sábado, 30 de enero de 2010

Preguntas y repuestas

¿En qué épocas se realizan la subsunción real y la formal? ¿La subsunción real no se da a costa de trasladar la formal al tercer mundo? ¿Se podría dar la real sin que existiera la formal?

Los procesos de subsunción del trabajo en el capital se dan siempre de forma tendencial y nunca plenamente clausurada, muchos menos de forma universal. Más bajo el modo del patchwork que de manera lineal y progresiva. Así, se podría afirmar que, tras un primer movimiento desordenado y contingente de acumulación originaria de flujos de valor descodificado y de potencia humana libre (doblemente libre, Marx dixit), la subsunción formal emerge lentamente y de modo puntual, muy localizado, desde el siglo XIV, pero no comienza a hacerse dominante hasta el Renacimiento genovés y, en menor medida, florentino: durante los siglos siguientes se extenderá con relativa rapidez, especialmente a Inglaterra, Alemania y Holanda. Si, simplificando en exceso, se puede considerar que la subsunción formal del trabajo en el capital supone la pervivencia de los modos de producción primitivos, medievales, bajo una nueva forma relacional, la forma-salario, en la que la potencia humana queda capturada como fuerza de trabajo, la cual a su vez aparece como una mercancía objeto de intercambio; lo cierto es que su expansión acontece de manera parcial y siempre determinada, para Marx, por la lucha de clases tanto entre la incipiente burguesía y el proletariado en ciernes (¿proto-proletariado o lumpen-proletariado? Masa-potencia humana sin clasificar, como los pájaros), como entre estas fuerzas aún no especificadas y las clases dominantes del régimen feudal en declive. Desde una perspectiva postestructuralista, la aparición y despegue de la forma-salario se encontraría sobredeterminada por una miríada de conflictos microfísicos en todos los órdenes del socius. Únicamente una vez asentada (naturalizada) la nueva relación de explotación, aunque sea sólo formalmente, en eso que se ha dado en llamar centro del sistema-mundo capitalista, se hará posible, que no necesario, el salto a lo que Marx denominara subsunción real del trabajo en el capital.

La relación-capital, en su implementación estrictamente formal, es decir, bajo la forma-salario, supone la producción de plusvalía absoluta a través de la explotación de la fuerza de trabajo. El problema que lleva aparejada la subsunción formal del trabajo en el capital es que la ampliación de la tasa de ganancia encuentra como tope las posibilidades físicas de la potencia humana. Una vez fijados los salarios al nivel de la supervivencia-reproducción de la fuerza de trabajo, ampliados los horarios laborales e intensificados los ritmos productivos hasta el límite de las capacidades humanas, la producción ampliada de plusvalor se estanca. Es entonces cuando la burguesía, clase revolucionaria por antonomasia, revoluciona la relación-capital. Su revolución, no ya política, sino económica, se llama Revolución Industrial, y supone el paso de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo en el capital. A esta última fase le corresponde la producción de plusvalía relativa. Supone la emergencia de un modo de producción específicamente capitalista. No es ya sólo que el modo de producción sea formalmente capitalista, organizado según la forma-salario, es que lo es realmente. Si esta revolución burguesa se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII, desde la perspectiva aquí precisada, no habría acabado aún, sino que sería una revolución permanente, continuada a través no sólo de la innovación de máquinas informático-semióticas, sino, sobre todo, a través de las biotecnologías. Sólo a partir de las décadas de los 70-80 del siglo XX la dinámica de la subsunción real se habría hecho dominante frente a otras formas de producción de plusvalor.

La hipótesis de una sucesión de fases tradicionalmente aplicada al estudio histórico del capitalismo (acumulación originaria, subsunción formal y subsunción real) no supone la supresión de los estadios previos por los posteriores. Más bien, de lo que se trata es de una superposición de lógicas, en la cual las dinámicas ulteriores implican la refuncionalización de las anteriores. La acumulación originaria no se extingue con la aparición de la forma-salario, ni la forma-salario desaparece con la configuración de un modo de producción específicamente capitalista.

Así, durante el periodo en que en el centro del sistema-mundo capitalista domina la dinámica de subsunción formal, las tensiones e impasses provocados por la lucha de clases parecen obligar a los capitales a una descompresión hacia fuera, hacia la colonización de nuevos territorios según la lógica expuesta por Lenin en su estudio del imperialismo. Ahora bien, el proceso de expansión del capitalismo, su internacionalización progresiva, no sigue un modelo único ni homogéneo. Existen múltiples formas desviadas de implantación del dominio económico burgués. Ejemplar a este respecto resultan las formas de organización del trabajo en los espacios de la periferia del sistema-mundo, en los que la esclavitud (que, obviamente, parece ser a priori una forma propia de la prehistoria capitalista) ha funcionado como el modelo preferido tanto de acumulación de capital y de mano de obra, como, más importante, de producción de plusvalor absoluto. EEUU resulta, sin duda, un campo geográfico privilegiado para la experimentación de estas formas desviadas de dominio capitalista, donde gracias al mantenimiento del régimen de esclavitud se hizo posible la constitución de un polo extremadamente fuerte de capitalismo liberal.

La subsunción formal supone una colonización hacia dentro, mediante normalización de las relaciones de explotación, y una colonización hacia fuera, como imperialismo desviante. Sin embargo, el periodo de la subsunción real del trabajo en el capital se caracteriza por ser postimperialista. La subsunción real no se puede constituir como la dinámica dominante sino tras la consecución del proceso de globalización, en el que el dominio capitalista se extiende a lo largo y ancho del mundo entero, sin dejar espacios geográficos exteriores y haciendo desaparecer progresivamente la distinción entre centro y periferia. La subsunción real, tendencialmente carece de afuera y de centro, se ejerce siempre hacia su interior, colonizando el interespacio en el que nos movemos y somos todos constituidos. Las formas desviadas de explotación (relaciones de servidumbre, de vasallaje, de esclavitud), pero también las nuevas formas de empleo flexible, precario, etc., brotan por doquier en el espacio liso y sin coordenadas del nuevo sistema-mundo capitalista, siempre en función de la intensificación de los procesos de extracción de plusvalía relativa.

En las postmetrópolis hiperdesarrolladas tecnológicamente, organizadas según espacios de consumo acelerado y abundantes en servicios, siempre hay un piso en el que se amontonan cuerpos esclavos, sin nombres ni derechos humanos, como un agujero en el luminoso cosmos dibujado por la forma-salario-modalidad-trabajo-temporal. Del mismo modo, en espacios supuestamente periféricos --países del tercer mundo, países en vías de desarrollo, etc., en terminología periclitada-- se localizan importantes focos de innovación biotecnológica. El capitalismo cubre la totalidad del planeta sin dejar resquicio a una exterioridad inmaculada. Lo cual no impide que numerosas franjas del globo se encuentren sumidas en la más absoluta pobreza, aparentemente abandonadas por el interés económico, ni que los procesos de deslocalización-relocalización de la producción fabril sigan ejerciendo, cada vez con más intensidad, como mecanismo de bloqueo de la ya escasa conflictividad obrera que atraviesa el antiguo centro del mundo capitalista. Con todo, lo que parece caracterizar la actualidad es precisamente la desaparición de las fronteras para el valor: para los capitales así como para las mercancías, incluida la mercancía-fuerza de trabajo, cuya movilidad es gestionada en función de las necesidades de la producción ampliada de plusvalía relativa. Esta modalidad de producción de plusvalor se ejerce a través de la disminución del valor del trabajo socialmente necesario. La tendencia que organiza el conjunto es la reducción, en el límite (imposible) a cero, del coste de la fuerza de trabajo: es decir, la supresión del valor efectuado en salarios directos e indirectos: la eliminación, no de la clase obrera, sino de la especie humana.

lunes, 18 de enero de 2010

Producciones histéricas

Desde un punto de vista psicoanalítico la histeria es la capacidad de somatizar modos de habla inconscientes. Cada gesto, cada aullido, cada sensación, cada modulación de la corporalidad histérica, es legible, así, en función del deseo, un deseo que, para los freudianos, se encuentra determinado a priori por la triangulación edípica. La histérica sería desde esta perspectiva aquella que, en las capas más profundas de su psique, sigue creyendo que la pérdida originaria no se ha producido y que, por lo tanto, el mundo no es más que una metonimia del útero materno, lugar de satisfacción inmediata de todos los deseos, espacio sin carencia.

