sábado, 28 de marzo de 2009

Enseñar a vivir

Tras dedicar las últimas semanas a leer atentamente los sermones milenaristas de T. Münzer y a recorrer, primero con la mirada y, más tarde, con el recuerdo, la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada, el Templo a Minerva de Baelo Claudia, el patio de los naranjos de la Catedral de Sevilla e, incluso, la ciudad de Cádiz, toda, desde la Torre Tavira, con lentitud retorno a la vida cotidiana. Tras dedicar las últimas semanas a indagar en la vergüenza y en cómo escapar al estigma y a no escribir nada, apenas sí un brevísimo poema dictado para exorcizar los demonios, desplegado sólo como terapia, retorno, aún febril, a Michel de Montaigne, allí donde habla de la que acaso sea, él mismo así lo afirma, la mayor y más importante dificultad a que se enfrenta el ser humano, la que se refiere a la formación y educación de los niños. Recorro fascinado el escrito vigésimosexto del primer volumen de sus Ensayos. Resulta alentadora la imagen de la enseñanza posible que ofrece aquel cuyo bisabuelo ardiera en las hogeras de Calatayud, aquel que dijese no ser filósofo y, sin embargo, redactara uno de los más hermosos y lúcidos textos sobre la enseñanza de la filosofía.

Insiste ya Montaigne, dos siglos antes de que Kant haga de ella el grito de guerra que definirá a la Ilustración, en la máxima de Horacio que llama a atreverse a saber. Sapere aude. Pone, así, el acento no tanto en lo que se ha de conocer cuanto en el coraje que se requiere, en la disposición subjetiva, en la actitud y el deseo de conocimiento. Pues, sin apetito ni afición, dirá Montaigne al término de su texto, no se hacen sino asnos cargados de libros. Contra el aprendizaje estéril que no es sino repetición y memoria, Montaigne apuesta porque la conciencia y la virtud del niño no tengan más guía que la razón. Frente a la habitual formación de almas siervas y cautivas, apuesta por un entendimiento que beba de esos discursos que no enseñan sino a conocerse y a saber morir y vivir bien. "De las artes liberales --apunta--, empecemos con el arte que nos hace libres". Empecemos, quiere decir, por la filosofía.

Sin duda, en su ensayo De la educación de los hijos, Montaigne despliega una de las más hermosas y precisas descripciones de la filosofía que puedan ser leídas: la de una filosofía que es ejercicio alegre y sencillo, un aprender a vivir que es él mismo plenitud, satisfacción sin cansancio, bienestar lúdico, actitud jovial y activa. Sin embargo, me interesan aquí y ahora más las reflexiones que acomente entorno a la efectiva enseñanza de tan peculiar disciplina. Tal ha sido sin duda uno de los problemas centrales del filosofar desde que Platón lo consignase así en el Protágoras: ¿es posible enseñar la virtud? ¿Es posible enseñar a vivir bien? O, en definitiva, ¿es posible enseñar filosofía? Montaigne desarrolla páginas de una inteligencia y belleza que harían enronquecer no sólo a cualquiera de esos idiotas que se dicen expertos en pedagogía, sino también a muchos de entre los que se consideran profesores, especialistas de la enseñanza, pero que apenas sí son grises funcionarios de esa máquina terrible que siempre fue la escuela, en palabras del de Burdeos, "verdadera prisión de juventud cautiva". No se trata, para Montaigne, de dejar la educación en manos de las familias, pues "es también opinión sabida de todos que no es razonable educar a un niño pegado a sus padres"; pero eso no justifica "corromper su espíritu sometiéndolo a suplicio y trabajo durante catorce o quince horas al día como a un condenado". Se trata de que la lección se desarrolle en todos los lugares y tiempos, incluso en los juegos, pues la filosofía, que no tiene otro objeto que el aprender a vivir, "tiene ese privilegio de mezclarse con todo... Por lo demás, esta educación ha de llevarse a cabo con severa dulzura".
Cf. M. de Montaigne, Ensayos I, XXVI.

1 comentario:

Anónimo dijo...

grandioso y oportuno
adolfo

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia