Acaso en el gesto, en ese fragmento mínimo --el más pequeño posible-- de corporalidad, se encuentre el secreto flotante, inaprehendido pero no oculto, de toda belleza, de una existencia hermosa. Pienso en el samurai solitario trazando con su espada el arco perfecto, mas también en la chica cuyo paso inspira canciones o el deseo de otra vida. Pienso en el gesto de quien escribe y en ello se transforma, como Kafka, en literatura, o en la mirada del que posa para una fotografía imaginando que su sonrisa habrá de perdurar y ser celebrada. Mas no es hoy el día adecuado para extenderse en esos movimientos ínfimos a partir de los cuales se expresan modos de ser potentes, experiencias virtuosas y alegres. Más oscuros son los gestos que ahora me ofuscan. Porque también el horror irrumpe a través de esos pedazos ínfimos de existencia, trazas de una mundanidad que relumbra en sufrimiento.
No me refiero al puño que golpea al inocente, ni a la orden que impone destrucción. Tampoco al gesto que extermina. Otro momento más propicio habrá para indagar en la estrecha relación del poder y el gesto. El horror del que hablo ahora es más sencillo, más cotidiano, aquel que trasluce junto a cada vida, independientemente de lo que a esta le haya tocado en suerte. Es la verdad que respira bajo el pecho, pero sólo en privilegiados instantes se revela, pues pareciera que su olvido es condición necesaria para persistir en la teatralidad de obligaciones y horarios.
Hay gestos que merecen una atención particular porque en ellos lo real penetra desabaratando las tramposas composiciones de lo imaginario. Entre ellos se encuentra el tic nervioso, ese gesto repetido hasta la saciedad mediante el cual el cuerpo descontrolado se rebela en un ademán mínimo que persigue llenarlo todo, que una y otra vez hace saltar la aparente continuidad del tiempo y de la consciencia. El tic expone un malestar presubjetivo a la vez que introduce una fractura en la comunicación: muestra, antes que nada, una dificultad para plegarse a las exigencias del contexto, pero ello lo hace a expensas de quien es su soporte, de aquel que realiza el propio gesto. Llevado al límite, el tic, que tendencialmente busca ocupar todo el espacio de la existencia, acabaría por hacer imposible cualquier otro movimiento, bloqueando definitivamente toda estructura consciente y, por ello mismo, toda relación con el mundo.
No me refiero al puño que golpea al inocente, ni a la orden que impone destrucción. Tampoco al gesto que extermina. Otro momento más propicio habrá para indagar en la estrecha relación del poder y el gesto. El horror del que hablo ahora es más sencillo, más cotidiano, aquel que trasluce junto a cada vida, independientemente de lo que a esta le haya tocado en suerte. Es la verdad que respira bajo el pecho, pero sólo en privilegiados instantes se revela, pues pareciera que su olvido es condición necesaria para persistir en la teatralidad de obligaciones y horarios.
Hay gestos que merecen una atención particular porque en ellos lo real penetra desabaratando las tramposas composiciones de lo imaginario. Entre ellos se encuentra el tic nervioso, ese gesto repetido hasta la saciedad mediante el cual el cuerpo descontrolado se rebela en un ademán mínimo que persigue llenarlo todo, que una y otra vez hace saltar la aparente continuidad del tiempo y de la consciencia. El tic expone un malestar presubjetivo a la vez que introduce una fractura en la comunicación: muestra, antes que nada, una dificultad para plegarse a las exigencias del contexto, pero ello lo hace a expensas de quien es su soporte, de aquel que realiza el propio gesto. Llevado al límite, el tic, que tendencialmente busca ocupar todo el espacio de la existencia, acabaría por hacer imposible cualquier otro movimiento, bloqueando definitivamente toda estructura consciente y, por ello mismo, toda relación con el mundo.
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