Ahora bien, ¿qué ocurre si saltamos por encima de la clausura edípica, más allá de las nociones de castración y de complejo que imponen una interpretación uniformizante? Entonces mi cuerpo, ese espacio de inscripción del deseo, sería un campo de expresión literaria, el lugar de toda una serie de producciones histéricas, de modos de habla diversos e impersonales. Dado que el inconsciente es un sustrato anterior al yo, un espaciamiento social anónimo, lo que acontece al cuerpo -a mi cuerpo- es concreción de la potencia conflictiva del socius. No se trata ya de somatizaciones, por cuanto la distancia entre lo que habla y lo que se habla se ha difuminado. El cuerpo-inconsciente emerge como plano de escritura sin autor, texto material en contante transformación, declive y recomposición según una poética las más de las veces repetitiva, monomaníaca.

Mi cuerpo es él mismo efecto de una productividad histérica dinámica, organizada según ritmos orgánicos y pulsaciones concretas, pero también interferida de continuo, cortocircuitada por ruidos inármónicos que invocan a nuevas formaciones, otras figuras. Las variaciones y las modulaciones de los motivos, insertas en bucles de secuencias, en sistemas seriales como grandes estribillos, instituyen una coreografía interior que no acontece en el tiempo, sino que compone ella misma en lo inmediato fragmentos de tiempo. Sensaciones de mareo, los dolores y angustias, el anuncio del vómito o supuestos accidentes, pero también estados más o menos próximos al éxtasis gozoso o aproximaciones a la tranquilidad, son creaciones patafísicas de una subjetividad afectiva permeable, advenida ella misma a partir de una miríada de agentes materiales primitivos. Nada de lo que ocurre al cuerpo, nada de lo que cuenta el cuerpo, su plástica, es otra cosa que transcripción de un deseo múltiple y sin nombre alumbrada según trayectorias muchas veces destructivas.

domingo, 17 de enero de 2010

Les talismans


Una joya el tipo que cuelga estas cosas. Mientras leo Techno rebelde, de Ariel Kyrou, me encuentro con músicas inesperadas en el cajón de sastre que es la red. No es una mala forma de pasar el sábado noche.

viernes, 15 de enero de 2010

Receptáculos atógenos

Leo la teoría de las esferas de Peter Sloterdijk. Me chirría la jerga pseudoteológica que maneja casi tanto como la preeminencia ontológica que parece conceder a la intimidad frente al afuera. Sin embargo, me interesa sobremanera, ahora, la reflexión general en torno a la producción de espacios de inmunidad y la construcción de nichos ecológicos a partir de los cuales la emergencia de la subjetividad vendría a producirse y a reformularse de continuo. Nadie se autoconstituye sino en relación a otro, a partir de una burbuja cuando menos diádica: bipolar o multipolar. El espesor subjetivo aparece a partir de juegos de resonancia y sólo a raíz de la compartición-repartición íntima del espacio.

El análisis esferológico muestra cómo no somos sino efecto del ensambaje de espacialidades interiores ya a priori plurales. Cómo todo individuo se encuentra, paradójicamente, dividido en origen, siendo continente y contenido de los pares con los cuales forma burbuja. La pluralidad, aunque sea binaria, antecede al sujeto unificado, que en ningún caso se autonomiza plenamente. Los seres humanos requieren para existir de la formación de habitáculos en los que convivir en la medida en que dichas clausuras suponen la irrupción de sistemas de inmunidad frente al caos exterior, de microclimas cálidos frente al frío afuera. El drama de las microesferas reposa en que estas comunidades exhaladas llevan en sí mismas el principio de su propia destrucción.

"Entre los dos íntimos --escribe Sloterdijk-- se introducen objetos de transición, temas nuevos, temas accesorios, multiplicidades, nuevos medios; el espacio antes íntimo, simbiótico, atravesado por un único impulso, se abre a la diversidad neutra... lo nuevo viene siempre al mundo como algo que trastorna simbiosis previas".

La imposibilidad para los seres humanos de existir en el frío afuera, exige la habilitación de nuevos espacios íntimos en los que reconfigurar la subjetividad compartida, la producción de otros receptáculos autógenos desde los que transitar hacia el futuro. Hoy, que vivimos en un mundo de espuma, en el que multitud de ínfimas burbujas se dan descentradas, móviles y volátiles, se hace más necesario que nunca la modelación de nuevas parcelas de inmunidad, estirar la capacidad de reinvención y de inflamación de pompas cálidas. Lo cual no indica que debieran mantenerse inalterados los espacios constituidos, sino que, al contrario, ante la inevitable irrupción del afuera y el ineludible deterioro de lo que hay, parece conveniente la autoprogramación de una subjetividad permeable, por cuanto en el ámbito de una compeljidad espumosa, sólo la intensificación de los mecanismos de metabolización de los flujos invasivos, la eliminación de toxinas y la aceptación de antes ignoradas adicciones maquínicas parece permitir el refuerzo anímico.

sábado, 9 de enero de 2010

El Gran Enfermo

Recuerdo mal la película. Simón del desierto, de Buñuel. Para un ateo como yo, en principio, resultaba, sin duda, divertida. Una película de humor. Me doy cuenta ahora de qué lejos estaba de entenderla. De cuán ciego había permanecido ante la punzante verdad que en ella se desvela. Simón del desierto es una tragedia, terrible. La nuestra. Es la historia de nuestro fracaso. El dibujo preciso del origen de nuestro dolor. Al final el mal se impone y, como un último testigo antes del apocalipsis, el hombre, acaso de una vez y para siempre, permanece para ver su propia derrota. El triunfo del demonio no es sino nuestro mundo, nuestra vida: nosotros.

Nada importa aquí la parafernalia religiosa. Lo que se muestra se hunde en las raíces mismas de una cultura muy anterior a la cristiana. De lo que se trata es del hombre frente a sí mismo. No hace falta estudiar demasiado para saber que la problemática en torno al deseo es muy anterior al auge del cristianismo. Que este último no hace sino retomar, es cierto que introduciendo importantes cambios, una cuestión abordada ya desde Antístenes, Aristipo o Platón, desde esa rara caterva de vividores --pues acaso no haya otro sinónimo para la palabra filósofo-- que aprendieron de Sócrates que el único problema es el problema de la virtud, ese que, inscrito en el templo de Apolo, resume lo poco de digno que ha alumbrado nuestra civilización.

Y tal vez no otro que Epicuro --ese Gran Enfermo, amante incondicional de la vida, ese que la cristiandad tanto odió-- ha sido quien de modo más riguroso ha perfilado las aristas del problema: a parte de la de Diógenes el Perro, no encuentro otra reflexión más lúcida en torno a la cuestión del deseo. Pudiera ser necesario conocer hasta el fondo el dolor de la existencia para desplegar una mirada absolutamente alegre, un sí rotundo, sin peros ni excusas, una afirmación sin fisuras, un hedonismo sin sumisión. Me obsesiona, por ello, hoy la reflexión epicúrea en torno a las modalidades del placer, la exigencia de un ascetismo extremo, la obligación ética de renunciar a todo aquello que no sea estrictamente necesario. Como los cínicos, Epicuro parece saber que sólo a partir del dominio de todo deseo es posible el disfrute verdadero, que los placeres, siempre que no son necesarios, encierran un núcleo oscuro que conduce directamente a la insatisfacción, a la esclavitud: fuente esta del más terrible dolor. Las palabras que de la antigüedad nos llegan lo expresan mejor: "A quien no le basta con poco, con nada le es suficiente".

Pero nosotros no somos ni podemos ser epicúreos. La oportunidad para una vida virtuosa se encuentra quizá para siempre ya clausurada. Los ejercicios ascéticos que requiere una vida despojada de esos deseos que son sólo germen de frustración se han hecho imposibles. Simón del desierto narra la historia de ese fracaso. La derrota del hombre. Su pérdida definitiva del dominio de sí. La verdad de nuestro mundo, moviéndose compulsivamente al son que la tentación impone, no es otra que la de la imposibilidad constitutiva de conformarnos más acá de los automatismos sociopolíticos que gestionan, que producen, más y más excitación, más y más deseo, más y más frustración. Viviremos en el dolor. A pesar del dolor. Esclavos de nosotros mismos. Hambrientos siempre. Sin remisión.

miércoles, 6 de enero de 2010

Extraños todos

En realidad, la canción de Radiohead --sus guitarras-- ya lo dice todo. Importa exclusivamente sentirnos extraños: permanecer siempre fuera de lugar. Porque sólo desde ahí, desde el otro lado de nosotros mismos es posible la vida, el encuentro, la experiencia del no lugar en que la alteridad habita. En las últimas noches de insomnio la canción se ha repetido, --I'm a creep--, como una ruleta, como el giro de los dados que nombrara esa rara voluntad de poder que Bataille llamase voluntad de suerte: jugar a saltar sobre el límite infranqueable de nosotros mismos, apostar por la transgresión de lo que somos para devenir diferentes en la confrontación con el cuerpo ausente, como en un proceso quirúrgico que nos arrastra y nos moldea, que nos trastoca el rostro, que convoca a nuestra mandíbula hacia un nuevo territorio. Es sobre ese campo difuso del acontecimiento que se hace posible la fractura con lo que somos. Y, a partir de ahí, la experiencia límite de la satisfacción, de lo real, de lo imposible.

Podría seguro pretender eludir el cambio, hacer como que nada ha ocurrido, ignorar lo que sucede e insistir en la reacción, tal vez incluso en el reactivo deseo de venganza. Prefiero, sin embargo, instalarme tras lo ocurrido, cabalgar la línea recién abierta, profundizar en la falla. Pues aquí el dolor ya no importa. Sólo una gran afirmación nietzscheana repetida sobre el espacio sin profundidad de nuestra inmanencia, en la zona sin espesor de un volvería a vivirlo, de un "sí ha merecido la pena". Porque no ha sido sino en el tiempo detenido de la tragedia, allí donde, como a Edipo, el trauma desvela que uno no es quien creía que era, donde con más intensidad han brillado los mensajes recibidos y enviados, el encuentro de los cuerpos queridos y añorados, la luz solar que de uno mismo brota, la sonrisa sin espanto, la verdad fúlgida y mineral de la mirada afectuosa.

lunes, 4 de enero de 2010

Sin anestesia

Nuestro tiempo es como el que se dibuja bajo la luz blanca y uniforme del hospital. Duración desnuda. Ausencia de coordenadas. Presente sin movimiento. Espera en el vacío insomne.

Y, sin embargo, una y otra vez el acontecer se filtra según los flujos variables de la ternura y del cariño. También de la desidia, la traición o la impotencia. A través del espacio liso en que se extienden nuestros deseos, por definición fallidos, sólo la composición de alianzas capaces de revitalizar los conatus interpone un criterio racional frente al desvarío. No hay más ley que la que se deriva del imperativo de apoyo mutuo.

Por ello es necesario aprender a seleccionar las franjas desde las que desplegar los contratos físicos tanto como las singularidades con que articular la existencia propia. En un mundo sin segmentaciones todo sucede una sola vez. No hay segundas oportunidades. Ni importan un carajo las buenas intenciones. Los trenes, si se cojen, lo cual no siempre es fácil, siempre se cojen en marcha, a medio camino y con destino incierto. Hay que estar en disposición de apostar, de enfrentar el riesgo y, sobre todo, de asumirlo llegado el momento.

Y no hay nada que justifique no hacerlo. Todo lo demás es mera excusa con que cubrir la propia cobardía, la mala fe según la expresión sartreana. Al menos aquí Lacan no parece estar muy lejos del existencialista: toma las riendas de tu vida o no, poco importa; pero no esperes perdón alguno, pues la moral --el bien y mal-- es una patraña, dios ha muerto y nadie va a salvarte de lo que eres ni a resolverte la papeleta. Independientemente de lo que hagas no surgirá el deux ex machina. Ya sólo estás tú con tu deseo, tus actos y sus consecuencias..

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia