martes, 4 de mayo de 2021

El fin de la utopía

La biblioteca filosófica moderna incluye en sus anaqueles un sin duda peculiar conjunto de textos en el que la razón que se supone guía al pensamiento escoge senderos cuando menos sorprendentes. José Luis Rodríguez García (León, 1949) nos ofrece en su último libro, Postutopía, algo más que un cuidadoso repaso al archivo de eso que E. Bloch llamase "ensoñaciones diurnas", a los estantes en los que reposan los volúmenes de la literatura utopística. Me gustaría subrayar su interés, porque ofrece uno de los análisis filosóficos más detallados de los rasgos constitutivos de este archivo, pero, también y sobre todo, porque de su crítica de la razón utópica se derivan conclusiones políticas que considero interesantes y que tal vez merezca la pena discutir. Junto al Príncipe de Maquiavelo los manuales escolares acostumbran a mencionar, en un pequeño recuadro a pie de página, a Tomás Moro, para, así, dejar constancia de los dos grandes polos de innovación en materia de pensamiento político dejados por el Renacimiento a la Modernidad. Y aún no hace demasiados años, aunque el tiempo pasa, Francisco Fernández Buey, con quien J.L. Rodríguez discute amablemente, planteaba en su Utopías e ilusiones naturales que "La utopía ha nacido, con la modernidad europea, de la negativa del pensamiento político a ponerse incondicionalmente al servicio del Príncipe". (Fernández Buey, F., 2007, p. 326). 

Maquiavelo o Moro, tal parece ser la disyuntiva a la que nos aboca la indagación en los orígenes del pensamiento moderno si hemos de hacer caso a los manuales escolares de filosofía. Creo que, si bien la apreciación es correcta, lo es en un sentido diametralmente distinto al que propusiese Fernández Buey. La lectura del libro de J.L. Rodríguez nos ofrece una más precisa evaluación de esa disyuntiva, pues acaso, tal es la sospecha, la utopía no esté tan alejada de un saber al servicio del Príncipe. Veámoslo con algo de detenimiento. 

Hay dos formas preminentes de aproximación al archivo de la literatura utopística. Una forma enciclopédica, que vendría a rastrear y a ordenar el catálogo de títulos que pueden incluirse en el mencionado archivo. Así, por ejemplo, lo que hace Layla Martínez en Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). Pero también se da una forma filosófica, creo que más interesante, que trataría de poner de manifiesto los principios constitutivos de la biblioteca. Quizá toda aproximación bascule entre una y otra forma, porque difícilmente se puede ordenar el catálogo sin manejar, aunque sea de manera no explícita, algunos principios que lo definan y recorten así el archivo, pero tampoco parece posible establecer los principios que gobiernan el género sin rastrear antes el catálogo. El libro de J.L. Rodríguez, tal es una de sus grandes virtudes, alcanza un raro equilibrio entre ambas formas de aproximación, pues si bien su abordaje de la biblioteca utopísitca se hace desde perspectivas filosóficas, al mismo tiempo demuestra un pormenorizado conocimiento del catálogo. 

Entiendo que el envite analítico de Rodríguez se juega en la distinción entre lo que él denomina pasión eutópica y las realizaciones que, ya en el Renacimiento y a lo largo de la Modernidad, se habrían derivado de esta, a las cuales denomina proyecciones utópicas. La referencia a E. Bolch es explícita: la noción de pasión eutópica no dista mucho de la noción blochiana de principio de esperanza y, menos aún, de la de función utópica. Todas aluden a un rasgo antropológico, a un impulso que alienta al sujeto humano en eso que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos cifrase como verdad autoevidente y, por tanto, derecho natural inalienable de todo hombre: "the pursuit of happiness". Insisto: la referencia a Bloch es explícita. Pero hasta aquí llega, pues Rodríguez rápidamente se desmarca de algunas consideraciones del filósofo de Ludwigshafen. 

En primer lugar, si, al igual que la función utópica bochiana, la pasión eutópica es un rasgo antropológico, Rodríguez deja bien asentado que se trata de un rasgo antropológico que concierne tan sólo al hombre moderno. No es detectable una pasión eutópica antes de Bacon, en cuya Nueva Atlántida esta aún se expresa de manera muy matizada. En todo caso, ni las ensoñaciones platónicas de la buena república ni la ciudadanía aceptada por el Dios agustiniano, por poner tan solo dos ejemplos, podrían ser incluidas en el catálogo de la literatura utopística, siendo que antes del Renacimiento encontramos, como asevera Rodríguez, exclusivamente extensiones perfeccionadas de los que hay, pero no ensoñaciones diurnas que expresen una contrafacticidad radical frente a lo existente. Contrafacticidiad que, insistiremos, caracteriza lo utópico. 

Más importante es la distancia que, frente a Boch, establece Rodríguez entre su principio de esperanza, al que, como he indicado, llama pasión eutópica, y las proyecciones utópicas que se deducen de él. Es el núcleo del libro que estamos revisando. En él se despliega un estudio pormenorizado de las proyecciones utópicas que va a poner de relieve cómo dichas proyecciones no suponen la realización de la pasión sino, al contrario, su inaceptable limitación. Las páginas dedicadas a la deconstrucción de la biblioteca utópica son admirables, aún si se puede disentir en algunas de las generalizaciones que necesariamente exige la delimitación de principios, apuntando excepciones o una a veces conveniente elección de los ejemplos. No es esto lo importante, por cuanto resulta convincente la detección que Rodríguez lleva a cabo de algunos elementos cuya presencia, en un archivo que esperaríamos fuera disparatado, sorprende por su monotonía.  

Tres tipos de principios rigen según Rodríguez el archivo utópico: 1. Principios topológicos, 2. Principios morfológicos y 3. Principios conceptuales. No me detendré a detallar las descripciones desplegadas en Postutopía, por cuanto la disección cuidadosa de los elementos constitutivos de las proyecciones utópicas está acompañada de una igualmente minuciosa selección de algunos de los momentos más relevantes contenidos en el archivo: el Viaje a Icaria de Cabet, El año 2000 de Bellamy, La Ciudad del Sol de Campanella, sobre todo El otro mundo de Bergerac, la Doctrina Social de Fourier, entre muchos otros, permiten a Rodríguez extraer esos principios que se repiten de manera monótona en toda utopía. Su conocimiento del archivo resulta abrumador. Quiero retener uno de los rasgos que, de manera regular, caracterizan a las proyecciones utópicas, tanto en su versión "normal" como en esas otras versiones que llamamos distopías. Me refiero al carácter contrafáctico que ya hemos mencionado previamente y que, sin duda, es condición necesaria para la definición del género. J.L. Rodríguez se detiene a subrayarlo, estableciendo una nítida diferencia entre la Ciudad Utópica y la Ciudad Ideal, en tanto esta última no supondría la revocación contundente de lo que hay, mientras que la primera se constituiría precisamente por la negación de todo aquello que define el presente. 

La proyección utópica se desenvuelve, entonces, a partir de una radical extrañeza respecto de lo dado.  Quedémonos con eso para volver luego de señalar los dos elementos sobre los que se apuntala la crítica de Rodríguez a toda proyección utópica. El primero es, sin duda, de importancia, porque pone en entredicho la ya antes mencionada caracterización de la utopía como un saber no subordinado al Príncipe. Frente a la tesis de Fernández Buey, Rodríguez pone de relieve cómo la proyección utópica se sostiene sobre un principio activo que desarrollaría las necesarias tareas policiales que aseguran el buen orden del entramado social de la Ciudad Diferente: "lo verdaderamente significativo, escribe Rodríguez, es que el conjunto de la biblioteca utopística destila sus favores en pro de la figura del Bienhechor, Sabio o como quiera llamarse a la figura unificadora" (Rodríguez, 2020, p. 183). Resulta desalentadora la constatación de que, finalmente, esas ensoñaciones de mundos mejores se demuestran incapaces de desentenderse de la reivindicación de un Príncipe que certifique la óptima realización de los cambios que definen el nuevo orden. La desesperanza distópica no parece ser sino la expresión de ese desaliento ante la dificultad de imaginar un mundo radicalmente otro sin reproducir la sed de unidad que late bajo toda proyección utópica. En ese sentido, la postutopía defendida por Rodríguez vendría a exigir reconsiderar la pasión eutópica en relación a un necesario proceder democrático. ¿Cómo pensar esa articulación que prescinde de todo principio unificador, del Sabio o, siguiendo el sueño de Wells, del Samurái, para asentar el proyecto contrafáctico que rechaza lo que hay?

J.L. Rodríguez reconoce la dificultad, diagnosticando que la necesidad del Sabio, esto es del principio activo sobre el cual se asienta la contrafacticidad de la utopía, viene derivada del particular modo de considerar la temporalidad sobre la cual se despliega pensamiento utópico. La literatura filosófica utopística asienta sus propuestas de realización de la pasión eutópica en una concepción de la temporalidad que afirma la articulación lineal de pasado, presente y futuro. El pensamiento utópico, al suponer la realización de la pasión eutópica en las proyecciones utópicas, impondría una devaluación del presente en beneficio del futuro. Es esta devaluación del presente lo que le resulta lamentable a J.L. Rodríguez, en primer lugar, porque supone el ahogo de la potencia actual en beneficio de la oxigenación de una potestas imaginaria, inexistente, futura. Tal es, creo, la tesis fundamental del libro Postutopía: resulta obligatorio renunciar a la concepción de la temporalidad como articulación pasado-presente-futuro y cumplir con el necesario abandono, ya en curso, de las proyecciones utópicas de realización futura para proceder a la revalorización del presente, único topos sobre el cual puede realizarse la pasión eutópica

J.L. Rodríguez cierra su libro recuperando al viejo Althusser, quien en La corriente subterránea del materialismo del encuentro reivindicase el "vacío de determinaciones" y, con ello, a un Maquiavelo republicano, tal vez frente al Príncipe-Sabio que domina la utopía desde Moro. Nada de proyecciones, vendría a señalar el comunista. No contarse historias, fue la definición que diese del materialismo en filosofía. Nada de proyecciones, por cuanto sólo hay, desde una perspectiva materialista, la asunción de la contingencia de lo que se da y la apertura al horizonte incierto marcado por la inconsistencia de lo que es, por la primacía de lo aleatorio. La voz de Lucrecio resuena a través de los siglos. Es inapelable. Como, tras constatar que "el Azar es la maravilla de lo imprevisible", recuerda Rodríguez, "es absurdo delimitar propuestas. Esta es la obligación de los burócratas, pero no la nuestra" (Rodríguez, p. 246).

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia