miércoles, 8 de febrero de 2023

Un centro social comunitario

El domingo pasado, 15 de enero de 2023, Pedro Santisteve, exalcalde de Zaragoza y actualmente concejal por Zaragoza en Común en el Ayuntamiento de la ciudad, publicaba un interesante artículo en referencia al CSC Luis Buñuel titulado “Un centro cívico de última generación”.  El presente texto, el primero de dos entregas, se inicia como una réplica amistosa a dicho artículo con el fin de abrir el debate en torno a la peculiar naturaleza del Buñuel y, con ello, de reforzar las posiciones que abogan por defenderlo frente a la amenaza de desalojo vertida desde el Ayuntamiento de Zaragoza, gobernado ahora por el PP con Jorge Azcón como alcalde a la cabeza, para el próximo 23 de enero. La tesis básica que se va a sostener es que, al contrario de lo que afirma Santisteve, el Buñuel no es un centro cívico, sino un centro social, tal y como consta en el nombre que a sí mismo se diera el centro y que todavía mantiene. La diferencia es importante, por cuanto afecta a la naturaleza política del espacio y del proyecto en él contenido. Sólo subrayando esa dimensión política se puede comprender por qué tanta gente está dispuesta a defenderlo del desalojo e imaginar qué puede llegar a ser gracias a las luchas que se están desplegando en su defensa. 

Pero antes argumentar la tesis principal es necesario reconocer la inteligencia de la tesis de Santisteve, cuya virtud mayor consiste, como ha apuntado Julia Cámara, en desactivar, a su modo, las tesis esgrimidas por actual alcalde, Jorge Azcón, para el desalojo. Algunos recordarán cuando, aspirante a la alcaldía, un Azcón en plena campaña electoral hizo su particular actuación de teatro de calle, luego recogida por diversos medios de comunicación, al acercarse a las puertas del Buñuel y pegar una pegatina que imitaba las placas que hay a la entrada de los centros cívicos del Ayuntamiento. Prometía entonces convertir el espacio en un centro de este tipo, abierto, decía, “a todos los zaragozanos”, y criticaba el carácter, según él “sectario”, del Buñuel. En coherencia con esto, ahora justifica su anuncio de desalojo del CSC Luis Buñuel como paso previo necesario para cumplir lo prometido y convertir sus instalaciones en un centro cívico. Frente a Azcón, el artículo de Santisteve viene a señalar que el Buñuel es ya, de hecho, un centro cívico, un centro cívico, añade, de última generación. De ahí se deduce sin dificultad lo absurdo del proyecto de Azcón, por cuanto el desalojo no supondría la creación de un nuevo centro cívico sino la destrucción del ya existente.

La tesis de Santisteve responde bien a las de Azcón, no hay duda, pero lo hace, y aquí reside su limitación, en su mismo terreno —uno que, tal vez, le venga impuesto por su posición institucional como representante electo en el Ayuntamiento—, pero, también, lo que es peor, porque innecesario, mediante la defensa de la que fue su acción de gobierno con Zaragoza en Común. Santisteve reivindica así el carácter público-comunitario del Buñuel, un modelo, en definitiva, de colaboración entre lo que él mismo llama “el Gobierno de la Institución” y su contraparte, que sería —cito literalmente— “la sociedad civil, sean expertos, activistas o simples ciudadanos de a pie”.

Es aquí donde se evidencian las limitaciones de la tesis de Santisteve, muy especialmente cuando habla “de la Institución”, con mayúscula. Porque —y aquí se sustancia nuestra tesis— de lo que se trata en la relación Ayuntamiento-CSC Luis Buñuel no es de una relación de “la Institución” con “la sociedad civil”, sino de una relación entre dos instituciones, cada una de ellas regida según lógicas diferentes —una es una institución pública mientras la otra es una institución del común—, pero ambas cargadas cada cual a su modo de legitimidad. Y es, precisamente, la autonomía del Buñuel lo que lo diferencia radicalmente del modelo antiguo, presente o futuro de los centros cívicos.

1.

En su artículo, Pedro Santisteve aduce que la decisión política del actual alcalde de Zaragoza, Jorge Azcón, por la cual pretende desahuciar a los colectivos que habitan y constituyen el Buñuel, su asamblea, es fruto de su desconocimiento, sin duda interesado, de las virtudes de lo que se viene haciendo en el centro y del modo en que se está gestionando el espacio. En realidad, sucede justo lo contrario. El gobierno Azcón sabe perfectamente, mejor acaso incluso que los propios integrantes o simpatizantes del Buñuel, lo que una institución con las características del Buñuel supone, así como los peligros que implica tanto para su hegemonía política como para los intereses que él representa.

Cuando en campaña Azcón tildaba de “sectario” el CSC Luis Buñuel, no iba del todo desencaminado. Sin duda, exageraba para presentar como vicio lo que es virtud, pero, en todo caso, se ha de constatar que el Buñuel no es una institución políticamente neutra. Es sectaria en dos sentidos: en primer lugar, en la medida en que exige a sus integrantes el respeto por los bienes comunes y la gestión democrática de los mismos. Pero también porque es partidaria, es decir, porque actúa “de parte”: en concreto, de parte de esa mayoría social afectada por los procesos de desposesión urbana. Aun cuando siguiéramos aceptando —y hay que reconocer que el Buñuel ha mantenido una sorprende lealtad a los principios del 15M, rozando en ocasiones el absurdo— la sin duda excesivamente optimista consigna 15mayista de que dicha mayoría social constituye el 99%, aún restaría ese 1% que, según todos los estudios, acapara el 50% de la riqueza producida colectivamente y contra el cual el Buñuel se erige.

Sin duda, el Buñuel no es una institución políticamente neutra. Pero tampoco los centros cívicos lo son. No hay neutralidad institucional posible en una sociedad fracturada por conflictos de intereses manifiestos. Santisteve hace bien recordando los orígenes históricos de los centros cívicos. Estos fueron resultado de las demandas de equipamientos desplegadas desde esos potentes movimientos vecinales de finales de los 70 y principio de los 80 que acabaron luego inmediatamente fagocitados o destruidos en los procesos de “normalización democrática”. Los centros cívicos, una vez desactivados los movimientos que los generaron, han quedado en lo que todas conocemos, espacios la mayor parte de las veces inanes, en los que se realiza todo tipo de actividades culturales, pero siempre bajo supervisión de su dirección pública, la cual se da siempre bien separada de los usuarios. Espacios, en definitiva, de los que ha sido evacuada toda posibilidad de construcción alternativa de modos de vivir y relacionarse autónomos, críticos con lo existente y libres de tutela. No es casual, entonces, que el Buñuel haya tenido que servir de refugio a toda una serie de actividades, especialmente aquellas de calado político, que eran censuradas en los centros cívicos públicos.

Pero nada de esto importa demasiado, porque los antecedentes inmediatos del Buñuel no son los centro cívicos de los 80, sino los centros sociales okupados de las décadas de los 90 y 2000 y, más en concreto, los llamados centros sociales de segunda generación, es decir, los adscritos al área de lo que se llamó la Autonomía. Sin abundar en la genealogía de los movimientos autónomos, sí resulta oportuno señalar que este tipo de centros sociales emerge en el estado español tras la derrota histórica de los movimientos vecinales sí, esos de cuya desaparición dan testimonio los aburridos centros cívicos, pero también toda otra serie de equipamientos colectivos como centros de salud, zonas verdes, etc. y, más en general en Europa, tras la debacle del movimiento obrero.

Estos centros sociales fueron, sin duda, escuelas de participación y de democracia, como apunta, para el Buñuel, Santisteve, pero en un sentido bien distinto al que esas “palabras de goma”, por usar la calificación que diese de “democracia” Blanqui, tienen cuando referidas a la gestión de lo público. Poco tiene que ver formar parte de un centro social, y la implicación afectiva que ello supone y los efectos de transformación subjetiva que de ello se derivan, con cualquiera de las políticas de participación ciudadana ofertadas desde las instituciones públicas. Pero menos aún tienen que ver las democracias radicales, en muchos casos algo crudas, poco sutiles, de los centros sociales con los modelos liberales de democracia representativa. De hecho, es precisamente en la forma de entender la democracia donde se constata que los centros sociales son, antes que una escuela de integración, fábricas de antagonismo y conciencia oposicional. La democracia defendida en los centros sociales, pero ya antes en otros espacios, desde los barcos piratas hasta los kibutz, y también después, en las primaveras árabes, en las plazas de 2011 o en el Occupy, suponen la impugnación viva de cualquier forma política que exija la cesión de la propia potencia a una instancia representativa. En resumen, suponen el rechazo de las formas liberales de democracia.

En cualquier caso, el CSC Luis Buñuel, que empezó su andadura como un centro social okupado, fruto de un proceso de reapropiación colectiva del espacio respecto del abandono en el que lo mantenían sus propietarios, al igual que sus antepasados inmediatos de las décadas precedentes, se constituyó como fábrica de subjetividad antagonista desde el momento mismo de su fundación, puesto que su mera existencia suponía la interrupción de los procesos de degradación de la vida del barrio del Gancho en el que se sitúa, procesos estos indispensables para la gentrificación de la zona. El CSC Luis Buñuel liberaba, así, desde su inauguración, un fragmento del espacio urbano de las lógicas mercantiles y depredadoras, para prefigurar tras sus puertas una alternativa tanto a las formas de gestión privadas como públicas: unas formas que el propio centro social dio en llamar comunitarias.

2.

Sin duda, la capacidad creativa de los centros sociales —del Buñuel, por tanto— no se agota en la producción del antagonismo, sino que el antagonismo, esto es, su dimensión oposicional respecto de las instituciones de poder constituidas es sólo una excrecencia necesaria, un efecto inevitable de su propio proceso de autoproducción, de su potencia constituyente y de la afirmación radical, en definitiva, de su deseo de autonomía. En ese sentido, una de las características definitorias del Buñuel ha sido la de desplazar de su habitual centralidad las dinámicas de enfrentamiento, concediendo el protagonismo a los procesos autoproductivos. Se trataba, al fin, de poner el acento y concentrar los esfuerzos en sí mismo antes que en sus virtuales enemigos.

Así, en ese desplazamiento del foco y de las energías desde las lógicas de confrontación a las lógicas de autoconstitución, el Buñuel era, de nuevo, digno heredero de los llamados centros sociales de segunda generación. Son estos centros sociales los que, de alguna manera, “inventan” la táctica de negociación con las instituciones públicas como forma de avanzar en la consecución de objetivos estratégicos, uno de los cuales no puede ser otro  su insistente perseverar en el ser o, lo que es lo mismo, la permanencia en el espacio okupado. Frente a la táctica de la ruptura y confrontación directa, característica de los centros sociales de primera generación, estos “nuevos” centros sociales comienzan a experimentar con tácticas que buscan eludir el conflicto allí donde está perdido de antemano, para, de este modo, asegurar la conservación de los espacios, salir de la trampa de las lógicas puramente antirrepresivas, así como del circuito de desgaste del “un desalojo, otra ocupación”, y todo ello sin dejar de incidir de manera transformadora sobre la realidad social circundante ni perder un ápice de su potencia oposicional frente a las instituciones de poder constituidas.  

Es dentro de esta lógica donde hay que situar la relación con las instituciones públicas de gobierno de la ciudad, las negociaciones mantenidas y el acuerdo de cesión de uso de los espacios alcanzado con el Ayuntamiento. El acuerdo, si bien resultó decepcionante si lo comparamos con otros semejantes como el alcanzado por Can Batlló con el Ayuntamiento de Barcelona, en el que la cesión se hizo a 50 años, fue un éxito indiscutible, especialmente si tenemos en cuenta el contexto en el que se había producido la okupación. Esta, la okupación del Luis Buñuel, sucede en un contexto de crisis económica profunda en el que las instituciones públicas no sólo están procediendo a una reducción salvaje del gasto público, sino incluso a la privatización mediante la venta a precio de saldo de parte de su patrimonio e incluso de importantes ramas de su estructura. Ante la incapacidad por parte de las instituciones públicas para ofrecer los servicios e instalaciones necesarias para el bienestar de la población, qué mejor para estas instituciones que la aparición de un centro social autogestionado que se encargase de responder a las demandas legítimas de los ciudadanos sin suponer ningún tipo de coste para las arcas públicas. Sin duda, para las instituciones públicas municipales la emergencia de un proyecto como el Luis Buñuel, con su lista interminable de actividades culturales y de ocio, suponía un balón de oxígeno frente a las exigencias del barrio en el que se sitúa y cuya desatención constituía un foco de conflicto urbano irreductible. Consciente de la ambivalencia efectiva de la okupación, el CSC Luis Buñuel, en lugar de adecuarse a los intereses del Ayuntamiento, consistentes, básicamente, en desentenderse de sus obligaciones para con la población y ahorrar en gastos, decide dar un paso adelante y no conformarse con el uso consentido de los espacios, sino presionar para exigir que desde la institución pública se asuman los costes de rehabilitación parcial del edificio y de los suministros básicos de luz, agua y calefacción.

Donde algunos quieren ver una estrategia de colaboración de un centro social con las instituciones públicas, interpretando eso bien como pérdida de la radicalidad de la propuesta antagonista bien como demostración de responsabilidad ciudadana, en realidad lo que está teniendo lugar es, justo al contario, una intensificación, favorable al centro social, del conflicto entre dos formas de institucionalidad distintas, en disputa por la legitimidad de la que extraen su poder y su relativa autonomía.  Es aquí donde hay que situar la firma del acuerdo de cesión temporal del espacio que ocupa, ahora ya con “c”, el Buñuel: un acuerdo que certifica el desistimiento, bien es cierto que temporal, de los poderes públicos frente a las exigencias del centro social, estableciendo las condiciones de un armisticio que reconoce la plena soberanía del centro social para decidir sobre sus espacios, además de la obligación de la institución pública de hacerse cargo de los costes derivados del uso. 

No conviene minusvalorar el logro que para el CSC Luis Buñuel supuso el acuerdo de cesión, tanto por la nueva coyuntura que generaba —un periodo inusitadamente largo para trabajar libre de la amenaza de desalojo— como por los esfuerzos titánicos que hubo que desplegar para alcanzarlo. Desde esta perspectiva, el proyecto político de asalto por vía electoral al Ayuntamiento desarrollado bajo el nombre de Zaragoza en Común no fue otra cosa que un medio a través del cual el CSC Luis Buñuel consiguió forzar a la institución pública a firmar dicho acuerdo y así blindar temporalmente su autonomía. Es decir, el Buñuel, sin duda junto a toda otra serie de agentes, hubo de arrebatar el control de la institución pública de gobierno local hasta entonces y ahora de nuevo en manos de los grandes grupos económicos y de la aristocracia local, para obligar a que del otro lado de la mesa se sentaran unos negociadores algo mejor dispuestos a atender a sus intereses legítimos.

Sin duda, el esfuerzo que implicó para el centro social alcanzar el acuerdo le pasó una importante factura, tanto porque tuvo que inmolar en el proceso muchos de sus activos como porque hubo de rebajar el tono político para hacer asumible a su contraparte los términos del acuerdo de modo que esta no los percibiera como humillantes. La consecuencia más inmediata de todo esto no fue otra que un cierto debilitamiento del proyecto político antagonista que encarna el Buñuel, la pérdida de dinamismo de su órgano autónomo de gobierno, esto es de su asamblea, un cierto cierre y estancamiento en las tareas de gestión de las múltiples actividades, así como del propio espacio, y, en definitiva, el deslizamiento del centro social hacia lógicas cada vez más semejantes a las de eso que Santisteve bautiza como un centro cívico de última generación.

Esas consecuencias se habían ido viendo agravadas hasta ahora, justo cuando, conminado por un juez de provincias dispuesto a extralimitarse en sus funciones y, probablemente, empujado también por la existencia de una opción electoral aún más autoritaria que la que él representa, a las puertas de las elecciones municipales Azcón ha decidido recordar uno de sus más delirantes compromisos electorales, haciendo con ello estallar la aparente inevitabilidad con la que sucedía la toma de decisiones políticas desde que accedió al cargo de alcalde de Zaragoza. La decisión unilateral por parte del Ayuntamiento de romper el statu quo arbitrado durante la legislatura previa en favor del Buñuel ha, de pronto, reabierto un conflicto soterrado de resultado incierto. Frente a ello, el Buñuel ha sido taxativo en la defensa de su autonomía respecto de los poderes públicos. La declaración de intenciones del Buñuel de resistir a cualquier intento de desalojo por parte del Ayuntamiento ha dado lugar a una reacción en cadena de movilización del tejido social urbano, el cual se ha convocado a sí mismo en primer lugar para hacer una demostración de fuerza el próximo sábado 21. En este momento resulta imposible predecir cómo se sucederán los acontecimientos. Es una buena notica. El tiempo del kairós ha vuelto.

  [Artículo publicado originalmente en El Salto]

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia