Sin duda, vestir bien es de suma importancia: significa tomar posición, comenzar a luchar, insertarse en el campo de batalla político. Se puede encontrar por ahí un texto muy interesante de Wu Ming sobre estas cuestiones titulado El estilo como arte marcial. Lo cierto es que la problemática del vestido ha sido y es capital a la hora de abordar los procesos de constitución subjetiva. Pero todo el mundo sabe que lo de verdad relevante no es el traje sino la percha. De hecho, entrar a juzgar a la gente por la ropa que viste supone asumir el riesgo de convertirse, no ya en un reaccionario, sino en lo que es mucho peor, en un estúpido. Porque lo que resulta políticamente interesante es cómo cada cual lleva lo que se pone: en último término, lo que cada cual hace de sí mismo.
Ahora bien, no hay que olvidar que uno mismo, el propio cuerpo y, más en general, la propia existencia, no son menos artificiales ni están menos sometidos a los vaivenes de la moda que el último diseño de la última marca. En el fondo, la moda no es más que el estilo dominante, efecto de superficie en el mar de los combates. El canon del gusto o su colapso parecen responder al estado de las luchas. Todo nuestro cuerpo se forja conforme a los imperativos de la vida posmoderna. Cada uno de nuestros gestos responde a las exigencias de un poder incorporal que nos cerca y configura.
Hoy se imponen modelos enlatados para existencias diversas. Hay mucho donde elegir. Una vida de aventuras, con inmersiones en las playas cristalinas de Sipadan, saltos al vacío sobre el desierto de Kara Kum o expediciones a través de las selvas de Darién. Una vida dedicada a la intensidad del placer sexual, a los encuentros fugaces entre desconocidos, a juegos eróticos largamente preparados. Pero también están las más habituales existencias, dedicadas a fomentar la cálida placidez del hogar, la compañía firme de la pareja, la responsabilidad satisfecha de la camada. Incluso se puede optar por esa forma de ser densa e inquisitiva, de quienes, como Bataille, ríen porque su melancolía es excesiva, del intelectual que trata pacientemente de despejar las sombras que se ciernen sobre la imagen del mundo, de aquellos brujos solitarios, en definitiva, que pierden las horas entre lecturas, rebuscando preguntas, entretejiendo cosmologías.
Difícil resulta hoy trazar un existir refractario que no apunte directamente a la marginalidad o al suicidio. O que no persista como experimentación personal y por ello mismo inútil, instante abocado desde siempre al recuerdo autocomplaciente de quien se arrodillará ante la férrea lógica de lo posible. Acaso sólo reste el trazo de algunos gestos dispersos y anónimos a partir de los cuales comenzar a danzar el baile inmóvil de la subversión: brillan en mi retina la sonrisa inteligente frente al profesor ofuscado, el movimiento leve de una mano que roza otra mano y la acoge hospitalaria, la mirada feroz contra el policía, la lengua que acaricia un clítoris despierto, el aullido silencioso que en forma de pintada es abandonado sobre la pared de la ciudad para expresar el odio y fomentar su contagio.
Ahora bien, no hay que olvidar que uno mismo, el propio cuerpo y, más en general, la propia existencia, no son menos artificiales ni están menos sometidos a los vaivenes de la moda que el último diseño de la última marca. En el fondo, la moda no es más que el estilo dominante, efecto de superficie en el mar de los combates. El canon del gusto o su colapso parecen responder al estado de las luchas. Todo nuestro cuerpo se forja conforme a los imperativos de la vida posmoderna. Cada uno de nuestros gestos responde a las exigencias de un poder incorporal que nos cerca y configura.
Hoy se imponen modelos enlatados para existencias diversas. Hay mucho donde elegir. Una vida de aventuras, con inmersiones en las playas cristalinas de Sipadan, saltos al vacío sobre el desierto de Kara Kum o expediciones a través de las selvas de Darién. Una vida dedicada a la intensidad del placer sexual, a los encuentros fugaces entre desconocidos, a juegos eróticos largamente preparados. Pero también están las más habituales existencias, dedicadas a fomentar la cálida placidez del hogar, la compañía firme de la pareja, la responsabilidad satisfecha de la camada. Incluso se puede optar por esa forma de ser densa e inquisitiva, de quienes, como Bataille, ríen porque su melancolía es excesiva, del intelectual que trata pacientemente de despejar las sombras que se ciernen sobre la imagen del mundo, de aquellos brujos solitarios, en definitiva, que pierden las horas entre lecturas, rebuscando preguntas, entretejiendo cosmologías.
Difícil resulta hoy trazar un existir refractario que no apunte directamente a la marginalidad o al suicidio. O que no persista como experimentación personal y por ello mismo inútil, instante abocado desde siempre al recuerdo autocomplaciente de quien se arrodillará ante la férrea lógica de lo posible. Acaso sólo reste el trazo de algunos gestos dispersos y anónimos a partir de los cuales comenzar a danzar el baile inmóvil de la subversión: brillan en mi retina la sonrisa inteligente frente al profesor ofuscado, el movimiento leve de una mano que roza otra mano y la acoge hospitalaria, la mirada feroz contra el policía, la lengua que acaricia un clítoris despierto, el aullido silencioso que en forma de pintada es abandonado sobre la pared de la ciudad para expresar el odio y fomentar su contagio.