Partículas elementales de la existencia, los gestos trazan una superficie que es exterioridad pura, afuera absoluto, espacio abonado al azar y la dispersión. Sin embargo, nuestras vidas se encuentran organizadas según series gestuales perfectamente previsibles, codificadas en función de un sentido único más allá de cuya hegemonía sólo resta absurdo e irracionalidad. Bien delimitadas están las fronteras de lo posible. No huiremos sobre navíos de velas rojas a través de mares inexplorados ni transitaremos la jornada festiva que antecede a la revolución. Sin embargo, el despliegue de esa gestualidad adecuada al orden instituido no acontece sin fallas. Una y otra vez lo posible se quiebra, dejando relucir la contingencia de las determinaciones impuestas.
Los gestos refractarios abren una grieta en el orden del mundo, bloquean el sentido que impera sobre nuestras vidas. El escupitajo a la cara del jefe o la inyección de testosterona pueden abrir por un instante las fronteras entre lo que se puede y lo que no. En último término, la impugnación de los estrechos límites de lo posible parece pasar en todo caso por el sabotaje de uno mismo, por desligarse de los gestos que nos constituyen: animales obedientes, cuerpos domesticados. Devenir refractario requiere de un gesto imposible.
Con todo, ciertos gestos, al tiempo que impugnan el sentido hegemónico tienden a reducir el campo de lo posible, apuntando al naufragio. Siendo en sí mismos insignificantes, su proyección depende de la composición en que se hallen inscritos. Así, ocurre frecuentemente con los gestos repetidos de modo compulsivo, que dan lugar a algo semejante a eso que los físicos teóricos llaman horizonte de sucesos. El horizonte de sucesos es la línea imaginaria que rodea a un agujero negro dibujando una zona de sombra en la que la luz queda atrapada: representa el punto de no retorno a partir del cual no se puede sino caer hacia el interior. Del mismo modo, ciertos gestos, aún cuando suponen una revocación del sentido que gobierna como sentido despótico, si bien constituyen una irrupción de lo real-imposible, no se despliegan sino siguiendo una trayectoria de caída, como una implosión del propio código dominante, pero que tan sólo despierta al colapso de uno mismo.
Si es cierto que toda oportunidad de escapar a las series gestuales que nos conforman como sujetos sometidos resulta preciosa, no por ello dejar de ser necesario atender a los peligros que por doquier asedian. El escupitajo sobre la cara del jefe puede insertarse en una serie que haga de él un gesto de rebeldía, un ejercicio de resistencia y afirmación de la propia potencia. Mas también puede quedar inscrito como tránsito hacia la marginalidad o ademán idiota. Imprescindible resulta atender al modo en que los gestos pueden desarrollarse en una concreta coyuntura, a su impacto sobre uno mismo y sobre el contexto, y, en definitiva, a sus efectos. En todo caso, se trata de permanecer más acá del horizonte de sucesos, reincidiendo en aquellos gestos que definen posiciones de sujeto virtuosas, que disparan devenires afirmativos y rebeldes, que anuncia el estallido del común anonimato en una heterogeneidad alegre.
Los gestos refractarios abren una grieta en el orden del mundo, bloquean el sentido que impera sobre nuestras vidas. El escupitajo a la cara del jefe o la inyección de testosterona pueden abrir por un instante las fronteras entre lo que se puede y lo que no. En último término, la impugnación de los estrechos límites de lo posible parece pasar en todo caso por el sabotaje de uno mismo, por desligarse de los gestos que nos constituyen: animales obedientes, cuerpos domesticados. Devenir refractario requiere de un gesto imposible.
Con todo, ciertos gestos, al tiempo que impugnan el sentido hegemónico tienden a reducir el campo de lo posible, apuntando al naufragio. Siendo en sí mismos insignificantes, su proyección depende de la composición en que se hallen inscritos. Así, ocurre frecuentemente con los gestos repetidos de modo compulsivo, que dan lugar a algo semejante a eso que los físicos teóricos llaman horizonte de sucesos. El horizonte de sucesos es la línea imaginaria que rodea a un agujero negro dibujando una zona de sombra en la que la luz queda atrapada: representa el punto de no retorno a partir del cual no se puede sino caer hacia el interior. Del mismo modo, ciertos gestos, aún cuando suponen una revocación del sentido que gobierna como sentido despótico, si bien constituyen una irrupción de lo real-imposible, no se despliegan sino siguiendo una trayectoria de caída, como una implosión del propio código dominante, pero que tan sólo despierta al colapso de uno mismo.
Si es cierto que toda oportunidad de escapar a las series gestuales que nos conforman como sujetos sometidos resulta preciosa, no por ello dejar de ser necesario atender a los peligros que por doquier asedian. El escupitajo sobre la cara del jefe puede insertarse en una serie que haga de él un gesto de rebeldía, un ejercicio de resistencia y afirmación de la propia potencia. Mas también puede quedar inscrito como tránsito hacia la marginalidad o ademán idiota. Imprescindible resulta atender al modo en que los gestos pueden desarrollarse en una concreta coyuntura, a su impacto sobre uno mismo y sobre el contexto, y, en definitiva, a sus efectos. En todo caso, se trata de permanecer más acá del horizonte de sucesos, reincidiendo en aquellos gestos que definen posiciones de sujeto virtuosas, que disparan devenires afirmativos y rebeldes, que anuncia el estallido del común anonimato en una heterogeneidad alegre.
1 comentario:
Hay que tener cuidado con nuestro comportamiento, pero hay veces que, como animales que somos, aprendemos mucho con la téctica del castigo, aunque no la considero la más adecuada.
La barrera de lo posible se extiende a lo que ya tenemos a los descubrimientos futuros, para encontrar paraisos perdidos, ya tenemos nuestra imaginación, que, en teoría, no tiene límites.
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