sábado, 13 de febrero de 2010

Postura imposible

Es en La imagen-tiempo donde G. Deleuze aborda la problemática de la postura imposible, que es lo mismo que decir la cuestión del devenir, solo que de otro modo. Es bonito hablar del devenir, siempre y cuando no te toque a ti y así puedas olvidar la cuestión de la postura imposible que necesariamente lo acompaña. Ahí la cosa se vuelve, digamos, más incómoda, como estar sentado en una silla demasiado alta de la que cuelgan las piernas. El devenir remite a la situación del cuerpo tomado entre dos conjuntos, a la situación de un cuerpo que se encuentra simultáneamente entre dos agrupamientos que mutuamente se excluyen. Se trata de un espacio de no-elección, que es casi lo mismo que un no-lugar, un limbo o una zona de tránsito en la que el cuerpo se encuentra encerrado. Deleuze habla de ese personaje-cuerpo atrapado entre dos agenciamientos, entre dos mujeres o entre dos hombres o entre un hombre y una mujer, pero sobre todo entre dos modos de vida, entre dos conjuntos que exigen actitudes diferentes; y nos dice que siempre hay un polo que prevalece. Aunque entre ambos se establezca temporalmente una dinámica de sobrepuja, siempre, al final, uno de los dos conjuntos remite al personaje, en vez de hacia sí, hacia el otro polo. En todo caso, nunca es el personaje el que elige, constituido como está en el espacio de la no-elección.

La cuestión no es que el personaje esté o sea indeciso. No se trata de un problema psicológico. Es más sencillo, aunque más difícil de visibilizar. Resulta que los dos agrupamientos son diferentes y, por ello, el cuerpo dentro del personaje no tiene forma de elegir. Como dice Deleuze, se encuentra en una postura imposible. La preferencia del sujeto no sirve para nada, porque el cuerpo habita precisamente una zona de indiscernibilidad. Dependiendo del acoplamiento al que se lo refiera aparece de un modo u otro, como madre o como ramera, por ejemplo. Pero eso da igual, porque la verdadera cuestión es bien diferente. La cosa es que se está entre-dos. Lo propio de la situación es su indecidibilidad, su marca de paso. El cuerpo aparece apegado a un campo en el que los conjuntos inconexos interfieren y se superponen, incluso mimetizan sus perspectivas y se confunden sin dejar por ello de permanecer incompatibles y coexistentes. Aquí no hay camino, ni meta, ni obstáculos. Sólo agrupamientos magnéticos, parcelas imantadas y relaciones de transferencia molecular. La fluctuación en que se inscribe el cuerpo descubre no una indecisión del espíritu, sino un impensado material, una física de la no-elección, un gesto imposible, la contralógica de las conexiones por incompatibilidad.

lunes, 8 de febrero de 2010

Pulsión y síntoma (segundo movimiento)

El texto Pulsión y síntoma se muestra un texto del todo fallido. Sin duda, como primer movimiento, posee algunas virtudes, por lo demás bastante obvias y sobre las cuales no nos detendremos demasiado. Permite extraer la problemática del síntoma fuera del ámbito del juego significante e introducirlo en un esquema de compresión funcionalista. Por otro lado, devuelve la pulsión al ámbito de lo inconsciente, desgajándola así de la oposición placer-displacer. Sin embargo, el texto permanece, no solo debido a la terminología que emplea, preso de cierta tradición que da preeminencia a lo negativo, tal y como ocurre en las diversas iglesias freudianas y, muy especialmente en la lacaniana, frente al carácter estrictamente positivo de la instancia inconsciente. De ahí que sean necesarias múltiples correcciones y, acaso, aunque este no es lugar, una revisión total y su posterior reescritura.

En primer lugar, si se quiere desplazar el análisis, es requisito indispensable reelaborar la noción misma de pulsión como dinámica afirmativa. Para ello, a su vez, es necesario dejar de hacerla depender de la noción de satisfacción. Si en Pulsión y síntoma se apuntaba que la pulsión es una moción a la que le corresponde un fin, es obligado reconsiderar dicha pulsión en tanto que vector puro, sin determinación externa y despojada de telos. El inconsciente no se organiza de modo teleológico. El texto constantemente hace alusión a la falta de satisfacción. ¿Por qué entonces hacer hincapié en que la satisfacción está ahí? Lo único que habría sería el movimiento mismo, sin origen ni destino. El nobjeto, el objeto a minúscula, ese hueco que se dice es fin y cierre de la pulsión, no existe, o, como se añade, es un deshecho, un resto inhaprendido de la dinámica pulsional. Pero si es un hueco, es un hueco; es decir, no es. De ahí que se deba, con rigor, afirmar que la pulsión es un proceso abierto. La a minúscula no designa sino la imposibilidad para la pulsión de clausurarse.

El carácter estrictamente afirmativo y abierto de la pulsión impone la reconsideración tanto de la problemática del goce como de la cuestión de los cursos de la pulsión misma. Se observa en el texto que la pulsión es, en todos los casos, autoerótica, encontrando en la figura del perverso polimorfo su representante. Si, como se ha dicho, situarse en el ámbito de lo inconsciente permite superar la oposición placer-displacer, acaso fuera oportuno tomar dicha superación en serio. Desde ahí, podría afirmarse que la pulsión no es otra cosa que producción de goce, con independencia de si este goce es percibido por el sujeto como placer o como displacer. A lo que apunta la dinámica pulsional es, entonces, a la producción de intensidades afectivas no especificadas.

Por otro lado, está la cuestión del objeto de la pulsión que se supone permite distinguir cursos diversos, ya se trate de un curso masoquista o no. Situada la ruptura tanto respecto de la percepción del sujeto como respecto de la oposición placer-displacer, la distinción entre dos cursos diferenciados para la pulsión desaparece. Todo objeto de la pusión aparece como objeto-síntoma. El síntoma ya no es un sustituto del objeto de placer, sino que el objeto, ya sea de placer o de displacer, es, en todo caso, objeto de goce y, por tanto, síntoma. Se observa cómo a partir de la consideración de la pulsión como dinámica afirmativa y productiva, la cuestión del objeto se desplaza. Si toda pulsión es autoerótica, entonces, todo objeto es interno a la propia pulsión. La pulsión produce a su propio objeto en tanto que síntoma. La pulsión goza de sí y todo goce es goce del síntoma. Ya no hay degradación de la satisfacción pulsional, sino sólo producciones variables de intensidades afectivas.

domingo, 7 de febrero de 2010

Pulsión y síntoma

Dejando de lado el supuesto aspecto representativo del síntoma, este aparece como avatar de la pulsión. Habría, desde esta perspectiva un devenir-síntoma de la pulsión. Tomando la cuestión por este lado, habría que despejar qué es la pulsión. Muy brevemente: la pulsión sería una función dinámica, algo así como un vector, una moción a la cual le corresponde un fin exclusivo, la satisfacción. En ese mismo sentido, se puede decir que la pulsión es una demanda, Anspruch, una exigencia: tomada en sí misma, podríamos decir que hay una pulsión que no cesa, una demanda pura de satisfacción respecto de la cual ya no se podría decir a qué Otro se dirige. En ese sentido, la pulsión es profundamente autoerótica, su movimiento es el de un vector que se cierra sobre sí mismo. La pulsión encuentra en sí misma su propio objeto.

Tal es la percepción que se dibuja a través de la figura del perverso polimorfo: una satisfacción cerrada sobre sí misma, una satisfacción que tiene una especie de objeto interno o, para hablar con rigor, un nobjeto. Este nobjeto no es en ningún caso suprimido como tal, sino que figura como un hueco y cierre en el vector pulsional, y puede encarnarse en diferentes objetos que han de ser designados como objetos de la pulsión. Así, es necesario distinguir entre el nobjeto de la satisfacción interna, objeto a minúscula que necesariamente falta a su lugar, y la batería de objetos de la pulsión, los cuales no se definen sino por el lugar que ocupan, por situarse en el lugar vacío de la satisfacción, en el lugar de la falta. La cuestión es, así, una cuestión estrictamente topológica. El nobjeto de la pulsión es un topoi, un lugar mediante el cual la pulsión se cierra sobre sí misma. O, visto desde la otra perspectiva, el lugar de la satisfacción es precisamente un no-lugar, átopos, espacio de tránsito por el cual pueden pasar los diversos objetos de la pulsión. En todo caso, lo que caracteriza a la pulsión es que para ella no hay Otro. La pulsión no conoce sino su propio autoerotismo.

Si, como se ha dicho, la pulsión es una función dinámica, algo así como un vector, y que a esta moción le corresponde un fin exclusivo, la satisfacción autoerótica, entonces, se pueden diferenciar al menos dos vías en función del tipo de objeto de la pulsión que viene a ocupar el espacio vacío del cierre. La distinción se establece entre un curso asintomático de la pulsión, cuando el objeto es objeto de placer, y un curso sintomático, que hace surgir un elemento sustitutivo, un Ersatz, que no es otra cosa que el síntoma. El síntoma aparece como ofreciendo a la pulsión, como en un desvío respecto del objeto de placer, otra satisfacción. Una satisfacción que se presenta como Unlust, como displacer. Esta es la paradoja a la que nos enfrenta el síntoma: el síntoma es una satisfacción que se presenta como displacer. Aquí no se platea qué quiere decir el síntoma, sino cómo trabaja la pulsión. El síntoma sería un modo de funcionamiento de la pulsión. La cuestión se desplaza desde el ámbito de la significación y el sentido, desde la hermenéutica del síntoma, hacia un cierto funcionalismo. La pregunta ahora es ¿cómo funciona la pulsión y qué satisface el síntoma?

A partir de la aprehensión del síntoma como satisfacción pulsional displacentera surge eso que se ha dado en llamar el goce. La noción de goce permite saltar sobre la oposición placer-displacer para abordar la existencia de una satisfacción inconsciente, una satisfacción que se desconoce a sí misma y que se presenta al sujeto bajo la forma de displacer. Así, el curso sintomático de la pulsión mostraría un vector pulsional desviado respecto del objeto de placer. Es lo que Freud denomina degradación del curso de la satisfacción en síntoma, Erniedrigung. Pero, además de esta desviación, con la emergencia del síntoma se produciría un desplazamiento por sustitución: sustitución del objeto de placer por el síntoma. El síntoma vendría a sustituir al objeto.

Desde la perspectiva del goce, lo que para el sujeto aparece como Unlust en el síntoma, como displacer, como sufrimiento, en realidad es un Lust, una satisfacción inconsciente. De ahí que sea perfectamente posible, e incluso habitual, gozar del síntoma o encontrar la satisfacción precisamente allí donde se sufre. Porque la exigencia pulsional en tanto tal constituye una infracción al principio de placer, en la medida en que lo que a su través se exige no es una satisfacción del placer, sino un plus-de-gozar. La pulsión responde a una dinámica de satisfacción inconsciente y, por lo tanto, funciona más acá de la oposición placer-displacer, según la mecánica del goce, del plus-de-gozar.

De ahí que se pueda observar que es el principio de placer lo que se contrapone a la dinámica inconsciente del goce. El imperativo inconsciente de satisfacción encuentra en el principio de placer su límite. El placer es la barrera del goce. Pero hay un resto, una parte de goce que no se puede anular, que mantiene su exigencia, que sostiene la demanda: eso que Lacan llama objeto a minúscula y que constituye el núcleo del síntoma, de su repetición y su persistencia, y que, como se ha apuntado, no es desechable, en cuanto que él mismo es un deshecho, un nobjeto, lo real que todo objeto ocupa pero que ninguno agota ni suprime. Todo objeto de placer falla al goce. De ahí que la desviación de la dinámica pulsional respecto de los objetos de placer no sea un acontecimiento contingente, que el síntoma no sea un accidente, sino que responda al orden de la necesidad. Hay un retorno del goce, de la falta de goce, bajo la forma del síntoma. El curso de la pulsión conduce a la producción sintomática. Y es dentro de este registro que resulta necesario saber arreglársela con el síntoma.
Cf. J.-A. Miller, El partenaire-síntoma.

viernes, 5 de febrero de 2010

Poética de la fisicidad

El cuerpo es una superficie de inscripción efecto ella misma de lo que se inscribe. Es un plano indistinguible de aquello que se dibuja sobre él, efecto de los elementos que lo recorren. En ese sentido, es sólo conjunción fragmentaria de elementos disyuntos. De ahí que sea precipitado incluso afirmar que se trate de tu cuerpo, del suyo o del mío. No hay en origen instancia unificante ni sujeto para una apropiación. Ciertamente existe todo un conjunto tanto de disposiciones internas como de fuerzas externas que lo sobredeterminan y lo constituyen en cuerpo-envoltura, configurándolo como un todo que actúa por serialización sobre los elementos primitivos dispersos. Pero siempre hay algún rasgo asignificante que se escapa, un gesto disonante que no responde a la configuración monótona y funde la aparente solidez de la identidad performada. La envoltura que ofrece un cuerpo-sujeto (fijado a un pensamiento, a un proyecto, a una imagen: en definitiva, a una significación) se ve desbordada siempre por todas partes si se la observa con detenimiento. Los gestos irrumpen modulando según formas nuevas la interioridad expresa. La moción desviante que trazan los gestos y que no hace sino remodelar la corporalidad, sacarla de sus casillas sin llegar a quebrar la unidad constituida por la envolutura, cifra una actitud, un estilo, un modo de ser.

Ahora bien, ese lenguaje cuyos átomos son los gestos, la escritura física del cuerpo, no dice otra cosa que a sí misma. Sin duda, hay toda una producción literaria que al tiempo que construye el cuerpo como plano inmanente de significación, se expresa a su través. Sin embargo, no posee un sentido profundo que hubiera que desvelar mediante más o menos elaborados ejercicios de exégesis. No hay nada que descifrar. Las actitudes, al igual que, como apuntara Char, le ocurre a la poesía, no se interpretan. En el mejor de los casos, se acompañan. El cuerpo-texto es su propia cifra. No es alegoría de nada ni lo que él dice funciona a través del juego de las metáforas. La gestualidad ha de ser leída en su literalidad absoluta, según las melodías que eleva, la economía de su despliegue o los ritmos que transporta.

El cuerpo se configura como un lenguaje, pero no en el sentido de que bajo la serie de los signos habite un significante oculto y móvil. Por eso da igual hablar de gestos o de síntomas. Son lo mismo siempre que se acepte que los síntomas no dicen otra cosa que a sí mismos, y su reparto sólo la configuración del inconsciente en tanto que ente material fluido, cuerpo-objeto y espacio de múltiples producciones histéricas.

Obviamente, el síntoma es una formación del inconsciente, pero lo es en tanto que elemento constitutivo o fragmento expresivo. El inconsciente no responde a una unidad de principio ni a un significante despótico que uniformizaría la lectura. El inconsciente es sólo la lógica inmanente de la sintomatología, de la gestualidad, de la actitud o dinámica corporal. Acaso algo de eso se le escapaba a Lacan cuando abría sus Escritos diciendo que el estilo es el hombre. Pero la clínica, incluso la lacaniana, acostumbra a considerar que el síntoma es un elemento significante que es necesario descifrar, que, una vez descifrado su significado reprimido, puede ser eliminado en tanto que inscripción sin un duro trabajo de duelo. Según semejante perspectiva el síntoma tiene un estatuto simbólico, pertenece por entero al ámbito de lo simbólico. Pero eso es un absurdo. Todo el mundo sabe que no por descifrar el síntoma este desaparece. Que la conciencia, es decir, el desvelamiento del significado reprimido, no suspende el síntoma, sino que el síntoma retorna una y otra vez, ya sea bajo una compulsión de repetición o en función de desplazamientos sorprendentes, de variaciones inesperadas. El síntoma no pertenece al ámbito de la representación. El síntoma no es una metáfora.

El gesto-síntoma (y todo gesto es síntoma) no se sitúa en la dimensión simbólica, mucho menos en el campo de lo imaginario, sino que él remite a lo real mismo en tanto incidencia molecular constituyente del flujo corporal-inconsciente, elemento mínimo en el interior de la moción pulsional.

jueves, 4 de febrero de 2010

martes, 2 de febrero de 2010

Be yourself

John Cassavetes rueda el espacio congestionado sobre un cuerpo: muestra cómo las cuerdas van rodeándolo en una espiral sombría mediante un mecanismo difuso a la vez que gigante --a decir por su peso-- de normalización de la gestualidad y de los afectos. Filma a ese cuerpo-mujer atravesado por la presencia de un conjunto de fuerzas frente al cual cualquier resistencia queda abolida. Nick (Peter Falk) actúa como foco despótico, pero sólo a condición de ser un buen transmisor de una actitud general a la cual muy pocos se oponen y ninguno con la energía necesaria. Nick sabe bien que es bueno tener amigos. Por eso dibuja una alianza terrible concentrando en sí mismo todo el potencial opresivo de la comunidad. La influencia proviene de todos lados. Nick funciona como contramaestre y catalizador.

La estrategia pasa por trazar en torno a Mabel (Gena Rowlands), e incluso en su interior, una vacuola capaz de interrumpir toda expresión alótropa de la fisicidad. La producción de un espacio de incomunicación no es el objetivo, pero es una condición necesaria para fijar el cuerpo y clausurar lo que pudiera tener de vaporoso. El encierro-familiar-bajo-dominio-del cónyuge se demuestra el mejor modo con que arrancar cualquier viso de fuga, un mínimo de actitud discordante, toda afectividad no esquematizada. Pero ante la presión, Mabel responde con bloqueo, y con un giro cada vez más desviante, aunque siempre transido de musicalidad. No es una cuestión de disciplina, aunque haya corrección, grandes y pequeñas violencias que afectan al cuerpo. No se trata de que cocine, haga espaguetis y cuide a los niños. No solo al menos. Son esas tonadillas que ella arrastra lo que ha de ser plegado a la voluntad del cónyuge, que, por otro lado, sólo responde al deseo de tener una mujer-normal. Todo converge hacia el final de la película. Al comienzo Mabel le había dicho que le indicase cómo quería él que fuese ella. "Puedo ser como quiera. Puedo ser lo que quiera. Dímelo tú Nicki", le había espetado cariñosa. Pero él permanecerá en silencio, no respondiendo sino en el tramo final del film, cuando le exige que sea ella-misma --"Just be yourself".

Y, acaso eso es lo más desazonador de la película: la constatación de que la norma funciona por coagulación de los procesos subjetivos y acotación de una identidad monocorde. Al margen de la norma no parece haber sí mismo (self) estático o, mejor dicho, conformado según ritmos seriados que vuelvan en bucle según los tempos del conjunto. Resulta fascinante observar el rostro de Mabel antes de la intervención médica e incluso algo después, luego de que el miedo haya sido inyectado mediante técnicas psiquiátricas en la plástica corporal. Ella siempre parece estar en una zona indeterminada de fluctuación, su cuerpo atravesado de afectos que la conducen hacia otra parte, dispuesta, como en el free jazz, a abrir una nueva línea de improvisación. Ella nunca es ella misma, sino que se encuentra desplazada respecto de sí, inserta en un diferir que la abre a traslaciones imprevisibles, animada por una expansión vibratoria que no acaba de encontrar en el contexto lugar a la resonancia y, una y otra vez, termina perdiéndose en la indiferencia censora del entorno.

El corte individuante que se opera sobre una fisionomía impropia, que no acaba de cuajar o de espesarse en la perfecta correspondencia de sí consigo, que se encuentra en todo momento dispuesta a trasladarse hacia otro lugar, se concentra en el grito de Nick que impele Mabel a que se olvide de los demás y sea ella misma. Pero sólo para, a continuación, revelar cómo la subjetividad ha de quedar fijada a cierta verdad, a su propia verdad. Al primer movimiento de reposición de un centro de gravedad estable y propio le sigue inmediatamente la orden depurada de todo contenido y reducida a su esencia estrictamente formal: "Dame un bu-bu", impele Nick a Mable. Y luego: "Otro bu-bu". Para terminar gritanto: "Hazlo mejor. No. Un bu-bu de verdad". Tras el imperativo del "Debes ser tú misma. Sé tu misma. Habla normal, etc.", respira el ejercicio de un poder desnudo y vaciado de sentido que alcanza lo absurdo, modalidad Ubu rey, lo grotesco, y que se despliega no solo como obligación sino como influencia, como organización sutil de las actitudes, del aura que brota de entre los gestos mínimos, en las microexpresiones de los rostros que dan lugar a las muecas. Nick es tanto más peligroso cuanto que es capaz de percibir --o delirar, poco importa-- lo que "está en el aire". La intervención despótica procede a ese nivel. Al de los pequeños estribillos que flotan en torno al cuerpo, que lo envuelven y lo hacen girar según melodías extrañas. Y a ese nivel parece que sólo son capaces de intervenir los niños. La relación entre Mabel y los niños brilla como la única combinación virtuosa, círculo de afectividad intensa y último foco de resistencia. El padre-marido habrá entonces de mostrar el límite de la estrategia de influencia. La influencia es tierna, amorosa incluso, pero siempre y cuando estas vías resulten efectivas. Frente a ciertas cotas de resistencia Ubu abandona su rostro amable para emitir la amenaza de muerte ante la cual, finalmente, Mabel se pliega y su música se silencia: "Te mataré. Mataré a esos niños hijos de puta".
Cf. J. Cassavetes, A woman under the influence, EE.UU., 1974. 155 min.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia