Para quienes, como yo, han crecido en días en los que el escepticismo radical hacia el juego de partidos y, más en general, hacia
cualquier forma de representación política era el signo incontestable e,
incluso, el fundamento mismo de la virtud política, corren tiempos extraños.
Aún siento cierto pudor a la hora de defender en público la estrategia de
asalto a las instituciones por vía electoral. Sin embargo, más me lo generaría
sostener una pose pseudoanarca (¡ay, Juan García Oliver, qué harías tú en este caso) de desdén por lo que está aconteciendo, mantener una posición resistencialista en la que algunos aún se refugian sólo para su mayor confort. Supongo que se está
cómodo en el lugar del descontento. No hace falta estudiar psicoanálisis para
saber que la queja (y esa particular forma de queja que consiste en reivindicar)
es una forma de satisfacción. Respeto a quienes hablan desde ese lugar. Al fin y al cabo, estas cosas no se eligen ni se deciden. Los respeto como respeto a los hippies
que gustan de vivir en frágiles burbujas o a quienes optan por encerrarse en la
cotidianidad más inmediata de las obligaciones familiares y laborales. Los
respecto como respeto a los que juegan obsesivamente al rol, a los que
arrastran sus cuerpos convulsos de rave en rave o a los que optan por irse a
vivir al campo. Respeto a quienes deciden situarse al margen de los procesos
políticos que van a determinar sus vidas, que, recordémoslo, también son las
nuestras, porque la vida es en común. Los respeto, pero ahora, por el momento,
prefiero estar junto a esos animales políticos que han decidido poner su cuerpo
y jugárselo a la estrategia que más posibilidades tiene de inducir la
transformación.
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