Hacer visible lo más cercano probablemente sea la función que se impone a la filosofía en estos tiempos extraños, ahora que lo real se confunde con lo obvio-indiscutible. Es en la ausencia de distancia, en la máxima proximidad, cuando la visión se ciega acaso por exceso de cercanía, haciendo imperceptible lo que somos y lo que nos rodea: la actualidad. Lo enseñó Canguilhem, teórico de la ciencia que hizo del más alto rigor conceptual su principal compromiso en la vida, sólo comparable, no lo olvidemos nunca, con su compromiso antifascista: es contra la evidencia que debe ejercitarse la filosofía. La frase que dirigiera en el Londres de 1943 a Raymond Aron aún resuena insistente en mi cabeza: "Soy spinoziano, creo que nos aferramos en todas partes a lo necesario. Necesario es el eslabonamiento de las matemáticas... y también necesaria es la lucha que llevamos adelante".
Me agarro, también yo, a lo necesario, a la rememoración del Estado de Alarma decretado el 4 de diciembre de 2010 en España, que permanece y se prorroga, que se extiende en el tiempo y que parece que, precisamente a través de ese prorrogarse, tiende a perderse en el olvido, a pasar a lo imperceptible. No es necesario ser demasiado avispado para saber que quien controla los tempos gobierna la actualidad. Es esa actualidad la que nos está siendo hurtada. A un acontecimiento le sucede otro, a ése, el siguiente. La velocidad de sustitución no oculta nada y, sin embargo, desactiva toda posibilidad de intervención sobre un presente ya siempre diluido. El tiempo se licua hasta devenir un torrente en el que parece inútil introducir los remos.
Por eso, ahora que el Estado de Alarma se despliega no ya como respuesta a una calamidad que nunca existió, sino como dispositivo preventivo frente a posibles cortocircuitos en el sistema, acaso convenga retornar sobre algunas percepciones que pudieran iluminar la penumbra que nos acecha, insistir en un presente que constantemente se borra. Ha sido Giorgio Agamben quien de manera precoz ha expuesto cómo "el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en regla". No se trata aquí de confundir Estado de Alarma y Estado de Excepción, que, junto al Estado de Sitio, tienen estatutos diferentes en nuestro orden constitucional. Sí, sin embargo, de poner de relieve en qué medida todos ellos suponen la suspensión, según diversos grados, de la distinción entre ley y violencia. Como apunta Agamben, la soberanía no es otra cosa que el punto de indiferencia entre violencia y derecho, "el umbral en el que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia".
El problema, así, no es tanto el de la ilegalidad (por otro lado obvia) de la violencia instituida como norma en el Estado de Alarma tal y como fuese decretado por el Gobierno Español, sino, precisamente al contrario, el de la indistinción entre derecho y violencia que tal declaración determina. Lo que, en último término, esto supone es la suspensión de la ley como instancia diferenciada respecto del ejercicio descodificado de la fuerza y la desaparición de la ficción sobre la cual se erige el propio orden constitucional. No hay ni puede haber ilegalidad en la medida misma en que la fuerza se hace ley, cuando derecho y violencia se coagulan en un solo punto: en una Forma-Estado que queda configurada al mismo tiempo como: 1) expresión directa de una (imaginaria) voluntad general de la sociedad civil, y 2) como potestas liberada de cualquier limitación extrínseca a su propia potencia constituyente. Es a eso, y no a otra cosa, a lo que llamamos Estado fascista.
Ahora bien, el Estado fascista, al igual que otras posibles Formas-Estado perfectamente diferenciadas de éste, no es una realidad originaria desde la cual el poder se ejercería, no es una instancia trascendente cuyo dominio recae desde arriba sobre la sociedad civil como si del rayo de Zeus se tratara. La hipótesis, en cierto modo clásica, que supone la coexistencia de dos entidades relacionadas pero entre sí diversas (por un lado la Sociedad, en tanto multiplicidad humana, y por otro el Estado) no sólo responde a un error de observación, sino que supone el levantamiento de una mitología que impide analizar los mecanismos a través de los cuales el propio Estado se configura. Porque el Estado no es causa, sino efecto: es la resultante de toda una serie de disposiciones de ínfimas relaciones de poder que tienden a coagularse hasta generar la imagen de un conjunto unificado de Aparatos. En el límite, el Estado no es sino el efecto de un proceso siempre concreto de estatización del socius. De ahí que pueda darse una multiplicidad de tipologías estatales, siendo que cada forma-estado responde a una cepa modificada, a una estructuración histórica y, por lo tanto, contingente de la inmanencia irrevocable del socius.
¿Qué caracteriza, entonces, la emergencia de una modalidad de estatización fascista frente a otras posibles? No sólo la segmentación del cuerpo anónimo del socius en una estructura binaria que, al separar y relacionar, crea esas dos entidades diferenciadas que son la Sociedad y el Estado; sino el proceso por el cual dichas entidades tienden a identificarse la una con la otra hasta confundirse. Es ahí donde la institución deviene soberana en un sentido absoluto: cuando se coloniza la vida de las poblaciones hasta el punto de que éstas se hacen indistinguibles respecto de la propia estatización política; en definitiva, cuando la multiplicidad de individuos que conforman la Sociedad se considera Estado. Es entonces cuando a cada intervención sobre el socius se responde con un aplauso. Cuando el Estado aparece como expresión no mediada del deseo de la Sociedad y, por tanto, toda violencia ejercida desde el Estado resulta legitimada como derecho. Esto es lo que significa el Estado de Alarma. La legitimidad de la violencia ejercida de manera soberana sobre los controladores aéreos.
Me agarro, también yo, a lo necesario, a la rememoración del Estado de Alarma decretado el 4 de diciembre de 2010 en España, que permanece y se prorroga, que se extiende en el tiempo y que parece que, precisamente a través de ese prorrogarse, tiende a perderse en el olvido, a pasar a lo imperceptible. No es necesario ser demasiado avispado para saber que quien controla los tempos gobierna la actualidad. Es esa actualidad la que nos está siendo hurtada. A un acontecimiento le sucede otro, a ése, el siguiente. La velocidad de sustitución no oculta nada y, sin embargo, desactiva toda posibilidad de intervención sobre un presente ya siempre diluido. El tiempo se licua hasta devenir un torrente en el que parece inútil introducir los remos.
Por eso, ahora que el Estado de Alarma se despliega no ya como respuesta a una calamidad que nunca existió, sino como dispositivo preventivo frente a posibles cortocircuitos en el sistema, acaso convenga retornar sobre algunas percepciones que pudieran iluminar la penumbra que nos acecha, insistir en un presente que constantemente se borra. Ha sido Giorgio Agamben quien de manera precoz ha expuesto cómo "el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en regla". No se trata aquí de confundir Estado de Alarma y Estado de Excepción, que, junto al Estado de Sitio, tienen estatutos diferentes en nuestro orden constitucional. Sí, sin embargo, de poner de relieve en qué medida todos ellos suponen la suspensión, según diversos grados, de la distinción entre ley y violencia. Como apunta Agamben, la soberanía no es otra cosa que el punto de indiferencia entre violencia y derecho, "el umbral en el que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia".
El problema, así, no es tanto el de la ilegalidad (por otro lado obvia) de la violencia instituida como norma en el Estado de Alarma tal y como fuese decretado por el Gobierno Español, sino, precisamente al contrario, el de la indistinción entre derecho y violencia que tal declaración determina. Lo que, en último término, esto supone es la suspensión de la ley como instancia diferenciada respecto del ejercicio descodificado de la fuerza y la desaparición de la ficción sobre la cual se erige el propio orden constitucional. No hay ni puede haber ilegalidad en la medida misma en que la fuerza se hace ley, cuando derecho y violencia se coagulan en un solo punto: en una Forma-Estado que queda configurada al mismo tiempo como: 1) expresión directa de una (imaginaria) voluntad general de la sociedad civil, y 2) como potestas liberada de cualquier limitación extrínseca a su propia potencia constituyente. Es a eso, y no a otra cosa, a lo que llamamos Estado fascista.
Ahora bien, el Estado fascista, al igual que otras posibles Formas-Estado perfectamente diferenciadas de éste, no es una realidad originaria desde la cual el poder se ejercería, no es una instancia trascendente cuyo dominio recae desde arriba sobre la sociedad civil como si del rayo de Zeus se tratara. La hipótesis, en cierto modo clásica, que supone la coexistencia de dos entidades relacionadas pero entre sí diversas (por un lado la Sociedad, en tanto multiplicidad humana, y por otro el Estado) no sólo responde a un error de observación, sino que supone el levantamiento de una mitología que impide analizar los mecanismos a través de los cuales el propio Estado se configura. Porque el Estado no es causa, sino efecto: es la resultante de toda una serie de disposiciones de ínfimas relaciones de poder que tienden a coagularse hasta generar la imagen de un conjunto unificado de Aparatos. En el límite, el Estado no es sino el efecto de un proceso siempre concreto de estatización del socius. De ahí que pueda darse una multiplicidad de tipologías estatales, siendo que cada forma-estado responde a una cepa modificada, a una estructuración histórica y, por lo tanto, contingente de la inmanencia irrevocable del socius.
¿Qué caracteriza, entonces, la emergencia de una modalidad de estatización fascista frente a otras posibles? No sólo la segmentación del cuerpo anónimo del socius en una estructura binaria que, al separar y relacionar, crea esas dos entidades diferenciadas que son la Sociedad y el Estado; sino el proceso por el cual dichas entidades tienden a identificarse la una con la otra hasta confundirse. Es ahí donde la institución deviene soberana en un sentido absoluto: cuando se coloniza la vida de las poblaciones hasta el punto de que éstas se hacen indistinguibles respecto de la propia estatización política; en definitiva, cuando la multiplicidad de individuos que conforman la Sociedad se considera Estado. Es entonces cuando a cada intervención sobre el socius se responde con un aplauso. Cuando el Estado aparece como expresión no mediada del deseo de la Sociedad y, por tanto, toda violencia ejercida desde el Estado resulta legitimada como derecho. Esto es lo que significa el Estado de Alarma. La legitimidad de la violencia ejercida de manera soberana sobre los controladores aéreos.
3 comentarios:
"¡la servidumbre voluntaria!" Qué bien lo has definido. Ahora bien, la violencia puede imponerse, pero sin derecho; en cambio el derecho nunca se impone con violencia, porque no la necesita. Y ahí está bien reflejada la enorme diferencia entre el derecho y la violencia ¿ Un "estado de alarma" ?Es un desconcierto, una pérdida de razones y argumentaciones de derecho. Una situación de pavor y miedo, impuesta por la incapacidad del que la decreta. Y un abrazo
Excelente. Yo a todo esto le llamo:"Franquismo 2". Quizá sea exagerado pero el tiempo poco a poco me está dando la razón. Otro abrazo.
Empezaré a pensar el estado de alarma no tanto como una pérdida de razones sino como una efectiva imposibilidad del derecho. Siempre el mismo punto donde el derecho cae, cede, no llega a sostener la situación.
Es verdad que el estado de alarma hoy se utiliza en una manera que da a ver una incapacidad mayor de los que la decretan. Pero no nos olvidemos: el estado de alarma es un mecanismo a través del cual un sujeto de derecho (el estado, la policía, el partido, el movimiento) se relaciona con algo que no es un sujeto de derecho.
«En las relaciones de poder hay siempre algo que excede las relaciones mismas. Esta excedencia es lo que nos llamamos plebe.» Pero cuidado, la plebe no es el ciudadano. «La plebe vive en la calle, no en la plaza. Estamos llenos de buenos ciudadanos. Un ciudadano cada un policía. Y donde van los buenos ciudadanos? En la plaza. Y qué hay en la plaza? El mercado. Y entre la calle y la plaza hay una diferencia.»
Un abrazo
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