viernes, 7 de mayo de 2021

Crítica y clínica del 15M

Frente a la batalla por el relato que, con motivo del décimo aniversario del 15M, ya está teniendo lugar y no hará sino intensificarse en los próximos días, una pregunta se impone. Es la pregunta por la actualidad. Si reviste algún interés preguntarse por el pasado reciente es porque nos permite entender algo mejor nuestro ahora y, a partir de un análisis de tendencias, detectar las opciones de transformación que la actualidad contiene, anticipar dónde se encuentran las líneas de fractura posibles. La cadena no se rompe por el eslabón más débil, sino allí donde la potencia autónoma de clase resulta más consistente.

No hay duda de que el ciclo político iniciado hace ahora menos de diez años sigue abierto. No cabe, por tanto, “novela” alguna del 15M, mucho menos “novela de formación”, como si un sujeto inmaduro hubiera alcanzado o fuese a alcanzar la mayoría de edad que lo dotaría de autonomía. Si algo merece ser subrayado es, precisamente, el hecho de que las formas de antagonismo desplegadas por la clase en formación son expresión no mediada de su autonomía, la cual aparece, simultáneamente, como algo que “ya ha sucedido” y como una “tarea” siempre aún por terminar.

En primer lugar, es necesario constatar que, contra la impresión de muchos de los que participaron en la ocupación de las plazas y en las sucesivas oleadas que siguieron, de manera intermitente, al desmantelamiento de las asambleas allí constituidas, el 15M no es una creación ex nihilo. El ciclo 2011-2021 se inscribe en un ciclo de onda larga que tienen un momento de inicial coagulación en el movimiento antiglobalización y, más en concreto, en las contracumbres de Seattle y Génova. La contracumbre de Seattle es, no el primero, pero sí el más exitoso intento de articulación de esa nueva clase que, si bien había proliferado siguiendo dinámicas grupusculares, se recompone en una red de colectivos a escala global a través de herramientas de software libre y de la aparición de las plataformas digitales del movimiento como Indymedia, Nodo50 o Sindominio. La experiencia de las contracumbres va a tener efectos de largo alcance al interior del ciclo de onda larga que aún hoy permanece abierto. La experiencia de Génova tiene un doble efecto. En primer lugar, el abandono de la táctica del espectáculo de la confrontación. En segundo lugar, la inauguración de nuevas formas de agregación que caracterizaron las décadas sucesivas y, más en concreto, al 15M: el gesto de los Tute Bianche quitándose los monos y lanzando una llamada de auxilio al afuera del movimiento es el momento simbólico de una mutación que supondrá, a la postre, la disolución de la forma-colectivo como figura elemental de la composición tecnopolítica de clase y su sustitución por dinámicas de agregación masiva y distribuida.

Antes de que se hubieran apagado los últimos rescoldos del corto ciclo altermundista, la breve pero potente ola de movilizaciones a escala mundial del No a la guerra de 2003, y toda otra serie de movilizaciones, antes de 2011, se sucederá festiva:  desde los Reclaim the Streets y los días del Orgullo al EuroMayDay que, contra los rituales vacíos convocados por los grandes sindicatos cada 1 de mayo para ese fetiche de la izquierda en que se había convertido la clase obrera; de ahí al movimiento V de Vivienda y, más en general, en las Plataformas por una vivienda digna, primeros experimentos que luego darán lugar en 2009 a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. En todo caso, se detecta una mutación en las formas de organización autónoma de clase que apunta a la subordinación de la forma-colectivo respecto de formas de agregación masiva capaces de construir nociones comunes entre diferentes y, en ello, dar expresión a una nueva composición tecnopolítica de clase.

Estos años son también los años de lo que podemos denominar “La Gran Migración”. En un tiempo extremadamente breve se abandonan las plataformas de contrainformación que habían servido de palanca organizativa y de medios autónomos de expresión y difusión del movimiento para desplazarse, por un lado, a redes sociales privativas, como Twitter y, sobre todo, Facebook, y, por otro, a la constitución de medios digitales parcialmente profesionalizados, como Diagonal o, aquí en Aragón, AraInfo, y a una nutrida malla de blogs personales y páginas web de colectivos.

Surgido al calor de las protestas contra la aprobación de la Ley Sinde que, aunque pueda parecer una cuestión menor, impactaba de lleno sobre las dinámicas autónomas de composición tecnopolítica de clase, el 15M replica muchas de las formas con las que se venía experimentando de manera intermitente en el ciclo post-Génova: ocupación del espacio público, cierta sentimentalidad alegre, festiva incluso, elusión de la confrontación directa con las fuerzas de orden público, hospitalidad para con los diferentes, horizontalidad asamblearia, formas de agregación masiva, dinámicas de antagonismo difuso. Sin embargo, el 15M, inspirado en la táctica de ocupación de plazas reinventada en las Primaveras Árabes, impone transformaciones de calado respecto del ciclo anterior que son las que hacen de él un acontecimiento. Dos vectores permiten resumir estas modificaciones: el número y la duración. Ambos vectores conjugados impondrán la definitiva obsolescencia de la forma-colectivo como unidad fundamental de organización autónoma. A partir de la ocupación de las plazas a tiempo indefinido las formas primitivas de rebeldía grupuscular tienden irremediablemente a disolverse bajo el impulso de unas formas relativamente estables de agregación masiva, soportadas por “la ocupación” simultánea de las plataformas privativas. Un sin fin de grupos de Facebook se replican viralmente en la red conformando una especie de asamblea permanente asíncrona.

La nueva clase parece haber, definitivamente, tomado cuerpo en este agregado multitudinario que festeja el encuentro en las plazas bajo el impulso de un deseo compartido de mayor democracia. Sin embargo, es necesario constatar que el propio éxito de la experiencia tiene como efecto inmediato la interiorización de unos conflictos que hasta entonces se habían experimentado como combates contra un enemigo exterior. Lo que antes era un “nosotros” de activistas frente a un multiforme “ellos” en el que se incluían desde los grandes capitales hasta los partidos de izquierdas y los sindicatos mayoritarios, ahora se había convertido en un “nosotros” múltiple, heterogéneo y, en muchas ocasiones, contradictorio consigo mismo.

El conflicto interiorizado más importante tiene que ver con la presencia de algo que se puede caracterizar como un cierto impulso neurótico dentro del movimiento. Si, en continuidad con el ciclo anterior de luchas, el 15M estaba en gran medida dominado por un deseo de emancipación y construcción de autonomía, sin embargo, en su seno este deseo coexiste con una fuerte nostalgia por un pasado mítico que delira un país formado por clases medias protegidas por sistemas de bienestar que, al menos en España, nunca han existido. Aquel “¡No nos representan!” que para muchos era la constatación alegre e irrevocable del carácter anacrónico de la lógica de la representación parlamentaria y una crítica sin ambages a toda forma de delegación política, para otros expresaba su desafección por los partidos existentes o, incluso, era sólo la manera de manifestar una voluntad de reforma del sistema electoral que estableciera repartos más ecuánimes y facilitase, con ello, salir de la lógica del bipartidismo.

La retirada táctica de las plazas fue el comienzo de un ciclo de luchas que, de manera intermitente, no ha dejado de convulsionar, con desigual éxito a la hora de constituir instituciones autónomas duraderas, los cimientos de lo establecido. Surgen nuevas formas de sindicalismo social que, centradas en el derecho a la salud y a la educación replican las formas de agregación propias del 15M. La marea blanca por la salud y la marea verde por la educación se constituyen a partir de lo que se dio en caracterizar como una política del 99%. Pero, también, otra vez nos encontramos con una ambivalencia del deseo que, partiendo de dinámicas autónomas de experimentación democrática, oscila entre un impulso de transformación radical que asiente a la novedad y un impulso neurótico que delira el retorno a formas de bienestar que nunca existieron o, peor aún, se conforma con defender el statu quo frente a los recortes y las privatizaciones en materia de salud y educación.

Por otro lado, durante el período, breve si pensamos en las fechas, que va del desalojo de las plazas a la convocatoria de septiembre de 2012 de Rodea el Congreso la agitación en las calles no hace sino intensificarse. Rodea el Congreso es, quizá, el penúltimo intento por parte de los sectores menos neuróticos del 15M de empujar más allá de sus límites la crisis de representación, poniendo el acento en la necesidad de abrir un proceso constituyente que permitiera superar el Régimen del 78. En todo caso, puso de manifiesto la incapacidad de la clase a la hora de introducir transformaciones efectivas a través de la política de calle. Frente a semejante callejón sin salida la imaginación colectiva inventa, progresivamente, un nuevo arsenal de nociones comunes que se puede resumir en lo que se dio en llamar “hipótesis de asalto institucional”.

El experimento Podemos carece de interés, porque desde muy pronto lo que podía haber sido un proyecto de organización autónoma de la gente se convierte en poco más que una agencia de contratación de esos jóvenes que unos años antes soñaran un futuro con casa, curro y, por ende, miedo. El afortunado, aunque poco creíble proviniendo de un trotskista, eslogan de “Todo el poder a los círculos” se vio inmediatamente eclipsado por el éxito arrasador en Vistalegre de la propuesta de Errejón de la “máquina de guerra electoral” y las proclamas en que Iglesias defendía la “eficacia” antes que la “democracia” y la “toma del cielo por asalto, no por consenso”. Los impulsos neuróticos se deslizan aquí hacia formas de narcisismo perverso que no apelan a la clase en su autonomía, sino que sólo la contemplan en tanto que instrumento al servicio de los intereses del partido.

La apuesta municipalista, tal vez porque respetó las formas de autoorganización surgidas en el 15M, como experimento de expresión afirmativa de la potencia autónoma de clase resultó, sin duda, una experiencia más interesante. Demostró que se podía ganar en el campo de batalla electoral y, en ese sentido, fue quizá la más contundente demostración de fuerza hecha por la clase a lo largo del ciclo. Sin embargo, el éxito electoral tuvo un doble efecto desmovilizador. En primer lugar, generó en muchos la falsa esperanza de un cambio proveniente de las instituciones “asaltadas” y, con ello, la renuncia a desplegar desde abajo políticas que pudieran poner en jaque a los gobiernos municipales. En segundo lugar, la pronta deriva conservadora de estos mismos gobiernos los llevó a desarrollar estrategias de contención de los conflictos y a funcionar más como apagafuegos que como catalizadores de las luchas sociales.

Si la apuesta de asalto institucional ha tenido un efecto virtuoso ese ha sido, precisamente, el hecho de que ha puesto de manifiesto de manera meridiana las contradicciones internas al Acontencimiento-15M que no han dejado de reproducirse a lo largo de todo el ciclo subsiguiente según la lógica de compulsión de repetición. La ambivalencia del deseo colectivo no ha dejado de bascular entre la neurosis nostálgica y el impulso emancipador. Si bien en un sentido sustancialmente distinto al que le diese Lenin, el diagnóstico del ciclo post15 no puede no detectar la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo expresado por la composición autónoma de clase durante la última década.

Pero, si la apuesta de asalto institucional y, muy especialmente, la apuesta municipalista, ha permitido tomar conciencia de las muy variadas formas de compulsión de repetición que dinamitan desde dentro del movimiento el despliegue autónomo de clase, la siguiente ola de movilizaciones, penúltima de un ciclo aún abierto, no ha hecho sino recordar que la conciencia no salva. A la resaca emocional dejada por la deriva reactiva de los gobiernos municipales, sólo se ha podido salir gracias al movimiento feminista, que era portador de una genealogía propia y distinta de la del 15M, pero que, gracias a eso mismo, fue capaz de reactivar las formas más virtuosas de agregación inventadas con motivo de la ocupación de las plazas. Esto no ha evitado que en el proceso no hayan reemergido dinámicas que ponen de relieve una vez más las contradicciones internas al ciclo, con sus procesos virtuosos de agregación masiva, pero, también, con su compulsión de repetición.

No ha terminado de romper la última ola de movilización feminista y ya vemos dibujarse en el horizonte la siguiente. Antes hubo conatos prometedores, como el de las nuevas formas de ecologismo, que hicieron su ensayo general en los Fridays for Future. En la última fase del ciclo se asiste a la conformación de una serie de nuevas instituciones que seguro marcarán la siguiente ola de protestas, introduciendo un desplazamiento en las posiciones de deseo que han caracterizado la última década. Se trata de la emergencia de todo un nuevo sindicalismo de clase de sectores que, por su precariedad, habían sido marginales en los años previos del ciclo. Entre estas instituciones, podemos contar, entre otros, al Sindicato de Riders, el Sindicato de Manteros, las Kellys, las Jornaleras de Huelva en Lucha y, sobre todo, la rica multiplicidad de organizaciones de trabajadoras sexuales, desde el Sindicato OTRAS al Colectivo de Prostitutas de Sevilla o a las Putas Libertarias del Raval. Este sindicalismo de las sin-sindicato supone la irrupción de toda unas serie de figuras que, por las condiciones materiales mismas contra las cuales se organizan, difícilmente desplegarán formas neuróticas de deseo, en tanto que la nostalgia de retorno a un pasado mejor o la fantasía de conservación de condiciones de vida previas se encuentran obturadas desde el principio. Algo semejante ocurre con los Sindicatos de Inquilinos. Queda por ver cómo la composición tecnopolítica de clase que está sedimentando a partir de esta nueva institucionalidad y de las figuras emergentes que la acompañan se concreta en la construcción de nuevas nociones comunes y en la forma-red de agregación masiva, así como en nuevas experimentaciones que suban la apuesta. Todo está en juego. La partida sigue abierta.

(Escrito con E. Cozzo y publicado originalmente en Arainfo)

martes, 4 de mayo de 2021

El fin de la utopía

La biblioteca filosófica moderna incluye en sus anaqueles un sin duda peculiar conjunto de textos en el que la razón que se supone guía al pensamiento escoge senderos cuando menos sorprendentes. José Luis Rodríguez García (León, 1949) nos ofrece en su último libro, Postutopía, algo más que un cuidadoso repaso al archivo de eso que E. Bloch llamase "ensoñaciones diurnas", a los estantes en los que reposan los volúmenes de la literatura utopística. Me gustaría subrayar su interés, porque ofrece uno de los análisis filosóficos más detallados de los rasgos constitutivos de este archivo, pero, también y sobre todo, porque de su crítica de la razón utópica se derivan conclusiones políticas que considero interesantes y que tal vez merezca la pena discutir. Junto al Príncipe de Maquiavelo los manuales escolares acostumbran a mencionar, en un pequeño recuadro a pie de página, a Tomás Moro, para, así, dejar constancia de los dos grandes polos de innovación en materia de pensamiento político dejados por el Renacimiento a la Modernidad. Y aún no hace demasiados años, aunque el tiempo pasa, Francisco Fernández Buey, con quien J.L. Rodríguez discute amablemente, planteaba en su Utopías e ilusiones naturales que "La utopía ha nacido, con la modernidad europea, de la negativa del pensamiento político a ponerse incondicionalmente al servicio del Príncipe". (Fernández Buey, F., 2007, p. 326). 

Maquiavelo o Moro, tal parece ser la disyuntiva a la que nos aboca la indagación en los orígenes del pensamiento moderno si hemos de hacer caso a los manuales escolares de filosofía. Creo que, si bien la apreciación es correcta, lo es en un sentido diametralmente distinto al que propusiese Fernández Buey. La lectura del libro de J.L. Rodríguez nos ofrece una más precisa evaluación de esa disyuntiva, pues acaso, tal es la sospecha, la utopía no esté tan alejada de un saber al servicio del Príncipe. Veámoslo con algo de detenimiento. 

Hay dos formas preminentes de aproximación al archivo de la literatura utopística. Una forma enciclopédica, que vendría a rastrear y a ordenar el catálogo de títulos que pueden incluirse en el mencionado archivo. Así, por ejemplo, lo que hace Layla Martínez en Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). Pero también se da una forma filosófica, creo que más interesante, que trataría de poner de manifiesto los principios constitutivos de la biblioteca. Quizá toda aproximación bascule entre una y otra forma, porque difícilmente se puede ordenar el catálogo sin manejar, aunque sea de manera no explícita, algunos principios que lo definan y recorten así el archivo, pero tampoco parece posible establecer los principios que gobiernan el género sin rastrear antes el catálogo. El libro de J.L. Rodríguez, tal es una de sus grandes virtudes, alcanza un raro equilibrio entre ambas formas de aproximación, pues si bien su abordaje de la biblioteca utopísitca se hace desde perspectivas filosóficas, al mismo tiempo demuestra un pormenorizado conocimiento del catálogo. 

Entiendo que el envite analítico de Rodríguez se juega en la distinción entre lo que él denomina pasión eutópica y las realizaciones que, ya en el Renacimiento y a lo largo de la Modernidad, se habrían derivado de esta, a las cuales denomina proyecciones utópicas. La referencia a E. Bolch es explícita: la noción de pasión eutópica no dista mucho de la noción blochiana de principio de esperanza y, menos aún, de la de función utópica. Todas aluden a un rasgo antropológico, a un impulso que alienta al sujeto humano en eso que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos cifrase como verdad autoevidente y, por tanto, derecho natural inalienable de todo hombre: "the pursuit of happiness". Insisto: la referencia a Bloch es explícita. Pero hasta aquí llega, pues Rodríguez rápidamente se desmarca de algunas consideraciones del filósofo de Ludwigshafen. 

En primer lugar, si, al igual que la función utópica bochiana, la pasión eutópica es un rasgo antropológico, Rodríguez deja bien asentado que se trata de un rasgo antropológico que concierne tan sólo al hombre moderno. No es detectable una pasión eutópica antes de Bacon, en cuya Nueva Atlántida esta aún se expresa de manera muy matizada. En todo caso, ni las ensoñaciones platónicas de la buena república ni la ciudadanía aceptada por el Dios agustiniano, por poner tan solo dos ejemplos, podrían ser incluidas en el catálogo de la literatura utopística, siendo que antes del Renacimiento encontramos, como asevera Rodríguez, exclusivamente extensiones perfeccionadas de los que hay, pero no ensoñaciones diurnas que expresen una contrafacticidad radical frente a lo existente. Contrafacticidiad que, insistiremos, caracteriza lo utópico. 

Más importante es la distancia que, frente a Boch, establece Rodríguez entre su principio de esperanza, al que, como he indicado, llama pasión eutópica, y las proyecciones utópicas que se deducen de él. Es el núcleo del libro que estamos revisando. En él se despliega un estudio pormenorizado de las proyecciones utópicas que va a poner de relieve cómo dichas proyecciones no suponen la realización de la pasión sino, al contrario, su inaceptable limitación. Las páginas dedicadas a la deconstrucción de la biblioteca utópica son admirables, aún si se puede disentir en algunas de las generalizaciones que necesariamente exige la delimitación de principios, apuntando excepciones o una a veces conveniente elección de los ejemplos. No es esto lo importante, por cuanto resulta convincente la detección que Rodríguez lleva a cabo de algunos elementos cuya presencia, en un archivo que esperaríamos fuera disparatado, sorprende por su monotonía.  

Tres tipos de principios rigen según Rodríguez el archivo utópico: 1. Principios topológicos, 2. Principios morfológicos y 3. Principios conceptuales. No me detendré a detallar las descripciones desplegadas en Postutopía, por cuanto la disección cuidadosa de los elementos constitutivos de las proyecciones utópicas está acompañada de una igualmente minuciosa selección de algunos de los momentos más relevantes contenidos en el archivo: el Viaje a Icaria de Cabet, El año 2000 de Bellamy, La Ciudad del Sol de Campanella, sobre todo El otro mundo de Bergerac, la Doctrina Social de Fourier, entre muchos otros, permiten a Rodríguez extraer esos principios que se repiten de manera monótona en toda utopía. Su conocimiento del archivo resulta abrumador. Quiero retener uno de los rasgos que, de manera regular, caracterizan a las proyecciones utópicas, tanto en su versión "normal" como en esas otras versiones que llamamos distopías. Me refiero al carácter contrafáctico que ya hemos mencionado previamente y que, sin duda, es condición necesaria para la definición del género. J.L. Rodríguez se detiene a subrayarlo, estableciendo una nítida diferencia entre la Ciudad Utópica y la Ciudad Ideal, en tanto esta última no supondría la revocación contundente de lo que hay, mientras que la primera se constituiría precisamente por la negación de todo aquello que define el presente. 

La proyección utópica se desenvuelve, entonces, a partir de una radical extrañeza respecto de lo dado.  Quedémonos con eso para volver luego de señalar los dos elementos sobre los que se apuntala la crítica de Rodríguez a toda proyección utópica. El primero es, sin duda, de importancia, porque pone en entredicho la ya antes mencionada caracterización de la utopía como un saber no subordinado al Príncipe. Frente a la tesis de Fernández Buey, Rodríguez pone de relieve cómo la proyección utópica se sostiene sobre un principio activo que desarrollaría las necesarias tareas policiales que aseguran el buen orden del entramado social de la Ciudad Diferente: "lo verdaderamente significativo, escribe Rodríguez, es que el conjunto de la biblioteca utopística destila sus favores en pro de la figura del Bienhechor, Sabio o como quiera llamarse a la figura unificadora" (Rodríguez, 2020, p. 183). Resulta desalentadora la constatación de que, finalmente, esas ensoñaciones de mundos mejores se demuestran incapaces de desentenderse de la reivindicación de un Príncipe que certifique la óptima realización de los cambios que definen el nuevo orden. La desesperanza distópica no parece ser sino la expresión de ese desaliento ante la dificultad de imaginar un mundo radicalmente otro sin reproducir la sed de unidad que late bajo toda proyección utópica. En ese sentido, la postutopía defendida por Rodríguez vendría a exigir reconsiderar la pasión eutópica en relación a un necesario proceder democrático. ¿Cómo pensar esa articulación que prescinde de todo principio unificador, del Sabio o, siguiendo el sueño de Wells, del Samurái, para asentar el proyecto contrafáctico que rechaza lo que hay?

J.L. Rodríguez reconoce la dificultad, diagnosticando que la necesidad del Sabio, esto es del principio activo sobre el cual se asienta la contrafacticidad de la utopía, viene derivada del particular modo de considerar la temporalidad sobre la cual se despliega pensamiento utópico. La literatura filosófica utopística asienta sus propuestas de realización de la pasión eutópica en una concepción de la temporalidad que afirma la articulación lineal de pasado, presente y futuro. El pensamiento utópico, al suponer la realización de la pasión eutópica en las proyecciones utópicas, impondría una devaluación del presente en beneficio del futuro. Es esta devaluación del presente lo que le resulta lamentable a J.L. Rodríguez, en primer lugar, porque supone el ahogo de la potencia actual en beneficio de la oxigenación de una potestas imaginaria, inexistente, futura. Tal es, creo, la tesis fundamental del libro Postutopía: resulta obligatorio renunciar a la concepción de la temporalidad como articulación pasado-presente-futuro y cumplir con el necesario abandono, ya en curso, de las proyecciones utópicas de realización futura para proceder a la revalorización del presente, único topos sobre el cual puede realizarse la pasión eutópica

J.L. Rodríguez cierra su libro recuperando al viejo Althusser, quien en La corriente subterránea del materialismo del encuentro reivindicase el "vacío de determinaciones" y, con ello, a un Maquiavelo republicano, tal vez frente al Príncipe-Sabio que domina la utopía desde Moro. Nada de proyecciones, vendría a señalar el comunista. No contarse historias, fue la definición que diese del materialismo en filosofía. Nada de proyecciones, por cuanto sólo hay, desde una perspectiva materialista, la asunción de la contingencia de lo que se da y la apertura al horizonte incierto marcado por la inconsistencia de lo que es, por la primacía de lo aleatorio. La voz de Lucrecio resuena a través de los siglos. Es inapelable. Como, tras constatar que "el Azar es la maravilla de lo imprevisible", recuerda Rodríguez, "es absurdo delimitar propuestas. Esta es la obligación de los burócratas, pero no la nuestra" (Rodríguez, p. 246).

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia