sábado, 20 de enero de 2024

Insha'Allah

Palestinian National Liberation Movement must be prepared to fill the void after the collapse".

Ilan Pappé

Vivimos en el oscuro y peligroso tiempo de la victoria
palestina, del fin del proyecto sionista
que creyó poder levantar sobre las ruinas del colonialismo inglés
una Nueva Jerusalén con las herramientas del amo.
La guerra civil previa al 7 de octubre,
el apoyo internacional sin precedentes a las luchas antiapartheid,
la sombra de la crisis económica que se cierne sobre Israel,
la incapacidad de las fuerzas de ocupación para proteger a los colonos
y la pérdida de legitimidad entre las nuevas generaciones judías
lo indican con claridad. Los signos están dados.
De debajo de los escombros que en Gaza ha dejado el misil
extraen a un niño semiinconsciente que antes de despertar
levanta sus deditos en señal de triunfo.
El Paráclito está entre nosotros. ¿Acaso no lo veis?
El tiempo de la ocultación toca a su fin,
pero el Mahdi prometido sólo llega para quien está preparado.
Caminamos por el valle de los huesos secos. Hay que acelerar el paso.
 
[El poema ha sido escrito para ser leído en el acto Poesía por Palestina. Versos contra el Genocidio]

sábado, 15 de abril de 2023

Novedad: Urko. La otra filosofía


El acto de presentación de Urko. La otra filosofía siguió un patrón idéntico al de la famosa conferencia impartida por Sartre a las 21:30h del 29 de octubre de 1945, y que Anne Cohen-Solal describe como un "éxito cultural sin precedentes. Atropellos, golpes, sillas rotas, mujeres desmayadas". 

Como entre nuestros acompañantes ilustres estuvo mi admirado Toni Tello, dueño de Greta, una combativa perra salchicha, y traductor de Boris Vian, quizá resulte prudente quedarnos más bien con la descripción que hiciera el ingeniero francés de aquella conferencia, y que sin duda se aproxima mucho mejor a la realidad de lo que sucedió ayer: los asistentes llegaban "en coche fúnebre", "se tiraban en paracaídas desde un avión especial", "otros, por fin, intentaban llegar por las alcaltarillas". Un sindios, vaya. 

Lo mejor, sin duda, fue ver a tanta gente querida arremolinada en torno a la gran mesa de libros de la librería Antígona y poder escuchar a David Mayor hablar de la jauría extrañísima que forman Bobby, el último kantiano de Alemania, Gaston, el compañero de Derrida, y Urko. Lo más ridículo, las dos o tres ocasiones en las que se me quebró la voz al rememorar a mi perro muerto. No fue porque yo sea, que, efectivamente, lo soy, un sentimental, sino porque por debajo de la mesa el fantasma de Urko me estaba mordiendo la espinilla. Creo que la ceremonia resultó políticamente consistente y entrañable a la vez que divertida. Gracias a quienes vinisteis.
 
[La presentación tuvo lugar el jueves, 13 de abril de 2023, en Zaragoza]

domingo, 26 de marzo de 2023

Pensar la revolución (1789-1850)

Una fantástica noticia. Prensas de la Universidad de Zaragoza ha reeditado el libro del José Luis Rodríguez García, La mirada de Saturno, originalmente publicado en la editorial Revolución, en 1990, y, a mi juicio, uno de los libros más fascinantes que diese la filosofía española, y no sólo española, durante los que fueron mis años de formación, esos mismos en los que el pensamiento parecía retirarse definitivamente de la arena política, cuando veíamos avanzar el desierto sobre nuestras cabezas. Este libro fue la lluvia. Todavía resulta difícil evaluar la importancia de este texto en el que se traza un detallado análisis de la idea misma de revolución que obsesionase al siglo que acostumbramos a llamar Modernidad. A través de sus páginas vemos desfilar a todos los personajes que encendieron su imaginación transformadora: Robespierre o Saint-Just, la espartana pedagogía jacobina; Kant  y Fichte, Hegel, el idealismo que creyó poder fundamentar la moral de la exaltada conciencia revolucionaria; Babeuf,  que identifica por vez primera al adversario en el ámbito de la economía; la fragua oscura de eso que luego Rancière llamó la noche de los proletarios, el silencioso conformarse de la opinión obrera; la llegada del comunismo, Marx y la definitiva victoria proletaria. Los fantasmas que aún nos atraviesan son diseccionados aquí con cuidado de entomólogo. Y, sin embargo, todo ello José Luis Rodríguez lo hace sin renunciar ni por un instante a la belleza, exigencia primera y última de la escritura. Sin duda la suya ha sido la mejor pluma de una época. La mirada de Saturno lo demuestra.

sábado, 4 de marzo de 2023

Sobre la reforma de la plaza de la Madalena en Zaragoza y el urbanismo como estrategia contra los pobres

Plaza de la Madalena

Como a estas alturas casi todo el mundo sabrá, el candidato del Partido Popular a la Diputación General de Aragón y, aunque por poco tiempo, aún alcalde de la ciudad de Zaragoza, Jorge Azcón, inauguraba la semana pasada lo que, según los medios afines al partido en el gobierno de la ciudad, era una supuesta reforma de la Plaza de la Madalena. En realidad, quienes viven en el barrio saben que la transformación ha sido mínima. De hecho, la plaza nunca ha llegado a estar cerrada al paso y sigue presentando el mismo adoquinado resbaladizo que hace al viandante temer en todo momento con romperse una cadera si da un mal paso. Lo único relevante de la reforma ha sido que se han retirado los bancos que había en la plaza.

Desde la inauguración de la plaza las quejas de las vecinas han sido recurrentes. El último paso hasta el momento ha consistido en la convocatoria de una concentración para el próximo miércoles, 1 de marzo, en el que se llama a que cada cual lleve su silla y reivindicar con ello que la plaza sea un espacio habitable para las vecinas y vecinos del barrio. Las quejas también señalan que se han retirado las papeleras y el aparcamiento para bicicletas, así como el hecho de que no haya una fuente de agua potable, lo cual fuerza a la gente a tener que comprar agua embotellada en los negocios de hostelería que saturan el barrio. Sí, la Madalena es "zona saturada" de bares.

Para entender lo que se está jugando hay que recordar algunas cosas. El barrio de la Madalena en Zaragoza ha sido, sin duda, el barrio en el que se ha concentrado la mayor parte del activismo político de la ciudad en las últimas décadas. Colectivos de todo pelaje, desde anarquistas al PCE, desde feministas a organizaciones LGTBI+ como Towanda, de defensa de la salud como Omsida o de defensa de la lengua aragonesa como Nogará. La Madalena ha sido y es el lugar de generación de formas culturales alternativas, con una sala de conciertos única en la ciudad como es el Arrebato. Pero también es el ecosistema económico que ha permitido germinar muchas de las cooperativas de la economía social y solidaria como Birosta, la Ciclería o Desmontando a la Pili, entre otras. También es donde han sobrevivido gran parte de los bares, digamos, populares, como el Pottoka, A Flama, el Gallizo, el Vinagre Rock o, ya en menor medida, el Entalto, por sólo citar algunos. En definitiva, un tejido social enormemente rico y plural.

Sin embargo, quizá lo más relevante, más allá de las instituciones que pueblan el barrio, sea la diversidad racial y de rentas. En primer lugar, la Madalena es el espacio de convivencia interracial entre payos y gitanos. Por supuesto, no es un espacio exento de discriminación, pero la presencia de un número importante de gitanos hace que este sea su barrio y que eso nadie lo discuta. Por otro lado, si bien el barrio está fracturado por la avenida del Coso Bajo, que funciona a modo de frontera segregadora en términos de renta, la gente sigue "haciendo barrio" (porque la Madalena no constituye una entidad administrativa reconocida) y mantiene su unidad, la cual sirve a la convivencia entre gente de desigual poder adquisitivo. La Semana Cultural de la Madalena, propiciada gracias al trabajo de la asociación de vecinos del barrio, es, probablemente, el dispositivo político fundamental que hace existir el barrio en tanto que tal y permite que el espacio no haya quedado segmentado en dos o tres zonas diferentes sin identidad compartida.

