La plural composición inicial del cristianismo, el vendaval dislocado que infiltra la religiosidad incluso en algunas de entre las mentes más preclaras que habitan entre los siglos II y IV d.C, resulta sorprendente. Las derivas asociadas a los regímenes de verdad de las diversas sectas filosóficas, especialmente platónicas y estoicas, pero no sólo, parecen haber preparado la irrupción de ese extraño deseo de trascendencia que impregnará el Medioevo. No es necesario insistir en lo inoportuno de mitificar la razón grecolatina entendida esta como un todo, la filosofía antigua en su totalidad. Al fin, su despliegue es en gran medida responsable del final triunfo de esa formas deterioradas y atroces que preceden a la Modernidad. De dónde si no las más o menos precisas argumentaciones apologéticas con que se comenzase a erigir la Razón Teológica, de dónde la consistencia teórica que la posibilita. En los primeros siglos de su formación resulta difícil e incluso imposible distinguir con claridad entre el marasmo de sectas y ofertas que se entrelazan y confunden. Las líneas dominantes aún no se han instaurado. Junto a Justino, Taciano o Atenágoras encontramos a los gnósticos Marción, Valentín o Basílides, los cuales también reclaman su parte en el reparto de las lecturas del Nuevo Testamento y en la revelación de la verdad. Las opciones se confunden. Taciano, por ejemplo, padre apologeta, discípulo de Justino, se desplaza hacia en encratismo, del que será jefe de secta. M. Onfray ha se ha referido hace poco y de forma suficiente en la importancia de algunas de estas corrientes gnóticas que alcanzan hasta bien entrado el Medioevo y cuyo influjo sobre los propios pensadores considerados de la ortodoxia cristiana es probablemente imposible de evaluar. No insistirermos más en ello.
Interesa aquí evaluar ciertas concepciones originales de la divinidad cristiana que apuntan en un sentido neoplatónico y que, de modo silencioso, irán a permitir con el paso de los tiempos la apertura de una racionalidad de corte inmanentista, con la ruputra, por tanto de los supuestos sobre los cuales se ha asentado desde Agustín el discurso del dogma vaticano. Porque una especie de teología negativa se encuentra ya desde el comienzo de la contrucción de la apología de Cristo. El propio Justino, aún San Justino, Justinio Mártir, instruido en el platonismo y en la lectura del Timeo, ofrecerá una imagen de la divinidad de corte negativista: Dios es innombrable. Llamarle Padre o Señor en último término es evitarlo, pues que con ello sólo se alude a aquello que produce y no a Él, que permanece oculto. Para Justino Dios es anónimo. Sólo el Verbo, que es ya un Dios engendrado antes de toda criatura, Dios de segundo orden, distinto en cuanto a nombre, pero no en cuanto a concepto del incognoscible primero, se da al hombre.
Esta concepción del Dios Anónimo se proyectará a lo largo de los primeros siglos de la cristiandad, antes y al margen de la oferta teórica plotiniana, prefigurándola acaso, y, en esa misma medida, preparando la crítica a los planteamientos agustinianos y, más tarde, mucho más tarde, tomistas. Tras los apologetas que escriben el griego, a mediados del siglo III, los padres latinos extienden su palabra. Tertuliano escribe su Prescripción a los herejes antes de convertirse al Montanismo y, más tarde, fundar su propia secta y doctrina. Hacia el año 300 Arnobio, habiéndole sido negado el bautismo, redacta su Adversus nationes, donde funda una defensa de la doctrina cristiana de corte escéptico que a muchos siglos de distancia preludia el andamiaje conceptual del que, en sentido inverso, harán uso Montaigne y Charron. Incluso despliega una critica antiplatónica que será útil más tarde a los sensualista francese del XVIII y citada por el materialista ateo y hedonista La Mettrie. Su interés es enorme si atendemos a la polivalencia táctica de los discursos. Ahora resulta prioritario hacer hincapié en que es él quien pone en relación las enseñanzas del Corpus Hermeticum con las del pitagorismo y Platón. Tal percepción será heredada por su discípulo Lactancio, quien, saltando más allá del escepticismo, admirará a Trimegisto, al tres veces grande, al que es Thot, Hermes y Mercurio. Así, la patrística cristiana quedará infectada de un saludable hermetismo que no hará sino reforzar la tesis del Dios Anónimo, ser que no es, fundamento desfundamentado, abgrund, abismo.
La ontología que se desprende de semejante oferta teórica es también el punto en el que se produce la ruptura con la metafísica agustiniana. El obispo de Hipona no admitirá la hipótesis de un Dios inesencial del cual todo procedería, la propuesta de ese no-ser anterior y causa de la esencia. El Dios que el dogma del cristianismo ortodoxo impondrá es el Ser, la esencia perfecta e inmutable y, en ningún caso, un más allá de la esencia. Paradójicamente, el Super-Ser hermético, incognoscigble, absolutamente trascendente hasta el punto de trascender la existencia misma, resulta mucho más próximo que el Ser de san Agustín, Dios uno y trino del concilio de Nicea que crea el mundo a partir de la nada. La anónima divinidad, que es legible en la creación como un texto oculto, que se sostiene en el bamboleo que lo muestra al tiempo que lo esconde, corre el riesgo de devenir inmanente en tanto que todo lo creado sería expresión directa de Él. Y será a través de esta línea heterodoxa que surgirá el Renacimiento y, tras él, la Modernidad que marcase el final de la Razón Teológica. Por ella la que atraviesa desde el Pseudo-Dionisio, Juan Escoto de Erigena, el Maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, la Escuela de Florencia, Paracelso, la Kábbala judía hasta Leibniz y, de un modo acaso más particular, hasta el primer gran ateo materialista, el filósofo de la inmanencia absoluta, Baruch Spinoza.
Interesa aquí evaluar ciertas concepciones originales de la divinidad cristiana que apuntan en un sentido neoplatónico y que, de modo silencioso, irán a permitir con el paso de los tiempos la apertura de una racionalidad de corte inmanentista, con la ruputra, por tanto de los supuestos sobre los cuales se ha asentado desde Agustín el discurso del dogma vaticano. Porque una especie de teología negativa se encuentra ya desde el comienzo de la contrucción de la apología de Cristo. El propio Justino, aún San Justino, Justinio Mártir, instruido en el platonismo y en la lectura del Timeo, ofrecerá una imagen de la divinidad de corte negativista: Dios es innombrable. Llamarle Padre o Señor en último término es evitarlo, pues que con ello sólo se alude a aquello que produce y no a Él, que permanece oculto. Para Justino Dios es anónimo. Sólo el Verbo, que es ya un Dios engendrado antes de toda criatura, Dios de segundo orden, distinto en cuanto a nombre, pero no en cuanto a concepto del incognoscible primero, se da al hombre.
Esta concepción del Dios Anónimo se proyectará a lo largo de los primeros siglos de la cristiandad, antes y al margen de la oferta teórica plotiniana, prefigurándola acaso, y, en esa misma medida, preparando la crítica a los planteamientos agustinianos y, más tarde, mucho más tarde, tomistas. Tras los apologetas que escriben el griego, a mediados del siglo III, los padres latinos extienden su palabra. Tertuliano escribe su Prescripción a los herejes antes de convertirse al Montanismo y, más tarde, fundar su propia secta y doctrina. Hacia el año 300 Arnobio, habiéndole sido negado el bautismo, redacta su Adversus nationes, donde funda una defensa de la doctrina cristiana de corte escéptico que a muchos siglos de distancia preludia el andamiaje conceptual del que, en sentido inverso, harán uso Montaigne y Charron. Incluso despliega una critica antiplatónica que será útil más tarde a los sensualista francese del XVIII y citada por el materialista ateo y hedonista La Mettrie. Su interés es enorme si atendemos a la polivalencia táctica de los discursos. Ahora resulta prioritario hacer hincapié en que es él quien pone en relación las enseñanzas del Corpus Hermeticum con las del pitagorismo y Platón. Tal percepción será heredada por su discípulo Lactancio, quien, saltando más allá del escepticismo, admirará a Trimegisto, al tres veces grande, al que es Thot, Hermes y Mercurio. Así, la patrística cristiana quedará infectada de un saludable hermetismo que no hará sino reforzar la tesis del Dios Anónimo, ser que no es, fundamento desfundamentado, abgrund, abismo.
La ontología que se desprende de semejante oferta teórica es también el punto en el que se produce la ruptura con la metafísica agustiniana. El obispo de Hipona no admitirá la hipótesis de un Dios inesencial del cual todo procedería, la propuesta de ese no-ser anterior y causa de la esencia. El Dios que el dogma del cristianismo ortodoxo impondrá es el Ser, la esencia perfecta e inmutable y, en ningún caso, un más allá de la esencia. Paradójicamente, el Super-Ser hermético, incognoscigble, absolutamente trascendente hasta el punto de trascender la existencia misma, resulta mucho más próximo que el Ser de san Agustín, Dios uno y trino del concilio de Nicea que crea el mundo a partir de la nada. La anónima divinidad, que es legible en la creación como un texto oculto, que se sostiene en el bamboleo que lo muestra al tiempo que lo esconde, corre el riesgo de devenir inmanente en tanto que todo lo creado sería expresión directa de Él. Y será a través de esta línea heterodoxa que surgirá el Renacimiento y, tras él, la Modernidad que marcase el final de la Razón Teológica. Por ella la que atraviesa desde el Pseudo-Dionisio, Juan Escoto de Erigena, el Maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, la Escuela de Florencia, Paracelso, la Kábbala judía hasta Leibniz y, de un modo acaso más particular, hasta el primer gran ateo materialista, el filósofo de la inmanencia absoluta, Baruch Spinoza.
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