En la imagen aparecen, sentados el uno junto al otro y de frente a la cámara, a izquierda y derecha de un banco respectivamente, Egon Shiele y Anton Pechka. En el pie de la foto figuran caligrafiados los nombres de ambos pintores, la fecha, 1910, y el lugar, Krumau, actual población checa de Ceský Krumol, en que fuera tomada la instantánea. Resulta inquietante la postura extrañamente arqueada de Shiele. Vestido con un traje blanco, con una mano apoyada en un bastón y la otra reposando sobre la rodilla que se intuye delgada, es todo el centro de gravedad del cuerpo el que se encuentra desplazado respecto de la localización que de él se podría esperar. La cabeza, cubierta con un sombrero que cae hacia atrás dejando la frente despejada, aparece incomprensiblemente suspendida sobre el hombro izquierdo, como si el cuello fuese incapaz de soportar por sí sólo su peso o como si de una marioneta abandonada se tratara.
Para cuando la fotografía fue realizada, Shiele ya había conocido a Erwin Dominik Osen, con quien compartirá estudio, y a Moa
Mandú, excéntricos exponentes de la danza moderna, para quienes la mímica y la exagerada expresividad corporal vertebran la escenografía. Shiele quedará, además, fascinado por los trabajos en que Osen retratara los cuerpos de los enfermos mentales internos en el hospital de Steinhof. Los movimientos retorcidos y la pasión gestual invadirán para siempre sus trabajos pictóricos, pero, sobre todo, pasarán a formar parte de la construcción de sí que forjara a través de la interminable serie de sus autorretratos.
Uno de los elementos más sorprendentes de la pintura de Egon Shiele, al menos durante el periodo que va de 1910 a 1914, es la centralidad que en sus retratos y, más explícitamente aún, en sus autorretratos cobran los gestos, las modulaciones insignificantes de la fisicidad. Los cuerpos aparecen casi como efectos de un montaje inacabado, según muecas descarnadas e imbuidos de una teatralidad excesiva. La sordidez pornográfica de las jóvenes modelos o las grotescas construcciones especulares y distorsionadas del pintor masturbándose apuntan a una concepción fragmentaria del cuerpo, a un despojamiento esencial a partir del cual el aspaviento emergería como realidad última. Las figuras se representan sobre fondos monocromados, apenas acompañadas por algunas telas que, al contrario de lo que ocurriese en las pinturas de Klimt, en las cuales los ropajes sirven para intensificar la belleza, aquí no hacen sino resaltar el abandono de un ser dislocado. Vidas rotas atraviesan la mirada para quedar fijas en la acuarela. Los rostros pueden mostrarse expresivos o no, pero es quizá precisamente en las miradas perdidas y en los semblantes ausentes donde la intensidad afectiva alcanza a desbordarse definitivamente. Porque, en último término, es la desnudez absoluta del gesto y no un cuerpo unificado lo que se muestra, particulares contorsiones de la materia. Acaso tal desnudez se pronuncie mejor que en ningún otro lugar en las naturalezas marchitas descritas por Shiele.
Para cuando la fotografía fue realizada, Shiele ya había conocido a Erwin Dominik Osen, con quien compartirá estudio, y a Moa

Mandú, excéntricos exponentes de la danza moderna, para quienes la mímica y la exagerada expresividad corporal vertebran la escenografía. Shiele quedará, además, fascinado por los trabajos en que Osen retratara los cuerpos de los enfermos mentales internos en el hospital de Steinhof. Los movimientos retorcidos y la pasión gestual invadirán para siempre sus trabajos pictóricos, pero, sobre todo, pasarán a formar parte de la construcción de sí que forjara a través de la interminable serie de sus autorretratos.
Uno de los elementos más sorprendentes de la pintura de Egon Shiele, al menos durante el periodo que va de 1910 a 1914, es la centralidad que en sus retratos y, más explícitamente aún, en sus autorretratos cobran los gestos, las modulaciones insignificantes de la fisicidad. Los cuerpos aparecen casi como efectos de un montaje inacabado, según muecas descarnadas e imbuidos de una teatralidad excesiva. La sordidez pornográfica de las jóvenes modelos o las grotescas construcciones especulares y distorsionadas del pintor masturbándose apuntan a una concepción fragmentaria del cuerpo, a un despojamiento esencial a partir del cual el aspaviento emergería como realidad última. Las figuras se representan sobre fondos monocromados, apenas acompañadas por algunas telas que, al contrario de lo que ocurriese en las pinturas de Klimt, en las cuales los ropajes sirven para intensificar la belleza, aquí no hacen sino resaltar el abandono de un ser dislocado. Vidas rotas atraviesan la mirada para quedar fijas en la acuarela. Los rostros pueden mostrarse expresivos o no, pero es quizá precisamente en las miradas perdidas y en los semblantes ausentes donde la intensidad afectiva alcanza a desbordarse definitivamente. Porque, en último término, es la desnudez absoluta del gesto y no un cuerpo unificado lo que se muestra, particulares contorsiones de la materia. Acaso tal desnudez se pronuncie mejor que en ningún otro lugar en las naturalezas marchitas descritas por Shiele.