La combinación de estas especificidades locales (políticas, culturales, económicas, sociales) convierte a la Madalena en un barrio singular y, por tanto, capaz de proporcionar una alta rentabilidad a quien tome posiciones sobre la propiedad de este espacio. Como ha explicado David Harvey en su libro 'Ciudades rebeldes', estos barrios son especialmente apreciados por los especuladores, dado que, privatizados, permiten exigir un alto precio por el consumo de unos lugares que son diferentes, alternativos, auténticos. No se trata de una hipótesis. Una nueva promoción en la plaza de la Madalena se anuncia por precios a partir de 240.000 euros. La zona, cierto que en un contexto de crisis inmobiliaria como el que existe desde 2008 y, por ello, paulatinamente, está siendo objeto de procesos gentrificadores claves para la definición a futuro de toda la ciudad de Zaragoza. Los alquileres han subido de manera alarmante en el barrio si los comparamos con cómo lo han hecho en las zonas aledañas, y esto ha forzado a mucha gente abandonarlo. La progresiva construcción y rehabilitación de edificios en la zona se dirige, caso tras caso, hacia residentes con un poder adquisitivo más alto que el de los actuales, en un proceso de cambio social que apenas pueden contener las viviendas de alquiler social de la zona donde residen las vecinas con menores recursos. Pues bien, es esta desigualdad la que se quiere reforzar. Retirar los bancos de la plaza es, al mismo tiempo, síntoma y palanca de esas políticas de producción de desigualdad.

Junto con la gentrificación del barrio, asoma la derivada de la turistificación del mismo. Un momento importante fue la que se jugó en la disputa por la propiedad de la propia Iglesia de Santa María de la Magdalena, a raíz de su inmatriculación por parte de la Iglesia Católica, que denunció MHUEL, pero que ganó el Arzobispado, y que supuso la privatización de un bien común del barrio de primer orden. A partir de ahí se ponía la primera baldosa en el camino hacia la turistificación que se proyecta para la zona. Esta turistificación, además de artificial y forzada como lo son todas, encuentra dificultades añadidas. La principal reside en el escaso atractivo para los operadores turísticos de la ciudad en su conjunto, lo cual deriva en la incapacidad manifiesta para atraer los flujos de visitantes hacia Zaragoza, más allá del entorno de la Basílica del Pilar. El turístico es un mercado altamente competitivo en el que las diferentes ciudades y los territorios, ya sean de sol y playa o de entornos naturales, disputan por el número y la calidad de los visitantes. En ese sentido, Zaragoza, tanto por su situación geográfica, su clima y su oferta patrimonial y cultural, ocupa una posición claramente rezagada frente a otras ciudades y territorios del estado español.

En cualquier caso, para lo que aquí nos interesa, tanto la turistificación como la gentrificación de la Madalena se dan de bruces con la resistencia que frente a tales procesos supone la existencia de población pobre y racializada (vectores que no necesariamente coinciden en las mismas personas) del barrio, así como los usos que del espacio público hacen los adolescentes del Instituto de Enseñanza Secundaria Pedro de Luna. Es difícil que a partir de estos dos grupos de interés se forje una alianza, pero no imposible, dado que al interior del instituto se reproduce de manera más marcada si cabe el esquema de convivencia entre sectores con diferencias de renta característico del barrio, así como la coexistencia entre diversos grupos raciales. El Pedro de Luna resulta atractivo para las clases medias por su programa de bilingüismo y por su programa de artes escénicas, lo cual le permite absorber población tanto del Colegio Público Tenerías, al que van los chavales del barrio de la Madalena, y que concentra rentas bajas y medias-bajas, como del Colegio Público Hilarión Gimeno, situado en la margen izquierda del Ebro, y que concentra rentas medias y medias-altas. Esta convivencia entre diferentes supone, desde el punto de vista educativo y democrático, un valor inestimable, y hacen del centro uno de los mejor valorados por los profesionales de la enseñanza. Del mismo modo, si bien parte de la población gitana de la Madalena opta por mandar a sus hijas e hijos a otros centros, como el Instituto de Enseñanza Secundaria José Manuel Blecua, donde gracias al número encuentran un espacio en el que la discriminación es menos lacerante, otra parte opta por cursar sus estudios en el instituto del barrio, lo cual hace del Pedro de Luna, de nuevo, un espacio caracterizado por la diversidad cultural.

Es obvio que algunos padres y madres de clase media de los alumnos y alumnas del instituto creerán erróneamente que el desarrollo académico de sus hijos se vería impulsado en un espacio menos plural y que, por tanto, estarán encantados con que se expulse de la plaza y del barrio a la gente con menos recursos y a los gitanos. Sin embargo, y en este caso, la retirada de los bancos también parece afectarles, puesto que evacua a sus propios hijos. Como decimos, es difícil que se produzca una alianza de intereses, pero no imposible.

Organizar esa alianza que impida que la fractura social ya existente en el barrio se profundice hasta el punto de expulsar a los sectores más pobres y racializados, que son los que siempre se ven privados del derecho al uso y disfrute del espacio público es responsabilidad, precisamente, de los sectores politizados y, más aún, de los negocios, cooperativos o no (muy especialmente los bares) que llevan años lucrándose gracias al particular ecosistema del barrio. No hacerlo sería, muy probablemente, un error estratégico garrafal por su parte, pues el proyecto que promueve el actual consistorio de Zaragoza implica a medio plazo la destrucción de la diversidad del tejido social y, por tanto, la desaparición de ese magma de colectivos, instituciones sociales y personas de razas y culturas diversas que aún caracterizan a la Madalena y que son, en último término, los verdaderos generadores de riqueza.

Está suficientemente estudiado: los procesos de gentrificación se producen por olas. Primero, las clases medias alternativas aumentan el valor inmobiliario del barrio, desplazando a quienes no pueden permitirse el aumento de las rentas. Pero, a continuación, una vez pacificado el espacio, nuevas clases medias más consensuales son atraídas por estos espacios, desplazando a algunas de las clases medias alternativas atraídas al comienzo del proceso. En esta dinámica, las exigencias de pacificación y estandarización del barrio son cada vez mayores. Por eso, quitar los bancos es sólo un paso más antes de abrir un Starbucks. Porque quitar los bancos es un medio de domesticar las expresiones de la desigualdad que pueden contrariar a los nuevos consumidores del barrio.

Es en este contexto donde aparece el concepto de arquitectura hostil, que no es otra cosa que una herramienta para decidir quién es merecedor y quién no de los espacios públicos. La respuesta que ha dado el ayuntamiento frente a las quejas de las vecinas por haber quitado los bancos de la Plaza es para enmarcar: “La Plaza de la Madalena ya disponía de bancos, los cuales fueron retirados por causar problemas de convivencia ya que eran utilizados por indigentes y trapicheos con drogas. No está prevista la instalación de bancos en dicha ubicación. Por otro lado, se dispone de bancos tanto en el Coso como en la calle Universidad”.

¿Es la retirada de bancos una solución al problema de la pobreza y el sinhogarismo? Evidentemente, no. Como ya mostró Engels en su estudio sobre 'La situación de la clase obrera en Inglaterra', la burguesía nunca resuelve los problemas de la ciudad, sino que, en el mejor de los casos, se limita a cambiarlos de lugar. Se trata, por tanto, de otra absurda criminalización y una ruptura con el entorno o las redes que en estos se han podido crear. De ahí la importancia de los espacios comunes en las ciudades: son centro, núcleo y corazón de encuentro y convivencia. El hecho de apartar “unos simples bancos” tiene su trasfondo en la prohibición y segregación de los espacios públicos, y en el castigo a los pobres, que no son merecedores del disfrute de un “simple banco” porque en ellos supuestamente hacen cosas como “trapichear droga”. En la ciudad neoliberal, al mismo tiempo que se produce y amplía la desigualdad, se gestionan sus efectos mediante el control y el castigo, en lugar de las políticas sociales.

Se trata, en definitiva, de un paso más en la creación de una ciudad disneyficada en la que la única posibilidad de ocio se reduce al consumo, marginando, de nuevo, a todas esas personas que no pueden disfrutar de dicho tipo de ocio. Esto supone matar la riqueza y la diversidad de los espacios comunes y convertir, precisamente, la convivencia en individualismo, rompiendo y disociando todo lo creado hasta ahora en esos espacios (reiteramos, públicos) de convivencia. Estas medidas, aparentemente sin demasiada importancia, son las que convierten la ciudad en un no-lugar, en un espacio frío y de paso en el que prevalece el consumo y no el derecho a la ciudad, sólo asequible para quienes pueden pagarlo. Derecho que aglutina derechos, el derecho a la ciudad es un derecho fundamental y, como tal, debe ser defendido.


[Queremos mostrar nuestro agradecimiento a Félix Rivas y a Óskar Díez por responder a nuestras consultas. Los posibles errores incluidos en el artículo son, por supuesto, responsabilidad exclusiva de quienes lo firmamos]

Artículo firmado por Dunia Laviña, Daniel Sorando y Pablo Lópiz

Publicado originalmente en Arainfo

CSC Luis Buñuel, luchar en el exilio

Hace frío. Son poco más de las 4 de la madrugada del 8 de febrero de 2023. Cuentan que Shostakóvich, el compositor y pianista soviético, durante los años más duros del estalinismo, cansado de ver cómo la policía del NKVD se llevaba en pijama en medio de la noche a sus vecinos, comenzó a dormir con traje. Si se lo iban a llevar, quería, al menos, que fuese decentemente vestido. Durante estas últimas semanas, nosotras hemos dormido con el móvil encendido, temiendo el mensaje que nos avisara de la llegada de la policía al CSC Luis Buñuel. Hoy ha sucedido. En mitad de la noche. Las actuaciones policiales en plena madrugada, con nocturnidad, son características de las formas más autoritarias de gobierno. Intervenir mediante el uso de la fuerza contra personas pacíficas en sus momentos de mayor indefensión es impropio de sociedades que se dicen democráticas. Golpes como el de hoy, infligidos contra colectivos no violentos, debieran hacernos dudar de esa pretendida democracia que tanto cacarean quienes luego no tienen el menor reparto en hacer uso del más infame despotismo. Y, como ya señalara incluso alguien tan poco sospechoso de subversivo como fuera John Locke, padre del liberalismo, “el que sin más hace uso de la fuerza se pone a sí mismo en estado de guerra y hace que sea legal toda resistencia que se le oponga”. Nuestra primera, pero no última, forma de resistencia consistirá en perseverar en el espíritu crítico.

1.

Para ello, lo primero que debemos hacer es polemizar con algunas de las aportaciones que en los días previos al desalojo se hicieron en defensa del Buñuel y que, a pesar de su interés y sus buenas intenciones, la crudeza de la Realpolitik ha demostrado desacertadas. Vivimos en un tiempo en el que muy frecuentemente el debate público en torno a propuestas válidas de análisis y a ideas sugerentes parece haber sido sustituido por la denuncia de opiniones manifiestamente absurdas o claramente reaccionarias. Sin restar importancia a esta denuncia, es necesario constatar que el avance en la inteligencia colectiva no sucede sin debate, es decir, sin contrastar y discutir las aportaciones importantes. La polémica con estas permite profundizar en los problemas, desechar ideas poco útiles, corregir posiciones y, en definitiva, hacer más afilado el pensamiento, permitir que hienda con mayor efectividad las cosas. En último término, nos permite entender mejor la realidad y ser más hábiles a la hora de enfrentarla. De lo que se trata cuando se trata de pensar políticamente es de ser capaces de desplegar un pensamiento estratégico mediante el cual intervenir sobre aquello que nos afecta. Por todo ello, creemos que es políticamente indispensable discutir públicamente entre nosotras. En este sentido, además del artículo de Pedro Santisteve al que respondíamos en un artículo anterior, son varios los textos que, al calor de la amenaza de desalojo, se hicieron públicos y que merecen consideración, mucha más de la que aquí, de hecho, por cuestión de espacio y tiempo, les vamos a poder prestar. Entre ellos queremos atender ahora a tres: el publicado por Marta Cambronero en Heraldo de Aragón bajo el título de “El Luis Buñuel, oportunidad tecnopolítica”, la breve entrada escrita por Irene Vallejo en su Instagram sobre el asunto y, por último, la carta abierta dirigida al alcalde de Zaragoza, Jorge Azcón, por el propio Luis Buñuel. Poner estos textos en relación nos va a permitir definir mejor nuestra posición y, a partir de dicha posición, desarrollar nuestros argumentos.

Sin entrar a discutir la conceptualización de Cambronero acerca de qué es la tecnopolítica ni la lectura que Vallejo hace de las aportaciones de Jane Jacobs, ambas discutibles, las dos autoras parecían coincidir en un punto: la conveniencia de que los poderes públicos reconozcan la capacidad de la sociedad para producir respuestas a sus propias necesidades y de que articulen sus proyectos políticos a partir de estas respuestas. Por poner el ejemplo urbano típico: una administración pública hace un camino de baldosas a través de una zona verde, pero la gente se empeña en atajar por otra senda, hasta dibujar un nuevo camino. Frente a eso, la administración puede, bien poner vallas para que la gente no pueda salir del camino de baldosas, bien trasladar el camino de baldosas para que coincida con el que marca la trayectoria real de la gente. Frente al gobierno de Azcón, que querría instalar las vallas para obligar a la gente a caminar por el sendero que él marca, Cambronero y Vallejo defienden la segunda opción, la de un gobierno que capture las trayectorias definidas por el deseo de la gente y se adecúe a ellas, un gobierno que pavimente esas trayectorias.

Reconociendo el interés de ambas propuestas, que, a pesar de tratarse de textos brevísimos, en sus detalles exceden con creces lo que nuestro resumen recoge, sin embargo, es necesario señalar las limitaciones de la perspectiva que comparten. Porque, al igual que le ocurriera al texto firmado por Santisteve, los textos se escriben desde la perspectiva del gobernante, dado que ambos se resuelven en la interrogación acerca de cuál sería la mejor forma de gobierno. El debate acerca del gobierno ha estado y sigue estando dominado por esa mirada que trata de evaluar cuáles son los beneficios y perjuicios de determinadas opciones de gobierno y, en definitiva, cuál es la forma del buen gobierno, pero, siempre, precisamente poniéndose el autor y poniéndonos a los lectores en el lugar del gobernante y, en ello, asumiendo que los gobernantes tienen algo así como un conciencia a la que fuese posible apelar y que sus políticas atienden a razones.

El tercer texto, la carta abierta remitida por el propio Luis Buñuel a Jorge Azcón, llevaba esta lógica hasta su límite extremo y, al hacerlo, abría otra vía que es la que aquí creemos se debe seguir explorando. En su carta a Azcón el Buñuel no sólo tomaba la perspectiva del gobernante, sino que, en el movimiento retórico que le llevaba a ocupar esa posición, se ausentaba de su propio escrito y se ponía en otro lugar, fuera del texto mismo que remitía. Porque el Buñuel, en su carta, no le decía nada a Azcón salvo las palabras pronunciadas por el propio Azcón. No remitía exigencia alguna, salvo las exigencias que en tanto gobernante él mismo escogió asumir en su discurso de investidura como alcalde. Y, como decimos, en ese gesto que ponía a Azcón frente al espejo de sus propias palabras, el Buñuel abría —aún si dejaba esa apertura vacía— la posibilidad de un deslizamiento hacia otra posición, la que se corresponde con la perspectiva y el discurso de los gobernados.

A ese desplazamiento del discurso desde la perspectiva de los gobernantes a la de los gobernados es a lo que Michel Foucault dio en llamar “crítica”. Según Foucault, la intensa preocupación por las artes de gobernar característica de la modernidad occidental ha sido acompañada, como su sombra y su impugnación, por una preocupación distinta, la que trata de responder a la cuestión de “¿cómo no ser gobernado?”. Frente a las inquietud acerca de cuáles son las mejores formas de gobierno, la actitud crítica hace aparecer la perspectiva del gobernado respecto del poder, al oponerle, “en concepto de reticencia esencial”, “el arte de no ser gobernado e incluso el arte de no ser gobernado de esa manera y a ese precio” (M. Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 1995). Este discurso, el discurso crítico, ya no se dirige al poder sino para imponerle un límite, no lo interpela ni le demanda nada, sino que, enunciado desde los gobernados se dirige a los gobernados mismos, para preguntar, para preguntarnos qué hacer, nosotros, cuál ha de ser nuestra respuesta frente a esta o aquella forma de gobierno. En ese sentido es que Foucault plantea que la actitud crítica está en la base de la definición kantiana de la Ilustración según la cual ésta supondría el paso a la mayoría de edad, que no es otra cosa que comenzar a hacer un uso autónomo de la razón o, lo que es lo mismo, comenzar a asumir que podemos pensar por nosotros mismos, es decir, desde el lugar que ocupamos, sin tutelas, ni de sacerdotes ni de funcionarios, los problemas que nos conciernen. Al fin, la crítica no sería sino la autoposición del sujeto gobernado en tanto que separado de los gobernantes, es decir la afirmación por parte de los gobernados de su radical independencia y de su mirada, así como de su capacidad para interrumpir la letanía sobre el buen gobierno y sustituirla por la reflexión acerca de las formas de resistencia que les son propias. En ese sentido, “la crítica —decía Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva”.

Por decirlo sin circunloquios: este no es un texto dirigido a Azcón, ni al PP ni al Ayuntamiento, que, por otro lado, sabemos perfectamente no van a perder el tiempo en leerlo. En este texto nada se les pide a ellos, nada se les demanda. Aquí no tratamos de desvelar cuáles serían las mejores o peores formas de gobierno. Este texto está dirigido al Luis Buñuel, a nosotros y, más en particular, a ese nosotros, anónimo, impreciso, pero también multitudinario y alegre que se expresó, en redes o en la calle, antes, durante y también después de la manifestación del pasado 21 de enero contra el desalojo, y que, como trataremos de sostener, es hoy el Buñuel, la Asamblea del CSC Luis Buñuel en el exilio. Es desde esta perspectiva crítica que creemos necesario ahondar en las consecuencias que se derivan del acontecimiento funesto que supone el desalojo del centro social. La tesis de fondo que se va a sostener es que sólo siguiendo la tendencia que profundiza y refuerza el movimiento de defensa del Buñuel y de rechazo al desalojo será posible construir una salida virtuosa al aparente callejón sin salida al que nos aboca el contexto sobrevenido. 

En base a estas consideraciones lo que aquí se tratará de hacer es tensionar los conceptos de antagonismo y autonomía defendidos en el anterior artículo, introduciendo el concepto de autovalorización para indagar en las posibilidades de transformación que permitan salir de la trampa de acción inefectiva, así como de la comprensible desorientación que el gobierno de la ciudad de Zaragoza parece haber impuesto al Luis Buñuel en el exilio. La tesis básica no es otra que la necesidad de institucionalizar el proceso, ya abierto a raíz de las luchas contra el desalojo, de refundación del centro social.

2.

Es necesario insistir en el hecho incontrovertible de que el proyecto político defendido por el gobierno Azcón es, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, un proyecto de clase: que es, por tanto, en el seno de la contradicción entre capital y vida —trabajo vivo, actividad no dependiente, acción libre de producción y reproducción de la vida— que ha de entenderse el conflicto entre el Luis Buñuel y el Ayuntamiento. Si no se subraya esto el análisis se obtura en la denuncia de una testarudez aparentemente sin sentido de quien ostenta el gobierno de la ciudad. Ese es el duro límite al que se enfrentan los textos que proponen alternativas racionales o democráticas de gobierno, cuando el gobierno se presenta precisamente bajo las formas de la irracionalidad. Pero es que, efectivamente, la función de mando en la estructura capitalista es probablemente donde se observa de modo más descarnado la irracionalidad del orden social en el que habitamos. Con todo, aquí, como en los asesinatos de la Rue Morgue, la irracionalidad sigue una lógica a la que es necesario atender si se quiere evitar caer en el mismo ridículo que el prefecto de policía del cuento Poe.

Así pues, es necesario profundizar el análisis más allá del teatro de la política institucional de partidos, hacia el estudio de los intereses materiales que están en liza. Es sobre la matriz analítica de esta relación no dialéctica entre capital y trabajo vivo sobre la que se hace posible comprender el juego de fuerzas en el que el Buñuel está inserto y, tal vez, vislumbrar la vía para escapar, aún si sólo fuera parcialmente, a dicho juego. Esto va a permitir avanzar en la evaluación de la capacidad desestructuradora del movimiento rechazo al desalojo del centro social, así como de su potencia de afirmación de la siempre multidimensional autoproducción del trabajo vivo, de la capacidad expansiva para la producción y reproducción de la vida. Al fin y al cabo, es por ellas, por su potencia desestructuradora y por su capacidad para expandir la vida, por lo que el Buñuel ha resultado tan importante, para nosotros, pero, qué duda cabe, también para el gobierno Azcón.

Desde el punto de vista del capital la cosa no tiene mucho misterio. En un contexto de crisis sistémica de reproducción, sabe que su reestructuración es directamente dependiente de las innovaciones del trabajo vivo. El capital avanza mediante la fagocitación de los componentes antagonistas del trabajo vivo, limando las artistas más afiladas del mismo para tratar de administrar a su favor el conflicto. Piénsese en Harinera, y otros modelos semejantes. En ese sentido, el capital conoce perfectamente la importancia del antagonismo y ha aceptado que éste funcione como motor de su desarrollo, hasta el punto de, en muchas ocasiones, permitir o facilitar que los procesos de autovalorización del trabajo vivo determinen la dirección de dicho desarrollo, siempre, obviamente, sobre la base de la cancelación de los elementos no integrables. En el límite, la dinámica crisis-reestructuración no es posible sin la mediación del trabajo vivo que la hace posible y establece las condiciones para la reproducción del dominio capitalista.

Ahora bien, si, como decimos, el capital se sirve del trabajo vivo como palanca para su reestructuración, hasta el punto de que el trabajo vivo fija las condiciones de salida o, al menos, de fuga hacia delante de la crisis, el interés del trabajo vivo apunta en una dirección radicalmente distinta. El proceso de autovalorización del trabajo vivo no puede no pasar por el sabotaje de los procesos de apropiación capitalista del valor socialmente producido. Por tanto, el interés del trabajo vivo consiste, justamente, en atacar el nexo entre crisis y reestructuración, impidiendo la cancelación de su propia dimensión antagonista, dificultando la restauración del dominio del capital y reforzando sus propias dinámicas de autovalorización.

Este es el motivo clave por el que el movimiento de defensa del CSC Luis Buñuel tiene la importancia que estamos tratando de subrayar, porque la disposición de la gente a resistir incluso después del desalojo constituye una oportunidad para avanzar en la defensa de los intereses del trabajo vivo. Dicho avance no podrá consistir en otra cosa que en un proceso a través del cual el trabajo vivo consolide sus estructuras en la producción de una nueva institucionalidad propia y autónoma, e intensifique sus dinámicas de autovalorización.

          Es necesario subrayar que esos dos momentos —el del sabotaje del nexo crisis-reestructuración capitalista y el de la autovalorización del trabajo vivo— en realidad son uno solo, por cuanto la autovalorización del trabajo vivo es, en primer lugar, éxodo, separación y fuga respecto de la relación-capital. Es, en definitiva, construcción de heterotopías, como recordaba hace poco en un artículo Silvia K. Döllerer. En ese sentido, la autovalorización aparece inmediatamente como rechazo del dominio capitalista, rechazo de la pertenencia a su orden económico y a su estructura de mando: como resistencia, como desobediencia e interrupción. A nadie se le escapa que el Buñuel adquirió el valor social que hoy día posee no sólo gracias a las múltiples actividades que se realizaban en su interior y a las muchas personas que en un momento u otro disfrutaron del espacio, sino, sobre todo, a partir de su particular Declaración de Independencia respecto de unos poderes públicos identificados plenamente con la estructura de mando capitalista. Con ese gesto el Buñuel se hurtó a las lógicas de obediencia que hoy exigen los procesos de desposesión capitalistas e inició un proceso reapropiado del valor que le pertenece que no se ha cerrado con el desalojo.

              3.

Ahora bien, si subrayar, como hemos hecho, la relación de los procesos de autovalorización del trabajo vivo con el capital permite comprender el lugar estratégico que ha venido ocupando hasta hoy el Buñuel, sin embargo, esto todavía no permite divisar la vía de salida respecto del callejón sin salida a que parece abocar el desalojo. Para despejar esa vía es necesario olvidar por un momento la dimensión antagonista del trabajo vivo para centrar la atención en sus procesos autónomos, esto es, independientes respecto del capital. En cierta forma, no se trata de otra cosa que de replicar en la esfera del concepto, en la teoría, el movimiento mismo que el trabajo vivo ya realiza en la práctica. Pensar, por tanto, la autovalorización como realidad separada. Se debe evitar, para ello, confundir el proceso de autovalorización del trabajo vivo con los procesos de valorización capitalistas, respecto de los cuales es, por definición, radicalmente distinto. La autovalorización del trabajo vivo es autoposición de este como alteridad separada del capital, afirmación de sí como otro. Nada que ver, insistimos, con el valor en términos capitalistas. Lo expresaba de manera excelente el colectivo CAMPA en su texto “El Buñuel es hogar”: “Es otro concepto de valor el que se está poniendo en juego aquí. Y que reside en los lugares y espacios que nos permiten cuidar de la vida, desplegar nuestras singularidades, combatir las discriminaciones, las opresiones, las jerarquías dominantes”.

Autovalorización es construcción de vínculos, de tejido social cooperativo libre de subordinación, creación de sí del trabajo vivo, de la vida, producción y reproducción de la vida según grados cada vez de mayor intensidad. Nada que ver con la triste ley del “¡acumulad, acumulad!” de los profetas del capital. Autovalorización es exaltación del valor de uso, satisfacción de las necesidades, respuesta a los deseos. Es a partir de esta diferencia ontológica entre capital y trabajo vivo, reconociendo el carácter ontológicamente pleno del trabajo vivo, que resulta posible captar en todo su dinamismo el movimiento de su propio desarrollo independiente. Las referencias al capital a partir de aquí ya no serán sino comparativas, de contraste. 

En este punto es necesario subrayar la distancia que separa las formas de dinamismo del ser pleno del trabajo vivo de las formas parasitarias del capital. Porque, frente a la historia del capitalismo, que es la historia de la continuidad del despojo y la explotación, de la continuidad de sus sucesivas reestructuraciones y de la prolongación en el tiempo de su dominio, la historia del trabajo vivo, al contrario, es una historia entrecortada, llena de saltos, interrupciones, rupturas. No hay historicismo capaz de capturar el desarrollo del trabajo vivo, que se expresa siempre como novedad inesperada.  Si la historia del capital es la historia de la continuidad de las operaciones de reestructuración contra las incesantes rupturas que el trabajo vivo efectúa, la historia del trabajo vivo, de su autovalorización, no es sólo la historia del sabotaje a esa continuidad, es, aún más, cuando la pensamos en sí misma, desde la perspectiva de su independencia ontológica, la historia de su creatividad, del abandono de las imposiciones del trabajo muerto, de la traición a las estructuras viejas que ya no responden al deseo, que ya no satisfacen el impulso expansivo de la vida. En ese sentido, el despliegue histórico del trabajo vivo es innovación y discontinuidad.

El trabajo vivo no respeta, entonces, nada de lo constituido cuando ya no sirve a sus designios autoexpansivos, cuando ya no responde a los intereses de la vida. No es extraño que haya abandonado todas esas instituciones de que se dotó a sí mismo en fases previas de su conflicto con el capital. Vemos aún las ruinas de sus instituciones pasadas, los viejos sindicatos y los partidos comunistas y socialistas, con sus estructuras jerárquicas que replicaban la de los estados del siglo XX y sus militancias bien obedientes y disciplinadas, como esqueletos ya sin vida que sólo se mueven gracias al débil hálito que les insufla el capital para que cumplan su parte en el proceso de reestructuración que suprime los componentes más antagonistas del trabajo vivo. No hay lugar aquí a la nostalgia. Las potencias de la vida se afirman contra todo aquello que trata de limitarlas, de encauzarlas, de dirigirlas. Así, cuando hablamos de autovalorización como proceso de consolidación de las estructuras del trabajo vivo no nos referimos a conservar las instituciones ya existentes, sino de trasgredir el límite de lo dado mediante la producción de novedad.

Autovalorización es innovación. Creemos que este punto es importante. Porque esto afecta de manera directa también al Buñuel. Si el Buñuel, incluso en el exilio, es aún hoy una institución del trabajo vivo no es por lo que fue, ni por las instalaciones que ocupaba, ni por lo que ha conseguido. Lo que se ama en el Buñuel no es el trabajo muerto acumulado, no es su pasado, sino la parte de futuro que transporta, que anuncia porque ya materializa en la práctica, es la innovación que supone, todavía, hoy. El Buñuel, en tanto que institución del trabajo vivo, a pesar del desalojo y desde que se éste fuese anunciado, ha entrado en un proceso virtuoso de refundación material gracias a la amplia movilización que se está llevando a cabo en su defensa. Esta movilización ha puesto en marcha una mutación institucional para la que no hay vuelta atrás. Poco tiene que ver el Buñuel de hoy con el que conocíamos hace apenas un mes. Mucha gente que nunca había pisado el centro social ahora está dispuesta a defenderlo incluso después del desalojo, a mantener vivo el antagonismo. El movimiento en defensa del Buñuel, esa horda de bárbaros que ha irrumpido para responder, antes a la amenaza y ahora al hecho efectivo, del desalojo, es otro respecto del Buñuel mismo en tanto que éste había cristalizado en institución, en trabajo muerto. El movimiento de defensa del Buñuel es la expresión del trabajo vivo que impone su novedad a lo viejo, su alteridad a lo mismo, hasta el punto de que ya no puede caber, menos aún después de lo hoy acontecido, diferencia entre el Buñuel y el movimiento de defensa del Buñuel. El movimiento de defensa del Buñuel es ya hoy el Buñuel y como tal debiera reconocerse, dejando en el saco de los recuerdos el viejo centro social.

4.

En su libro Ciudad Princesa, Marina Garcés ponía de manifiesto hasta qué punto hay una historia de los desalojos que no coincide ni puede ser integrada en la historia de las okupaciones. Esa otra historia de la okupación que es la historia de los desalojos muestra cómo las llamadas a defender los centros sociales han tenido y tienen la capacidad de convocar a mucha más gente de la que participa en los centros sociales durante su tiempo de funcionamiento “normal”. Esa historia otra ha solido arrastrar, junto a la tristeza por la pérdida de los espacios, la alegría por los nuevos encuentros, la potencia de toda esa corriente de alteridad no ligada a los cierres consustanciales a las comunidades constituidas y, en conclusión, el júbilo de una vida que se afirma distribuyéndose por cada rincón de la ciudad. El Buñuel da sus primeros pasos un tiempo excepcional que pertenece a esa historia otra. ¿Será capaz el movimiento de defensa del Buñuel, de rechazo al desalojo, de consolidar las estructuras del trabajo vivo, de construir una nueva institucionalidad bajo el mismo nombre o, incluso, si así se decidiese, con un nombre nuevo, pero, en todo caso, dando cuerpo a la novedad que ha irrumpido?

Lo indicábamos antes, autovalorización es consolidación de las estructuras del trabajo vivo, de su capacidad de creación de sí, de su potencia de innovación. Es producción, en definitiva, de nuevas instituciones de la vida. Si es un hogar, ha de serlo abierto a los bárbaros que vienen a irrigarlo con su riqueza y su alteridad, y a transformarlo todo, a cambiar algo más que los muebles de sitio. Al fin y al cabo, como decíamos, el trabajo vivo es otro respecto del capital y su estructura de mando, pero, también, y eso es lo verdaderamente importante, otro respecto de sus propias instituciones constituidas.

Ha sido el filósofo Jaques Rancière quien ha llamado la atención sobre el carácter profundamente democrático de los procesos de ruptura del orden constituido provocados por la irrupción de la alteridad, puesto que, como explica en El desacuerdo, la democracia es siempre impugnación de cualquiera que sea el sistema de reparto entre partes de una totalidad determinada. La democracia no es el mero procedimiento a través del cual una serie de individuos o colectividades se dividen el espacio social, disputándolo y posicionándose los unos respecto de los otros, sino el proceso a través del cual, mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio les es heterogéneo, se deshacen esa divisiones y se desvela el carácter contingente del espacio social mismo en el que actuaban. Es decir, la democracia y, más en general, toda actividad política, entendida ésta, tal y como lo hace Rancière, como actividad que “desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado”, es directamente dependiente de la “entrada en escena” de un elemento extraño, por cuanto “la escena” misma venía definida en base a su exclusión. Como cuando hacen uso de la palabra aquellos que, se dice, no tienen voz. En ese sentido, autovalorización del trabajo vivo es, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, democracia: alteridad que viene a cuestionar la configuración sensible que distribuye las partes reconocibles y, con ello, a fundar la actividad política. Es, en definitiva, usando la bella expresión de Rancière, irrupción de “una parte de los que no tienen parte”.

No cabe duda de que el movimiento surgido a partir de la Declaración de Independencia del Buñuel y que se expresará desde hoy como movimiento de rechazo al desalojo ha supuesto la irrupción de una parte de los que no tienen parte y, por tanto, la puesta en acto de una dinámica de cambio e innovación profunda. Con el desalojo se ha abierto, ya de manera definitiva, un proceso constituyente de refundación del Buñuel que nadie está en condiciones por el momento de detener, puesto que ya está en marcha en el nivel de la materialidad. Ante esta constatación, parece que lo razonable sería impulsar un proceso simultáneo de reconocimiento formal de la novedad, abrir, por tanto, una Asamblea Constituyente. Quienes faciliten la metamorfosis, la acompañen y la doten de legitimidad impulsando esa Asamblea Constituyente verán, sin duda, recompensada su generosidad con las riquezas del trabajo vivo, con vínculos y afectos nuevos y, sobre todo, con la alegría de haber defendido el Buñuel hasta el final, más allá del desalojo.

5.

        Recapitulemos: autovalorización es sabotaje del nexo crisis-reestructuración capitalista y éxodo del trabajo vivo respecto del dominio del capital, pero, antes que todo eso, autovalorización es cooperación, innovación y democracia. El Buñuel ha encarnado las virtudes del trabajo vivo. Tras la proclamación de su Declaración de Independencia respecto de los poderes públicos se abrió un proceso constituyente cuyo sujeto pasó a ser el movimiento en defensa del Buñuel. Con ello no hacía sino acoger la potencia expansiva del trabajo vivo. A pesar de ello, hoy la policía nacional ha procedido al desalojo. El movimiento en defensa del Buñuel necesariamente se metamorfoseará en un movimiento de rechazo a dicho desalojo. Ese proceso constituyente aún espera a ser formalizado con la convocatoria de una Asamblea Constituyente que refunde la Asamblea Luis Buñuel, ahora en el exilio. Resta ahora hacer el esfuerzo de concretar las vías para una salida virtuosa de este impasse.

No se trata tanto de hacer un ejercicio de política ficción o de despliegue de la imaginación, como de detectar las tendencias que ya, de hecho, estaban funcionando al interior del movimiento de defensa del Buñuel y que se expresarán, sin duda, en el movimiento de rechazo al desaojo. Recuperar la iniciativa no pasa por asumir una línea moderada, sino, al contario, por dar un salto de escala, por la exacerbación de nuestras capacidades creativas. Obviamente, esto no supone abandonar la necesaria cautela, principio básico de la inteligencia política; pero hay que constatar que priorizar la mera conservación de lo que hay frente a la potencia expansiva del trabajo vivo es la peor de las imprudencias. En ese sentido, la amenaza de desalojo venía jugado un papel ambivalente. Por un lado, como se ha venido subrayando, había supuesto la mutación del Buñuel por la entrada en escena de toda una horda bárbara que traía consigo la capacidad de escalar el conflicto. Sin embargo, por otro lado, también había supuesto un cierto cierre defensivo ante la preocupación de perder lo que se había conseguido.  El desalojo borra de un plumazo cualquier tentación nostálgica que imaginase conservar el espacio quitando protagonismo a las potencias expansivas del trabajo vivo. Obviamente, no se trata de hacer como si no hubiera pasado nada. Hoy, mucho se ha perdido. Sin embargo, es conveniente subrayar simultáneamente las posibilidades que la nueva situación abre. Borrada toda tentación conservadora, sólo nos queda hacernos cargo de la situación y, a partir de ella, trazar la línea de fuga respecto del aparente callejón sin salida al que hemos sido conducidos.  Escapar a la lógica destructiva pasa por reforzar el antagonismo al tiempo que se intensifica el proceso de autovalorización y, por decirlo de algún modo, se eleva la apuesta: no basta con hacer todo lo posible por mantener vivos los proyectos políticos que convivían en el edificio, sino que es necesario multiplicarlos, inventar otros nuevos y, sobre todo, hacerlos saltar de escala. Por decirlo una vez más, hay que hacer las dos cosas a la vez: resistir y crear, rechazar e innovar. Combatir la devaluación es la prima linea.

Autovalorización y resistencia tienen que entrar en resonancia, porque, como ya hemos subrayado, desde la perspectiva del trabajo vivo, no se trata de dos dinámicas distintas, sino de una sola. A partir de aquí se abren múltiples vías que sólo la acción colectiva podrá despejar, pero que ya apuntan en dos sentidos no contradictorios: 1) por un lado, hacia la conversión del Buñuel en una gran empresa política, capaz de desatar las potencias creativas del trabajo vivo y generar una nueva institucionalidad, quizá mediante la okupación de otro gran espacio o de la recuperación del mismo, quizá a través de la dispersión en multitud de otros lugares de menor dimensión; 2) por otro, hacia la construcción de un nuevo sindicato que articule la pluralidad de las luchas y reconstruya el tejido social reforzando las dinámicas más incisivas del antagonismo. En cualquier caso, el proyecto de autovalorización debe ser profundizado hacia la creación de dinámicas productivas alternativas siguiendo una única ley: la del incremento del trabajo socialmente útil dedicado a la libre reproducción del trabajo vivo, o, lo que es lo mismo, tener cada vez que esforzarnos menos, divertirnos cada vez más, alcanzar mayores cotas de libertad y bienestar colectivos.

Apuntábamos en la primera sección de este artículo el ejemplo típico que permite diferenciar formas de gobierno remitiéndonos a esa zona verde por la cual transita la gente camino, por ejemplo, del trabajo, o a ver a los amigos. Tal vez ahora podamos volver sobre él para aclarar cuál es la propuesta que entendemos se deduce del análisis de los procesos de autovalorización del trabajo vivo: en lugar de pavimentar el césped, bien siguiendo las trayectorias marcadas por el deseo de la gente bien encauzando esas trayectorias conforme al deseo del gobernante, quizá, nosotros, los gobernados, podríamos detenernos, cuidar la hierba que crece y construir un jardín al estilo del epicureísmo romano, hacer, en definitiva, del nuevo Buñuel, del Buñuel en el exilio, una fábrica de felicidad, un lugar para el libre despliegue de las potencias de producción y reproducción de la
vida, para la expresión disconforme del trabajo vivo. 

 Este artículo se publicó originalmente en El salto

miércoles, 8 de febrero de 2023

Un centro social comunitario

El domingo pasado, 15 de enero de 2023, Pedro Santisteve, exalcalde de Zaragoza y actualmente concejal por Zaragoza en Común en el Ayuntamiento de la ciudad, publicaba un interesante artículo en referencia al CSC Luis Buñuel titulado “Un centro cívico de última generación”.  El presente texto, el primero de dos entregas, se inicia como una réplica amistosa a dicho artículo con el fin de abrir el debate en torno a la peculiar naturaleza del Buñuel y, con ello, de reforzar las posiciones que abogan por defenderlo frente a la amenaza de desalojo vertida desde el Ayuntamiento de Zaragoza, gobernado ahora por el PP con Jorge Azcón como alcalde a la cabeza, para el próximo 23 de enero. La tesis básica que se va a sostener es que, al contrario de lo que afirma Santisteve, el Buñuel no es un centro cívico, sino un centro social, tal y como consta en el nombre que a sí mismo se diera el centro y que todavía mantiene. La diferencia es importante, por cuanto afecta a la naturaleza política del espacio y del proyecto en él contenido. Sólo subrayando esa dimensión política se puede comprender por qué tanta gente está dispuesta a defenderlo del desalojo e imaginar qué puede llegar a ser gracias a las luchas que se están desplegando en su defensa. 

Pero antes argumentar la tesis principal es necesario reconocer la inteligencia de la tesis de Santisteve, cuya virtud mayor consiste, como ha apuntado Julia Cámara, en desactivar, a su modo, las tesis esgrimidas por actual alcalde, Jorge Azcón, para el desalojo. Algunos recordarán cuando, aspirante a la alcaldía, un Azcón en plena campaña electoral hizo su particular actuación de teatro de calle, luego recogida por diversos medios de comunicación, al acercarse a las puertas del Buñuel y pegar una pegatina que imitaba las placas que hay a la entrada de los centros cívicos del Ayuntamiento. Prometía entonces convertir el espacio en un centro de este tipo, abierto, decía, “a todos los zaragozanos”, y criticaba el carácter, según él “sectario”, del Buñuel. En coherencia con esto, ahora justifica su anuncio de desalojo del CSC Luis Buñuel como paso previo necesario para cumplir lo prometido y convertir sus instalaciones en un centro cívico. Frente a Azcón, el artículo de Santisteve viene a señalar que el Buñuel es ya, de hecho, un centro cívico, un centro cívico, añade, de última generación. De ahí se deduce sin dificultad lo absurdo del proyecto de Azcón, por cuanto el desalojo no supondría la creación de un nuevo centro cívico sino la destrucción del ya existente.

La tesis de Santisteve responde bien a las de Azcón, no hay duda, pero lo hace, y aquí reside su limitación, en su mismo terreno —uno que, tal vez, le venga impuesto por su posición institucional como representante electo en el Ayuntamiento—, pero, también, lo que es peor, porque innecesario, mediante la defensa de la que fue su acción de gobierno con Zaragoza en Común. Santisteve reivindica así el carácter público-comunitario del Buñuel, un modelo, en definitiva, de colaboración entre lo que él mismo llama “el Gobierno de la Institución” y su contraparte, que sería —cito literalmente— “la sociedad civil, sean expertos, activistas o simples ciudadanos de a pie”.

Es aquí donde se evidencian las limitaciones de la tesis de Santisteve, muy especialmente cuando habla “de la Institución”, con mayúscula. Porque —y aquí se sustancia nuestra tesis— de lo que se trata en la relación Ayuntamiento-CSC Luis Buñuel no es de una relación de “la Institución” con “la sociedad civil”, sino de una relación entre dos instituciones, cada una de ellas regida según lógicas diferentes —una es una institución pública mientras la otra es una institución del común—, pero ambas cargadas cada cual a su modo de legitimidad. Y es, precisamente, la autonomía del Buñuel lo que lo diferencia radicalmente del modelo antiguo, presente o futuro de los centros cívicos.

1.

En su artículo, Pedro Santisteve aduce que la decisión política del actual alcalde de Zaragoza, Jorge Azcón, por la cual pretende desahuciar a los colectivos que habitan y constituyen el Buñuel, su asamblea, es fruto de su desconocimiento, sin duda interesado, de las virtudes de lo que se viene haciendo en el centro y del modo en que se está gestionando el espacio. En realidad, sucede justo lo contrario. El gobierno Azcón sabe perfectamente, mejor acaso incluso que los propios integrantes o simpatizantes del Buñuel, lo que una institución con las características del Buñuel supone, así como los peligros que implica tanto para su hegemonía política como para los intereses que él representa.

Cuando en campaña Azcón tildaba de “sectario” el CSC Luis Buñuel, no iba del todo desencaminado. Sin duda, exageraba para presentar como vicio lo que es virtud, pero, en todo caso, se ha de constatar que el Buñuel no es una institución políticamente neutra. Es sectaria en dos sentidos: en primer lugar, en la medida en que exige a sus integrantes el respeto por los bienes comunes y la gestión democrática de los mismos. Pero también porque es partidaria, es decir, porque actúa “de parte”: en concreto, de parte de esa mayoría social afectada por los procesos de desposesión urbana. Aun cuando siguiéramos aceptando —y hay que reconocer que el Buñuel ha mantenido una sorprende lealtad a los principios del 15M, rozando en ocasiones el absurdo— la sin duda excesivamente optimista consigna 15mayista de que dicha mayoría social constituye el 99%, aún restaría ese 1% que, según todos los estudios, acapara el 50% de la riqueza producida colectivamente y contra el cual el Buñuel se erige.

Sin duda, el Buñuel no es una institución políticamente neutra. Pero tampoco los centros cívicos lo son. No hay neutralidad institucional posible en una sociedad fracturada por conflictos de intereses manifiestos. Santisteve hace bien recordando los orígenes históricos de los centros cívicos. Estos fueron resultado de las demandas de equipamientos desplegadas desde esos potentes movimientos vecinales de finales de los 70 y principio de los 80 que acabaron luego inmediatamente fagocitados o destruidos en los procesos de “normalización democrática”. Los centros cívicos, una vez desactivados los movimientos que los generaron, han quedado en lo que todas conocemos, espacios la mayor parte de las veces inanes, en los que se realiza todo tipo de actividades culturales, pero siempre bajo supervisión de su dirección pública, la cual se da siempre bien separada de los usuarios. Espacios, en definitiva, de los que ha sido evacuada toda posibilidad de construcción alternativa de modos de vivir y relacionarse autónomos, críticos con lo existente y libres de tutela. No es casual, entonces, que el Buñuel haya tenido que servir de refugio a toda una serie de actividades, especialmente aquellas de calado político, que eran censuradas en los centros cívicos públicos.

Pero nada de esto importa demasiado, porque los antecedentes inmediatos del Buñuel no son los centro cívicos de los 80, sino los centros sociales okupados de las décadas de los 90 y 2000 y, más en concreto, los llamados centros sociales de segunda generación, es decir, los adscritos al área de lo que se llamó la Autonomía. Sin abundar en la genealogía de los movimientos autónomos, sí resulta oportuno señalar que este tipo de centros sociales emerge en el estado español tras la derrota histórica de los movimientos vecinales sí, esos de cuya desaparición dan testimonio los aburridos centros cívicos, pero también toda otra serie de equipamientos colectivos como centros de salud, zonas verdes, etc. y, más en general en Europa, tras la debacle del movimiento obrero.

Estos centros sociales fueron, sin duda, escuelas de participación y de democracia, como apunta, para el Buñuel, Santisteve, pero en un sentido bien distinto al que esas “palabras de goma”, por usar la calificación que diese de “democracia” Blanqui, tienen cuando referidas a la gestión de lo público. Poco tiene que ver formar parte de un centro social, y la implicación afectiva que ello supone y los efectos de transformación subjetiva que de ello se derivan, con cualquiera de las políticas de participación ciudadana ofertadas desde las instituciones públicas. Pero menos aún tienen que ver las democracias radicales, en muchos casos algo crudas, poco sutiles, de los centros sociales con los modelos liberales de democracia representativa. De hecho, es precisamente en la forma de entender la democracia donde se constata que los centros sociales son, antes que una escuela de integración, fábricas de antagonismo y conciencia oposicional. La democracia defendida en los centros sociales, pero ya antes en otros espacios, desde los barcos piratas hasta los kibutz, y también después, en las primaveras árabes, en las plazas de 2011 o en el Occupy, suponen la impugnación viva de cualquier forma política que exija la cesión de la propia potencia a una instancia representativa. En resumen, suponen el rechazo de las formas liberales de democracia.

En cualquier caso, el CSC Luis Buñuel, que empezó su andadura como un centro social okupado, fruto de un proceso de reapropiación colectiva del espacio respecto del abandono en el que lo mantenían sus propietarios, al igual que sus antepasados inmediatos de las décadas precedentes, se constituyó como fábrica de subjetividad antagonista desde el momento mismo de su fundación, puesto que su mera existencia suponía la interrupción de los procesos de degradación de la vida del barrio del Gancho en el que se sitúa, procesos estos indispensables para la gentrificación de la zona. El CSC Luis Buñuel liberaba, así, desde su inauguración, un fragmento del espacio urbano de las lógicas mercantiles y depredadoras, para prefigurar tras sus puertas una alternativa tanto a las formas de gestión privadas como públicas: unas formas que el propio centro social dio en llamar comunitarias.

2.

Sin duda, la capacidad creativa de los centros sociales —del Buñuel, por tanto— no se agota en la producción del antagonismo, sino que el antagonismo, esto es, su dimensión oposicional respecto de las instituciones de poder constituidas es sólo una excrecencia necesaria, un efecto inevitable de su propio proceso de autoproducción, de su potencia constituyente y de la afirmación radical, en definitiva, de su deseo de autonomía. En ese sentido, una de las características definitorias del Buñuel ha sido la de desplazar de su habitual centralidad las dinámicas de enfrentamiento, concediendo el protagonismo a los procesos autoproductivos. Se trataba, al fin, de poner el acento y concentrar los esfuerzos en sí mismo antes que en sus virtuales enemigos.

Así, en ese desplazamiento del foco y de las energías desde las lógicas de confrontación a las lógicas de autoconstitución, el Buñuel era, de nuevo, digno heredero de los llamados centros sociales de segunda generación. Son estos centros sociales los que, de alguna manera, “inventan” la táctica de negociación con las instituciones públicas como forma de avanzar en la consecución de objetivos estratégicos, uno de los cuales no puede ser otro  su insistente perseverar en el ser o, lo que es lo mismo, la permanencia en el espacio okupado. Frente a la táctica de la ruptura y confrontación directa, característica de los centros sociales de primera generación, estos “nuevos” centros sociales comienzan a experimentar con tácticas que buscan eludir el conflicto allí donde está perdido de antemano, para, de este modo, asegurar la conservación de los espacios, salir de la trampa de las lógicas puramente antirrepresivas, así como del circuito de desgaste del “un desalojo, otra ocupación”, y todo ello sin dejar de incidir de manera transformadora sobre la realidad social circundante ni perder un ápice de su potencia oposicional frente a las instituciones de poder constituidas.  

Es dentro de esta lógica donde hay que situar la relación con las instituciones públicas de gobierno de la ciudad, las negociaciones mantenidas y el acuerdo de cesión de uso de los espacios alcanzado con el Ayuntamiento. El acuerdo, si bien resultó decepcionante si lo comparamos con otros semejantes como el alcanzado por Can Batlló con el Ayuntamiento de Barcelona, en el que la cesión se hizo a 50 años, fue un éxito indiscutible, especialmente si tenemos en cuenta el contexto en el que se había producido la okupación. Esta, la okupación del Luis Buñuel, sucede en un contexto de crisis económica profunda en el que las instituciones públicas no sólo están procediendo a una reducción salvaje del gasto público, sino incluso a la privatización mediante la venta a precio de saldo de parte de su patrimonio e incluso de importantes ramas de su estructura. Ante la incapacidad por parte de las instituciones públicas para ofrecer los servicios e instalaciones necesarias para el bienestar de la población, qué mejor para estas instituciones que la aparición de un centro social autogestionado que se encargase de responder a las demandas legítimas de los ciudadanos sin suponer ningún tipo de coste para las arcas públicas. Sin duda, para las instituciones públicas municipales la emergencia de un proyecto como el Luis Buñuel, con su lista interminable de actividades culturales y de ocio, suponía un balón de oxígeno frente a las exigencias del barrio en el que se sitúa y cuya desatención constituía un foco de conflicto urbano irreductible. Consciente de la ambivalencia efectiva de la okupación, el CSC Luis Buñuel, en lugar de adecuarse a los intereses del Ayuntamiento, consistentes, básicamente, en desentenderse de sus obligaciones para con la población y ahorrar en gastos, decide dar un paso adelante y no conformarse con el uso consentido de los espacios, sino presionar para exigir que desde la institución pública se asuman los costes de rehabilitación parcial del edificio y de los suministros básicos de luz, agua y calefacción.

Donde algunos quieren ver una estrategia de colaboración de un centro social con las instituciones públicas, interpretando eso bien como pérdida de la radicalidad de la propuesta antagonista bien como demostración de responsabilidad ciudadana, en realidad lo que está teniendo lugar es, justo al contario, una intensificación, favorable al centro social, del conflicto entre dos formas de institucionalidad distintas, en disputa por la legitimidad de la que extraen su poder y su relativa autonomía.  Es aquí donde hay que situar la firma del acuerdo de cesión temporal del espacio que ocupa, ahora ya con “c”, el Buñuel: un acuerdo que certifica el desistimiento, bien es cierto que temporal, de los poderes públicos frente a las exigencias del centro social, estableciendo las condiciones de un armisticio que reconoce la plena soberanía del centro social para decidir sobre sus espacios, además de la obligación de la institución pública de hacerse cargo de los costes derivados del uso. 

No conviene minusvalorar el logro que para el CSC Luis Buñuel supuso el acuerdo de cesión, tanto por la nueva coyuntura que generaba —un periodo inusitadamente largo para trabajar libre de la amenaza de desalojo— como por los esfuerzos titánicos que hubo que desplegar para alcanzarlo. Desde esta perspectiva, el proyecto político de asalto por vía electoral al Ayuntamiento desarrollado bajo el nombre de Zaragoza en Común no fue otra cosa que un medio a través del cual el CSC Luis Buñuel consiguió forzar a la institución pública a firmar dicho acuerdo y así blindar temporalmente su autonomía. Es decir, el Buñuel, sin duda junto a toda otra serie de agentes, hubo de arrebatar el control de la institución pública de gobierno local hasta entonces y ahora de nuevo en manos de los grandes grupos económicos y de la aristocracia local, para obligar a que del otro lado de la mesa se sentaran unos negociadores algo mejor dispuestos a atender a sus intereses legítimos.

Sin duda, el esfuerzo que implicó para el centro social alcanzar el acuerdo le pasó una importante factura, tanto porque tuvo que inmolar en el proceso muchos de sus activos como porque hubo de rebajar el tono político para hacer asumible a su contraparte los términos del acuerdo de modo que esta no los percibiera como humillantes. La consecuencia más inmediata de todo esto no fue otra que un cierto debilitamiento del proyecto político antagonista que encarna el Buñuel, la pérdida de dinamismo de su órgano autónomo de gobierno, esto es de su asamblea, un cierto cierre y estancamiento en las tareas de gestión de las múltiples actividades, así como del propio espacio, y, en definitiva, el deslizamiento del centro social hacia lógicas cada vez más semejantes a las de eso que Santisteve bautiza como un centro cívico de última generación.

Esas consecuencias se habían ido viendo agravadas hasta ahora, justo cuando, conminado por un juez de provincias dispuesto a extralimitarse en sus funciones y, probablemente, empujado también por la existencia de una opción electoral aún más autoritaria que la que él representa, a las puertas de las elecciones municipales Azcón ha decidido recordar uno de sus más delirantes compromisos electorales, haciendo con ello estallar la aparente inevitabilidad con la que sucedía la toma de decisiones políticas desde que accedió al cargo de alcalde de Zaragoza. La decisión unilateral por parte del Ayuntamiento de romper el statu quo arbitrado durante la legislatura previa en favor del Buñuel ha, de pronto, reabierto un conflicto soterrado de resultado incierto. Frente a ello, el Buñuel ha sido taxativo en la defensa de su autonomía respecto de los poderes públicos. La declaración de intenciones del Buñuel de resistir a cualquier intento de desalojo por parte del Ayuntamiento ha dado lugar a una reacción en cadena de movilización del tejido social urbano, el cual se ha convocado a sí mismo en primer lugar para hacer una demostración de fuerza el próximo sábado 21. En este momento resulta imposible predecir cómo se sucederán los acontecimientos. Es una buena notica. El tiempo del kairós ha vuelto.

  [Artículo publicado originalmente en El Salto]

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia