Hablar del futuro es necesariamente desplazarse hacia el terreno cenagoso de la ficción. La temporalidad es sólo actualización de la contingencia y apertura a lo inesperado. Escribir sobre el futuro se hace, como todo lo demás, en presente, aquí, ahora, de una vez y para siempre. Pero, por ello mismo, el presente, al menos desde el punto de vista analítico, no puede concebirse como instancia unidimensional. Cualquiera que, como yo, se haya formado en el materialismo lucreciano sabe que el presente se encuentra desdoblado en al menos dos dimensiones: el presente histórico, donde se congregan todas las determinaciones del pasado, a donde llegan y donde son todas la fuerzas, y se coagulan; y el presente, digamos, profético, actual o inactual, intempestivo, en todo caso el presente como indeterminación o clinamen, acontecimiento, libertad absoluta, no de la persona ni del sujeto, sino del Ser material. Natura naturata frente a Natura naturans, en la lección spinoziana. Presente-ser frente a Presente-devenir. Lo real-ahora como producto o lo real-ahora como producción, como emergencia. La dificultad insalvable a que se enfrenta el analista y, aquí, más en concreto el analista político, proviene del hecho irrevocable de que no se puede hablar con verdad acerca de esa dimensión de lo real que es proyección transformadora, construcción de futuro. Sólo a través de la descripción de las determinaciones que el pasado, lo que ya no es, impone sobre el presente se hace accesible, por escansión, como en una teología negativa, esa dimensión del presente que es por venir.
Cuando las fuerzas del pasado nos
alcanzan, tal y como ocurre hoy, según coligaciones altamente
conflictivas la percepción de la temporalidad como monotonía se
disuelve, intensificándose la creencia en que se ha producido una
apertura de los posibles. Más eso es mera creencia, delirio, pues lo
posible no se dice en plural. Lo posible es, indefectiblemente, uno. No
pueden pasar varias cosas. Sólo una. Cuál, eso permanece indeterminado, indecidible. Y, sin embargo, la construcción de ficciones políticas, asentadas sobre una analítica de lo que ya es, del presente histórico que está dejando de ser, supone una intervención directa sobre esa otra parte del presente que es devenir, actualización de un posible indeterminado. El lenguaje es acción. Performance constituyente. Modificación del ser material. Puede por ello merecer la pena tratar de responder a la pregunta por el futuro, nuestro futuro, ese en el que ya no seremos los mismos. Así, concedidas las precauciones, ¿qué va a pasar? Y, para responder, para nuestro ejercicio de ficción política, ¿qué está pasando? Y, más en concreto, especificando ya el interés que moviliza a este texto, ¿qué está pasando en el territorio acotado por el Estado español?
No hay espacio aquí, no es lugar éste, para hacer una descripción pormenorizada de la compleja multiplicidad de fuerzas que se coagulan y conforman nuestra actualidad política. Se puede, con todo, apuntar algunas líneas gruesas. El proceso de acumulación por desposesión que viene afectando al siempre fragmentado cuerpo social que habita el territorio español ha disparado al alza la intensidad de los conflictos no sólo entre los de abajo y los de arriba, diferencia ésta sin duda demasiado espesa que manejamos sólo por su utilidad. Sin duda, los promotores principales del actual proceso de acumulación de la riqueza colectivamente producida que se acostumbra a llamar crisis no son otros que los grandes capitales financieros desterritorializados. Estos tienen sus sedes de relativa seguridad, como Wall Street, la City londinese, etc.; pero, no pueden acometer su reproducción ampliada sino saliendo fuera de estas sedes, reterritorializándose en cualquier otra parte. Estos capitales se realizan de diversos modos, ya sea mediante financiación e inyección de capitales o mediante extracción de renta abstracta. En todo caso, gestionan los tiempos de abundancia así como los periodos de devaluación de los territorios bajo su dominio, de los territorios en que se posan.
Es obvio que vivimos en un periodo de fuerte devaluación. Durante este tipo de períodos el Estado cobra una importancia aún mayor que la que tiene en los periodos de abundancia crediticia. Por un lado, es instrumento esencial para llevar adelante la privatización de los bienes producidos colectivamente y las transferencias de riqueza desde los de abajo hacia los de arriba. Por otro, el control de los conflictos que puedan surgir durante estos procesos de desposesión requiere de un aparato militar-policial suficientemente efectivo. Las élites nacionales toman a su cargo la transferencia de riqueza hacia los que siempre fueron sus legítimos propietarios, los amos del dinero, el capital financiero.
Ahora bien, el Estado no es una máquina transcendente respecto del cuerpo social que actuaría sobre él desde arriba; al contrario, es más bien un efecto de superficie derivado de la unidad más o menos coherente de una multiplicidad de pequeños dispositivos con funciones diversas. Pero si la unidad del Estado es, como se ha dicho, sólo más o menos coherente; actualmente asistimos a una lucha interna entre élites nacionales que se ha especificado con contundencia en el caso de la publicación de los sobresueldos en dinero negro repartidos entre miembros del Partido Popular y, entre ellos, a gran parte de los miembros del Gobierno del Estado, alcanzando al Presidente del Gobierno, quien se ha visto obligado a asegurar que lo publicado "es falso", y que no dimitirá. La descoordinación entre élites nacionales supone un fuerte deterioro de la capacidad del Estado para gestionar eficazmente los procesos de desposesión que ya están en marcha. Sabemos, entre otros motivos porque así ha sido afirmado explícitamente desde las más altas instancias, que el gobierno de Rajoy no gobernaba, en el sentido de que no decidía de modo soberano, sino que simplemente administraba según los imperativos de los grandes intereses internacionales y, muy específicamente, de los intereses de los capitales europeos y alemanes. El deterioro de su capacidad de gestión supone un riesgo para los intereses del capital financiero. La fragilidad del gobierno desactiva relativamente la función de mediación y pantalla que el Estado juega en el proceso de transferencia de riqueza y acumulación por parte de los capitales desterritorializados. Las resistencias de quienes están siendo desposeídos corren el riesgo de descontrolarse.
En breve. Si la conflictividad se desarrolla entre los capitales internacionales desterritorializados y las poblaciones enmarcadas en un territorio, el Estado-nación juega un papel fundamental, en la medida en que traslada los intereses de las fuerzas deslocalizadas inscribiéndolas en el territorio concreto. La falla en la coherencia interna al Estado permite a las poblaciones desposeídas enfrentarse de manera más directa a quienes los desposeen. En esta coyuntura, aquí empieza la ficción, se pueden imaginar ciertos escenarios futuros. Sólo uno posible. O quizá ninguno. Quizá lo posible, no esté aquí imaginado. Pero, al menos a corto plazo, las opciones que somos capaces de imaginar son limitadas. Imaginemos, por tanto. El gobierno se mantiene a pesar de su escasa credibilidad y el fuerte deterioro de su legitimidad. Esto introduciría un grado de inestabilidad social y política que reforzaría las resistencias frente a la desposesión y facilitaría la continuidad de la construcción desde abajo de una potencia antagonista. El gobierno se disuelve y se convocan elecciones generales con el objetivo de recuperar la legitimidad parlamentaria. Sin duda, esto introduciría de manera inmediata una imprevisibilidad altísima de efectos difícilmente calculables. ¿Se recodificaría la conflictividad en términos partidistas y electorales, desactivándose posteriormente la potencia de los movimientos sociales? O bien, ¿se rearmaría según composiciones nuevas el proyecto de profundización democrática que se exige desde abajo? El gobierno se disuelve y el parlamento instaura un gobierno técnico, títere de los intereses del capital internacional y de los grupos de presión europeos. Esta opción, aunque pueda parecer que reduce la imprevisibilidad e instaura una administración estable al servicio de la desposesión, sin embargo tiene como debilidad insalvable su nula legitimidad democrática y permite a las poblaciones enfrentarse de modo directo con las élites europeas e internacionales, saltando así sobre el obstáculo de las élites nacionales. O quizá lo único posible es ya la disolución de las relaciones de explotación,
la destrucción del Estado, el relumbrar de colectividades de democracia radical y autonomía, la exuberancia de formas productivas del común entre diferentes, a cada cual y de cada cual conforme a sus deseos.
En cualquier caso hay que tener ciertas cosas en cuenta que no porque sean más obvias es menos importante traer a la memoria. En primer lugar, recordar que, a pesar de la dureza de los conflictos que puedan darse entre élites nacionales o entre élites nacionales y élites internacionales, los intereses del capital priman; y, cuando estos peligran, las élites no pueden sino obedecerles y alcanzar acuerdos. Las contradicciones entre capitales no son tales, son sólo competiciones. Frente a un incremento en la conflictividad entre el capital y la vida, esas competiciones quedan en suspenso. Los disensos entre los poderosos se esfuman tan pronto como los sin-parte ponen en riesgo el proceso de acumulación ampliada de capital. A pesar de todo ello, a pesar de la, en el límite, inquebrantable unidad de clase de los capitalistas, o precisamente por ello, lo que está por venir no será definido sino a partir de la acción de los de abajo. Hay un movimiento de destitución del gobierno actual abierto. Qué fuerzas sean las que impongan la transformación decidirá quién tendrá ventaja en el siguiente escalón de la lucha. Si la modificación viene impuesta gracias al crecimiento de la tensión de las luchas populares, a la profundización en la organización autónoma y democrática de los movimientos sociales y al incremento cuantitativo de las potencias refractarias, el tiempo favorecerá a los desposeídos.
No seré yo quien pretenda dar respuesta a la pregunta de origen leninista sobre qué hacer. Las fuerzas antagónicas al orden de desigual acumulación de poder y riqueza se despliegan siempre con independencia de las más o menos brillantes ideas de los que escriben. No sabría decir si sería mejor ir hacia una unidad de las luchas en un sólo frente concentrando con ello las fuerzas en un punto estratégico o conducir la conflictividad más bien hacia la dispersión de las luchas y los grupos en favor del desorden guerrillero. Tampoco si resulta oportuno alentar formas más explícitas de antagonismo activo u optar por mantener el proceso de acumulación numérica que hasta ahora han facilitado las políticas de un conflicto de baja intensidad. No sé muchas cosas. Ni falta que hace. No me corresponde a mí, porque no le corresponde a ningún particular, decidir en qué línea de fuga cabalgará el antagonismo. Eso habrá de ser una decisión colectiva, producto común porque elaborado entre todas las fuerzas resistentes implicadas, a través de sus acuerdos tanto como de sus desacuerdos. Pero sí creo saber una cosa. Que la cosa va en serio. Que, al final, lo que permitirá la salida virtuosa será fundamentalmente una cuestión de actitud. Desprendernos de lo que en nosotras pueda haber de naíf, abandonar esa pose de inocentes que no es sino expresión de estupidez, de impotencia, es un imperativo inexcusable de nuestras luchas. En juego está nuestro bienestar. Nuestra vida. La de todas. La de ninguna. Nuestra vida-en-común. La de cualquiera. Hay que jugar a ganar. La hora es propicia. Las consignas son las mismas de siempre. No hacer prisioneros. No tener piedad con el enemigo.
1 comentario:
La grandilocuencia no mejora el género.La socio-economía no es un sistema natural. Hay que gestionarlo. Y si esos sociatas revestidos de identidad y no sé qué tiraron la toalla y nos dejaron en las últimas, todo lo demás sobra, pues su único estatuto es la cháchara.
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