotaciones que, a un lado, al lado de las novelas, las cartas y los relatos, conforman esta componente. Componente-diarios. Una componente que es en sí misma ya plural y disforme, pues engloba una pluralidad de dispositivos literarios muy diferentes los unos de los otros. La mecánica del relato. La sentencia o la imagen brevísima. La exposición de estados afectivos. La descripción o el retrato. La figuración de movimientos. El recuerdo de lecturas, etc. Los diarios rechazan desde su inicio mismo toda pretensión sistematizadora. Pero quizá se pueda, a pesar de todo escribir sobre ellos. En primer lugar, al menos, como un flujo intermitente de anotaciones sin intención clara: El 27 de junio de 1919 retoma la escritura del diario, de su último cuaderno, tras más de un año y medio de interrupción. Entonces escribe: “Nuevo diario, en realidad sólo porque he estado leyendo el antiguo. Imposible ya averiguar ahora, a las doce menos cuarto, algunas razones e intenciones” [636]. El sentido que gobierna la escritura permanece en todo caso difuso, desde el principio. La redacción de los diarios comienza con un fragmento breve en el que puede leerse: “Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren” [41]—sentencia por lo demás descriptiva, aunque su significado permanezca sin especificar, por cuanto no se determina ni de qué tren se trata ni porqué los espectadores reaccionan a su paso. La anotación es abandonada en su asignificancia. En octubre de 1913, se anota otra reflexión bastante precisa acerca del carácter de los fragmentos en que se encuentra repartida la redacción de los diarios: “Ni siquiera tengo ganas de llevar un diario —dice Kafka—, quizá porque en él empiezan a faltar demasiadas cosas, quizá porque continuamente tuve que describir en él acciones incompletas, por lo que parecen necesariamente incompletas, quizá porque el hecho mismo de escribir contribuye a mi tristeza” [448].

Las anotaciones parecen en todo caso adolecer de una debilidad que les es consustancial. Esta debilidad, el hecho de que aparecen siempre como incompletas, no detiene, sin embargo, la redacción. Tampoco la sospecha de que el propio ejercicio de escritura esté en el origen de la afección de tristeza que Kafka sufre. El flujo de palabras continúa según muy variados registros, siempre de manera intermitente, como tarea abandonada y vuelta a retomar de continuo. Hasta el punto de que el interés de los diarios parece reducirse a su carácter experimental. La escritura aparece en ellos como ensayo. Los diarios como laboratorio cuyo significado no llega en ningún caso a coagular de modo definitivo. 29 del IX de 1911: “Alguien que no lleva diario no es capaz de valorar un diario correctamente” —apunta Kafka, para a renglón seguido describir los particulares estados subjetivos por los que pasa Goethe en la jornada del 11 de enero de 1797: serenidad, visión sistemática, ideas excitadas… [64-65].

La escritura de los diarios siempre avanza. Sin destino pero avanza. A pesar de las muchas contrariedades y de las dificultades terribles que ella misma se encarga de consignar. Insomnio, dolores de cabeza, enfermedad. La última anotación, de agosto de 1923, cifra adecuadamente la mecánica a la cual Kafka se ha abandonado durante lo últimos trece años: “Cada vez más angustiado cuando escribo. En comprensible. Cada palabra, volteada en la mano de los espíritus —ese giro de su mano es el movimiento característico de ellos— se convierte en lanza dirigida contra el que habla. Muy especialmente una observación como esta. Y así hasta el infinito. El único consuelo sería: ocurre, quieras o no ocurre…” [639]. Siguiendo la definición que diese Deleuze, la escritura de los diarios parece responder a una “experimentación inmanente que decanta los elementos polívocos en ausencia de todo criterio trascendente”.

Y, sin embargo, la elaboración de la escritura de los diario se teje con la vida. Teje un acoplamiento con el afuera. Como se ha apuntado, se encuentra necesariamente ensamblada a elementos que le son exteriores. Al trabajo y a la institución matrimonial, pero también a imágenes y figuras de muy diverso tipo. Si el flujo a ratos desbocado de las cartas, especialmente de las que se encuentran dirigidas a mujeres, se encuentran siempre acopladas a un personaje exterior, Felice, Grette o Milena, el flujo de los diarios no parece encontrar más acoplamiento que el que los propios textos generan. Sin duda, encontramos esos mismos nombre y otros muchos, pero el diario no demuestra dirigirse a nada, ni aún siquiera a sostenerse a sí mismo, como acaso ocurre con la práctica epistolar kafkiana. Abandonado a su inevitable dispersión tanto temática como formal, al procedimiento que avanza hacia ninguna parte, que se acumula siguiendo líneas de variación imprevisibles, el diario se erige como mero artefacto literario, depurado de toda referencia significante. “Ando a la caza de construcciones —anota Kafka—. Entro en un cuarto y las encuentro revolviéndose, blanquecinas, en un rincón” [455].

¿Cómo funciona, entonces, lo que se escribe? Lo retratos descriptivos de personajes o situaciones, de ciertas posturas, de elementos de la vestimenta, que, por otro lado, tienen una amplia presencia a lo largo de los diarios, permiten una primera aproximación a la relación que la escritura sostiene con su exterioridad. Estos retratos, que en principio pudieran funcionar como medios para la codificación de los afectos o como procedimientos para la clausura del flujo asignificante en tanto que, parece, la escritura podría quedar capturada en su relación con la realidad, a través de la imagen, sin embargo, en su proliferación y en su fragmentación no hacen sino deshidratar la representación hasta que su contenido queda reducido a y transformado en vehículo expresivo, procedimiento textual.

En este sentido, los personajes que atraviesan los diarios resultan en cierta medida ejemplares. Se ha hablado mucho acerca de la presunta distinción que Kafka produciría entre formas especificadas de mujeres: las hermanas, las criadas, las novias, las prostitutas. Parecería así que se desarrollan ciertos arquetipos femeninos con funciones diversas en el interior de los textos y en relación al movimiento del resto de los personajes, especialmente de K. Sin embargo, los diarios hacen estallar semejante clausura del segmento femenino. Las figuras femeninas se multiplican sin cesar. Dos jóvenes que K. se cruza por la calle, una rubia y otra morena. Una campesina junto a su marido, algo encorvada, etc. Todas estas figuras introducen cargas eróticas que operan en el interior mismo de la propia máquina de escritura, conectándola con el afuera. Hay un acoplamiento de la escritura, de los diarios, a esa exterioridad que se describe diferente sin cesar y que aparece como multitud dispersa, como un conjunto abierto de singularidades de entre las cuales, por momentos, algunas adquieren una relevancia extraordinaria. Por otro lado, la carga erótica no deja de encontrase a lo largo de los diarios también presente en relación a los personajes masculinos. Como dicen Deleuze y Guattari, [101] hay una efusión homosexual que, en el caso de los diarios, atraviesa las descripciones de los compañeros y de los amigos, de un círculo que es sobre todo circulación, pasaje, contemplación instantánea detenida. Su presencia también funciona. He ahí la compañía durante el paseo, el tomar café con, cruzar unas palabras. Pero más especialmente la relación con los desconocidos, que son tratados con idéntica minuciosidad que cualquiera de las mujeres. Y del mismo modo los objetos. Todo. Hay un erotismo kafkiano que acaso no pase por la cuestión de los sexos y ni siquiera de por las personas sino que se desarrolla como intensidad descriptiva, dentro de la multiplicidad inabarcable de retratos y conforme a cotas de mayor o menor agrado, mayor o menor repulsión. Algo así como un fetichismo sin fetiche especificado, fluctuante. Este erotismo dependería exclusivamente de la expresividad y de las variaciones en el procedimiento, en el despliegue de la escritura.

Ahí parece residir el principio del pacto diabólico que Kafka contrae. Se trata de establecer un contrato anti-conyugal. Es cierto que las mujeres, o más concretamente Felice, y a partir de la relación con ella la crisis que culmina en 1914, determinan un punto importante en el desarrollo de la escritura de los diarios de Kafka —hasta el punto de que a partir de F. se hacen algo más legibles las sucesivas relaciones que Kafka mantenga con otras muchachas, pero también la relación que mantiene con el trabajo, con la familia, e incluso, se podría afirmar, con la generalidad de los seres humanos. Se evalúan lo que pueda haber a favor y en contra de la boda: “1...2...3...4...5...6.Delante de mis hermanas —anota K.— he sido, sobre todo antes, un hombre completamente distinto a como soy delante del resto de la gente. Temerario, franco, poderoso, sorprendente, emotivo como solo lo soy cuando escribo. ¡Se pudiera ser así delante de todos, por mediación de mi mujer! Pero ¿no sería entonces a costa de escribir? ¡Eso no, eso sí que no! 7...” [pp.436 y s.]. El pacto diabólico con la escritura pasa por firmar un pacto anti-conyugal. Por permanece soltero. Célibe. En el esbozo de Carta al Padre de Felice ( y tras leer a Kierkegaard): “Mi empleo me resulta insoportable porque contradice mi único anhelo y mi única vocación, que es la literatura. Dado que yo no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser nada más que eso, mi empleo no podrá atraerme nunca, aunque sí puede destrozarme completamente. No estoy muy lejos de eso. Soy presa de incesantes alteraciones nerviosas, y este año de preocupaciones y torturas por mi futuro y el de su hija ha puesto de manifiesto mi completa falta de resistencia…. Y ahora compáreme usted con su hija… conmigo, hasta donde yo puedo verlo, será desdichada. Y no solo por mis circunstancias externas, sino todavía más por mi propia naturaleza; yo soy un hombre encerrado en mí mismo, taciturno, nada sociable, insatisfecho, aunque no pueda calificar todo eso de desdicha para mí, pues es únicamente el reflejo de mi meta… vivo como un desconocido entre desconocidos… La razón es sencillamente que no tengo la menor cosa que decirles. Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, pues me molesta o me estorba, aunque solo sea en mi imaginación. De ahí que carezca de todo sentido de la vida familiar, como no sea el de la observación… Un matrimonio no podría cambiarme, de igual forma que mi empleo no puede cambiarme”. [444]

Kafka deviene a través del pacto, máquina de escribir, mecanismo de escritura, máquina célibe como aquella que describiese al final de su relato sobre la Colonia Penitenciaria. La máquina célibe hace referencia a una antigua máquina paranoica, que se levanta, en esta ocasión contra el padre, contra la Ley. La escritura permanece en los márgenes de la Ley, sin llegar nunca a ingresar en ella —ver Carta al padre, pero también las observaciones en torno a los daños inflingidos por la educación: “Pensándolo bien, he de decir que mi educación me ha hecho mucho daño en no pocos sentidos…” [46-54]— y se inscribe sobre el cuerpo. Se escribe en el propio cuerpo. No hay otra superficie de incripción que no sea el cuerpo, el cuerpo como espacio de inscripción. Hasta la muerte. Sin embargo, para no morir. A las consideraciones y las lecturas que observan en la pragmática de los diarios una profecía apocalíptica, en la que la muerte se inserta de manera natural como conclusión ya prevista y acaso incluso buscada, se opone una lectura de la escritura como máquina de intensificación de los afectos. El permanecer célibe de Kafka es también un devenir escritura: el ya citado “yo no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser nada más que eso”. Kafka no deja de anotar los afectos estrictamente físicos en relación a su pacto con la escritura. El pacto con el diablo, que se opone al pacto conyugal, pero también al pacto con la vida tal y como la dicta la Ley. El pacto es legible como un pacto masoquista, no tanto en lo que tiene de destructor cuanto en lo que puede hacer por intensificar los afectos, los efectos corporales. El dolor, sin duda. Pero también los momentos de exaltación: “…La firmeza que me proporciona escribir lo más mínimo es, sin embargo, indudable y maravillosa…” [459]. La escritura como intensificador de la vida.

viernes, 16 de octubre de 2009

El árbol talado que retoña


En la noche gris de la cárcel, el decir que escapa a los barrotes y a la obediencia, al patio que nos cerca. Hoy que ya no hay afuera, cuando la realiad es sólo una y estrecha, leo a poetas amigos, a quienes como yo aprendieron la lección del maestro, que no hay vida sin poesía, que la poesía es resistencia, que ahí se juega todo, en el espacio de la palabra, que no hay otro campo de batalla ni más lugar para nuestra alianza. ¿Dónde el amor sino en la distancia en que se unen y se separan el lector y la escritura? No existe verdad o belleza sino en esa fraja de libertad, en ese silencio sin ley en que se escucha otra habla.
Marcos Ana & co., El árbol talado que retoña: homenaje a Marcos Ana, Editorial El Páramo, 2009.

jueves, 8 de octubre de 2009

domingo, 4 de octubre de 2009

Literatura amorosa VIII

Recuerdo habérselo comentado a S/M poco tiempo después de que el libro saliera. No acababa de ver lo que se proponía. El amor me parecía entonces un afecto esencialmente reaccionario. La pulsión posesiva, los regímenes de dependencia mutua, el cuarto de estar como lugar de encierro, el empecinamiento idiota, los chantajes sentimentales y los contratos coercitivos se me presentaban como sus efectos más habituales. Sabemos de demasiadas muertes por amor, de asesinos enamorados que sólo saben de cuchillos y gasolina. Odié ese romanticismo vulgar que tiñe nuestras pantallas y nuestra época y promueve la absurda creencia de que la salvación acontece en relaciones de a dos. Odié el mito del andrógino original y todas las teorías platónicas.

Algunas investigaciones posteriores y ciertas experiencias concretas han cambiado levemente mi punto de vista. ¿Qué otro objeto puede tener la filosofía que la mutación de las perspectivas, que una apertura de devenires diversos, que la transformación de la posición subjetiva? No olvido ni por un instante los antiguos argumentos, pero sé que ahí reside lo único interesante, en modificar el sentido de las palabras, en observar lo que ya estaba y permanecía olvidado en el interior del concepto. Hoy sé que el amor se levanta siempre y necesariamente contra el amor. Que se ama contra el amor instituido, ya configurado. Que amar es producción de una nueva estructura relacional, de nuevas modalidades afectivas, de una sentimentalidad antes ignorada.

Amar en función de la norma no es amar, es adecuarse al confort de un mundo despiadado, encerrarse en una célula de aislamiento, voluntad encapsulada, derrota, retirada. Amar como se supone que se ama, según los cánones del buen comportamiento, es renunciar al amor, a lo poco o lo mucho que este pudiera tener de hermoso, de subversivo. No se ama sino odiando el amor, y sacando de ese odio las fuerzas de transformación que generarán otra vida, que aniquilarán de una vez por todas el estereotipo. Se trata siempre y sólo de desbaratar lo que ya es, de asomarse al abismo, de hacerlo crecer, de perseguir lo imposible, de hacer de las propia elección un cortocircuito en la continuidad de lo que uno siempre ya ha sido.

He creído con firmeza en las amistades sexualizadas. Recuerdo haberles dicho a S/M que eso del amor era utopía mercantil, el gran producto de la sociedad de consumo. Hoy, en cambio, no puedo sino transcribir las palabras, recoger su dictado, que sólo el afecto enamorado es desafío:

"El amor tenía antes que afirmarse contra lo prohibido y lo hacía mediante la transgresión. Es lo que Bataille preconizaba. Hoy, los límites han saltado gracias a una aparente liberación sexual. El amor no se confronta ya con la ley o la norma, sino con la ideología viscosa de la felicidad. / La felicidad que produce el amor gira siempre en torno a un centro de dolor. / Amar no hace feliz. Amar sólo nos llena de vida".
Cf. S. López Petit, Amar y pensar. El odio de querer vivir, Bellaterra, 2005

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia