sábado, 4 de marzo de 2023

CSC Luis Buñuel, luchar en el exilio

Hace frío. Son poco más de las 4 de la madrugada del 8 de febrero de 2023. Cuentan que Shostakóvich, el compositor y pianista soviético, durante los años más duros del estalinismo, cansado de ver cómo la policía del NKVD se llevaba en pijama en medio de la noche a sus vecinos, comenzó a dormir con traje. Si se lo iban a llevar, quería, al menos, que fuese decentemente vestido. Durante estas últimas semanas, nosotras hemos dormido con el móvil encendido, temiendo el mensaje que nos avisara de la llegada de la policía al CSC Luis Buñuel. Hoy ha sucedido. En mitad de la noche. Las actuaciones policiales en plena madrugada, con nocturnidad, son características de las formas más autoritarias de gobierno. Intervenir mediante el uso de la fuerza contra personas pacíficas en sus momentos de mayor indefensión es impropio de sociedades que se dicen democráticas. Golpes como el de hoy, infligidos contra colectivos no violentos, debieran hacernos dudar de esa pretendida democracia que tanto cacarean quienes luego no tienen el menor reparto en hacer uso del más infame despotismo. Y, como ya señalara incluso alguien tan poco sospechoso de subversivo como fuera John Locke, padre del liberalismo, “el que sin más hace uso de la fuerza se pone a sí mismo en estado de guerra y hace que sea legal toda resistencia que se le oponga”. Nuestra primera, pero no última, forma de resistencia consistirá en perseverar en el espíritu crítico.

1.

Para ello, lo primero que debemos hacer es polemizar con algunas de las aportaciones que en los días previos al desalojo se hicieron en defensa del Buñuel y que, a pesar de su interés y sus buenas intenciones, la crudeza de la Realpolitik ha demostrado desacertadas. Vivimos en un tiempo en el que muy frecuentemente el debate público en torno a propuestas válidas de análisis y a ideas sugerentes parece haber sido sustituido por la denuncia de opiniones manifiestamente absurdas o claramente reaccionarias. Sin restar importancia a esta denuncia, es necesario constatar que el avance en la inteligencia colectiva no sucede sin debate, es decir, sin contrastar y discutir las aportaciones importantes. La polémica con estas permite profundizar en los problemas, desechar ideas poco útiles, corregir posiciones y, en definitiva, hacer más afilado el pensamiento, permitir que hienda con mayor efectividad las cosas. En último término, nos permite entender mejor la realidad y ser más hábiles a la hora de enfrentarla. De lo que se trata cuando se trata de pensar políticamente es de ser capaces de desplegar un pensamiento estratégico mediante el cual intervenir sobre aquello que nos afecta. Por todo ello, creemos que es políticamente indispensable discutir públicamente entre nosotras. En este sentido, además del artículo de Pedro Santisteve al que respondíamos en un artículo anterior, son varios los textos que, al calor de la amenaza de desalojo, se hicieron públicos y que merecen consideración, mucha más de la que aquí, de hecho, por cuestión de espacio y tiempo, les vamos a poder prestar. Entre ellos queremos atender ahora a tres: el publicado por Marta Cambronero en Heraldo de Aragón bajo el título de “El Luis Buñuel, oportunidad tecnopolítica”, la breve entrada escrita por Irene Vallejo en su Instagram sobre el asunto y, por último, la carta abierta dirigida al alcalde de Zaragoza, Jorge Azcón, por el propio Luis Buñuel. Poner estos textos en relación nos va a permitir definir mejor nuestra posición y, a partir de dicha posición, desarrollar nuestros argumentos.

Sin entrar a discutir la conceptualización de Cambronero acerca de qué es la tecnopolítica ni la lectura que Vallejo hace de las aportaciones de Jane Jacobs, ambas discutibles, las dos autoras parecían coincidir en un punto: la conveniencia de que los poderes públicos reconozcan la capacidad de la sociedad para producir respuestas a sus propias necesidades y de que articulen sus proyectos políticos a partir de estas respuestas. Por poner el ejemplo urbano típico: una administración pública hace un camino de baldosas a través de una zona verde, pero la gente se empeña en atajar por otra senda, hasta dibujar un nuevo camino. Frente a eso, la administración puede, bien poner vallas para que la gente no pueda salir del camino de baldosas, bien trasladar el camino de baldosas para que coincida con el que marca la trayectoria real de la gente. Frente al gobierno de Azcón, que querría instalar las vallas para obligar a la gente a caminar por el sendero que él marca, Cambronero y Vallejo defienden la segunda opción, la de un gobierno que capture las trayectorias definidas por el deseo de la gente y se adecúe a ellas, un gobierno que pavimente esas trayectorias.

Reconociendo el interés de ambas propuestas, que, a pesar de tratarse de textos brevísimos, en sus detalles exceden con creces lo que nuestro resumen recoge, sin embargo, es necesario señalar las limitaciones de la perspectiva que comparten. Porque, al igual que le ocurriera al texto firmado por Santisteve, los textos se escriben desde la perspectiva del gobernante, dado que ambos se resuelven en la interrogación acerca de cuál sería la mejor forma de gobierno. El debate acerca del gobierno ha estado y sigue estando dominado por esa mirada que trata de evaluar cuáles son los beneficios y perjuicios de determinadas opciones de gobierno y, en definitiva, cuál es la forma del buen gobierno, pero, siempre, precisamente poniéndose el autor y poniéndonos a los lectores en el lugar del gobernante y, en ello, asumiendo que los gobernantes tienen algo así como un conciencia a la que fuese posible apelar y que sus políticas atienden a razones.

El tercer texto, la carta abierta remitida por el propio Luis Buñuel a Jorge Azcón, llevaba esta lógica hasta su límite extremo y, al hacerlo, abría otra vía que es la que aquí creemos se debe seguir explorando. En su carta a Azcón el Buñuel no sólo tomaba la perspectiva del gobernante, sino que, en el movimiento retórico que le llevaba a ocupar esa posición, se ausentaba de su propio escrito y se ponía en otro lugar, fuera del texto mismo que remitía. Porque el Buñuel, en su carta, no le decía nada a Azcón salvo las palabras pronunciadas por el propio Azcón. No remitía exigencia alguna, salvo las exigencias que en tanto gobernante él mismo escogió asumir en su discurso de investidura como alcalde. Y, como decimos, en ese gesto que ponía a Azcón frente al espejo de sus propias palabras, el Buñuel abría —aún si dejaba esa apertura vacía— la posibilidad de un deslizamiento hacia otra posición, la que se corresponde con la perspectiva y el discurso de los gobernados.

A ese desplazamiento del discurso desde la perspectiva de los gobernantes a la de los gobernados es a lo que Michel Foucault dio en llamar “crítica”. Según Foucault, la intensa preocupación por las artes de gobernar característica de la modernidad occidental ha sido acompañada, como su sombra y su impugnación, por una preocupación distinta, la que trata de responder a la cuestión de “¿cómo no ser gobernado?”. Frente a las inquietud acerca de cuáles son las mejores formas de gobierno, la actitud crítica hace aparecer la perspectiva del gobernado respecto del poder, al oponerle, “en concepto de reticencia esencial”, “el arte de no ser gobernado e incluso el arte de no ser gobernado de esa manera y a ese precio” (M. Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 1995). Este discurso, el discurso crítico, ya no se dirige al poder sino para imponerle un límite, no lo interpela ni le demanda nada, sino que, enunciado desde los gobernados se dirige a los gobernados mismos, para preguntar, para preguntarnos qué hacer, nosotros, cuál ha de ser nuestra respuesta frente a esta o aquella forma de gobierno. En ese sentido es que Foucault plantea que la actitud crítica está en la base de la definición kantiana de la Ilustración según la cual ésta supondría el paso a la mayoría de edad, que no es otra cosa que comenzar a hacer un uso autónomo de la razón o, lo que es lo mismo, comenzar a asumir que podemos pensar por nosotros mismos, es decir, desde el lugar que ocupamos, sin tutelas, ni de sacerdotes ni de funcionarios, los problemas que nos conciernen. Al fin, la crítica no sería sino la autoposición del sujeto gobernado en tanto que separado de los gobernantes, es decir la afirmación por parte de los gobernados de su radical independencia y de su mirada, así como de su capacidad para interrumpir la letanía sobre el buen gobierno y sustituirla por la reflexión acerca de las formas de resistencia que les son propias. En ese sentido, “la crítica —decía Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva”.

Por decirlo sin circunloquios: este no es un texto dirigido a Azcón, ni al PP ni al Ayuntamiento, que, por otro lado, sabemos perfectamente no van a perder el tiempo en leerlo. En este texto nada se les pide a ellos, nada se les demanda. Aquí no tratamos de desvelar cuáles serían las mejores o peores formas de gobierno. Este texto está dirigido al Luis Buñuel, a nosotros y, más en particular, a ese nosotros, anónimo, impreciso, pero también multitudinario y alegre que se expresó, en redes o en la calle, antes, durante y también después de la manifestación del pasado 21 de enero contra el desalojo, y que, como trataremos de sostener, es hoy el Buñuel, la Asamblea del CSC Luis Buñuel en el exilio. Es desde esta perspectiva crítica que creemos necesario ahondar en las consecuencias que se derivan del acontecimiento funesto que supone el desalojo del centro social. La tesis de fondo que se va a sostener es que sólo siguiendo la tendencia que profundiza y refuerza el movimiento de defensa del Buñuel y de rechazo al desalojo será posible construir una salida virtuosa al aparente callejón sin salida al que nos aboca el contexto sobrevenido. 

En base a estas consideraciones lo que aquí se tratará de hacer es tensionar los conceptos de antagonismo y autonomía defendidos en el anterior artículo, introduciendo el concepto de autovalorización para indagar en las posibilidades de transformación que permitan salir de la trampa de acción inefectiva, así como de la comprensible desorientación que el gobierno de la ciudad de Zaragoza parece haber impuesto al Luis Buñuel en el exilio. La tesis básica no es otra que la necesidad de institucionalizar el proceso, ya abierto a raíz de las luchas contra el desalojo, de refundación del centro social.

2.

Es necesario insistir en el hecho incontrovertible de que el proyecto político defendido por el gobierno Azcón es, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, un proyecto de clase: que es, por tanto, en el seno de la contradicción entre capital y vida —trabajo vivo, actividad no dependiente, acción libre de producción y reproducción de la vida— que ha de entenderse el conflicto entre el Luis Buñuel y el Ayuntamiento. Si no se subraya esto el análisis se obtura en la denuncia de una testarudez aparentemente sin sentido de quien ostenta el gobierno de la ciudad. Ese es el duro límite al que se enfrentan los textos que proponen alternativas racionales o democráticas de gobierno, cuando el gobierno se presenta precisamente bajo las formas de la irracionalidad. Pero es que, efectivamente, la función de mando en la estructura capitalista es probablemente donde se observa de modo más descarnado la irracionalidad del orden social en el que habitamos. Con todo, aquí, como en los asesinatos de la Rue Morgue, la irracionalidad sigue una lógica a la que es necesario atender si se quiere evitar caer en el mismo ridículo que el prefecto de policía del cuento Poe.

Así pues, es necesario profundizar el análisis más allá del teatro de la política institucional de partidos, hacia el estudio de los intereses materiales que están en liza. Es sobre la matriz analítica de esta relación no dialéctica entre capital y trabajo vivo sobre la que se hace posible comprender el juego de fuerzas en el que el Buñuel está inserto y, tal vez, vislumbrar la vía para escapar, aún si sólo fuera parcialmente, a dicho juego. Esto va a permitir avanzar en la evaluación de la capacidad desestructuradora del movimiento rechazo al desalojo del centro social, así como de su potencia de afirmación de la siempre multidimensional autoproducción del trabajo vivo, de la capacidad expansiva para la producción y reproducción de la vida. Al fin y al cabo, es por ellas, por su potencia desestructuradora y por su capacidad para expandir la vida, por lo que el Buñuel ha resultado tan importante, para nosotros, pero, qué duda cabe, también para el gobierno Azcón.

Desde el punto de vista del capital la cosa no tiene mucho misterio. En un contexto de crisis sistémica de reproducción, sabe que su reestructuración es directamente dependiente de las innovaciones del trabajo vivo. El capital avanza mediante la fagocitación de los componentes antagonistas del trabajo vivo, limando las artistas más afiladas del mismo para tratar de administrar a su favor el conflicto. Piénsese en Harinera, y otros modelos semejantes. En ese sentido, el capital conoce perfectamente la importancia del antagonismo y ha aceptado que éste funcione como motor de su desarrollo, hasta el punto de, en muchas ocasiones, permitir o facilitar que los procesos de autovalorización del trabajo vivo determinen la dirección de dicho desarrollo, siempre, obviamente, sobre la base de la cancelación de los elementos no integrables. En el límite, la dinámica crisis-reestructuración no es posible sin la mediación del trabajo vivo que la hace posible y establece las condiciones para la reproducción del dominio capitalista.

Ahora bien, si, como decimos, el capital se sirve del trabajo vivo como palanca para su reestructuración, hasta el punto de que el trabajo vivo fija las condiciones de salida o, al menos, de fuga hacia delante de la crisis, el interés del trabajo vivo apunta en una dirección radicalmente distinta. El proceso de autovalorización del trabajo vivo no puede no pasar por el sabotaje de los procesos de apropiación capitalista del valor socialmente producido. Por tanto, el interés del trabajo vivo consiste, justamente, en atacar el nexo entre crisis y reestructuración, impidiendo la cancelación de su propia dimensión antagonista, dificultando la restauración del dominio del capital y reforzando sus propias dinámicas de autovalorización.

Este es el motivo clave por el que el movimiento de defensa del CSC Luis Buñuel tiene la importancia que estamos tratando de subrayar, porque la disposición de la gente a resistir incluso después del desalojo constituye una oportunidad para avanzar en la defensa de los intereses del trabajo vivo. Dicho avance no podrá consistir en otra cosa que en un proceso a través del cual el trabajo vivo consolide sus estructuras en la producción de una nueva institucionalidad propia y autónoma, e intensifique sus dinámicas de autovalorización.

          Es necesario subrayar que esos dos momentos —el del sabotaje del nexo crisis-reestructuración capitalista y el de la autovalorización del trabajo vivo— en realidad son uno solo, por cuanto la autovalorización del trabajo vivo es, en primer lugar, éxodo, separación y fuga respecto de la relación-capital. Es, en definitiva, construcción de heterotopías, como recordaba hace poco en un artículo Silvia K. Döllerer. En ese sentido, la autovalorización aparece inmediatamente como rechazo del dominio capitalista, rechazo de la pertenencia a su orden económico y a su estructura de mando: como resistencia, como desobediencia e interrupción. A nadie se le escapa que el Buñuel adquirió el valor social que hoy día posee no sólo gracias a las múltiples actividades que se realizaban en su interior y a las muchas personas que en un momento u otro disfrutaron del espacio, sino, sobre todo, a partir de su particular Declaración de Independencia respecto de unos poderes públicos identificados plenamente con la estructura de mando capitalista. Con ese gesto el Buñuel se hurtó a las lógicas de obediencia que hoy exigen los procesos de desposesión capitalistas e inició un proceso reapropiado del valor que le pertenece que no se ha cerrado con el desalojo.

              3.

Ahora bien, si subrayar, como hemos hecho, la relación de los procesos de autovalorización del trabajo vivo con el capital permite comprender el lugar estratégico que ha venido ocupando hasta hoy el Buñuel, sin embargo, esto todavía no permite divisar la vía de salida respecto del callejón sin salida a que parece abocar el desalojo. Para despejar esa vía es necesario olvidar por un momento la dimensión antagonista del trabajo vivo para centrar la atención en sus procesos autónomos, esto es, independientes respecto del capital. En cierta forma, no se trata de otra cosa que de replicar en la esfera del concepto, en la teoría, el movimiento mismo que el trabajo vivo ya realiza en la práctica. Pensar, por tanto, la autovalorización como realidad separada. Se debe evitar, para ello, confundir el proceso de autovalorización del trabajo vivo con los procesos de valorización capitalistas, respecto de los cuales es, por definición, radicalmente distinto. La autovalorización del trabajo vivo es autoposición de este como alteridad separada del capital, afirmación de sí como otro. Nada que ver, insistimos, con el valor en términos capitalistas. Lo expresaba de manera excelente el colectivo CAMPA en su texto “El Buñuel es hogar”: “Es otro concepto de valor el que se está poniendo en juego aquí. Y que reside en los lugares y espacios que nos permiten cuidar de la vida, desplegar nuestras singularidades, combatir las discriminaciones, las opresiones, las jerarquías dominantes”.

Autovalorización es construcción de vínculos, de tejido social cooperativo libre de subordinación, creación de sí del trabajo vivo, de la vida, producción y reproducción de la vida según grados cada vez de mayor intensidad. Nada que ver con la triste ley del “¡acumulad, acumulad!” de los profetas del capital. Autovalorización es exaltación del valor de uso, satisfacción de las necesidades, respuesta a los deseos. Es a partir de esta diferencia ontológica entre capital y trabajo vivo, reconociendo el carácter ontológicamente pleno del trabajo vivo, que resulta posible captar en todo su dinamismo el movimiento de su propio desarrollo independiente. Las referencias al capital a partir de aquí ya no serán sino comparativas, de contraste. 

En este punto es necesario subrayar la distancia que separa las formas de dinamismo del ser pleno del trabajo vivo de las formas parasitarias del capital. Porque, frente a la historia del capitalismo, que es la historia de la continuidad del despojo y la explotación, de la continuidad de sus sucesivas reestructuraciones y de la prolongación en el tiempo de su dominio, la historia del trabajo vivo, al contrario, es una historia entrecortada, llena de saltos, interrupciones, rupturas. No hay historicismo capaz de capturar el desarrollo del trabajo vivo, que se expresa siempre como novedad inesperada.  Si la historia del capital es la historia de la continuidad de las operaciones de reestructuración contra las incesantes rupturas que el trabajo vivo efectúa, la historia del trabajo vivo, de su autovalorización, no es sólo la historia del sabotaje a esa continuidad, es, aún más, cuando la pensamos en sí misma, desde la perspectiva de su independencia ontológica, la historia de su creatividad, del abandono de las imposiciones del trabajo muerto, de la traición a las estructuras viejas que ya no responden al deseo, que ya no satisfacen el impulso expansivo de la vida. En ese sentido, el despliegue histórico del trabajo vivo es innovación y discontinuidad.

El trabajo vivo no respeta, entonces, nada de lo constituido cuando ya no sirve a sus designios autoexpansivos, cuando ya no responde a los intereses de la vida. No es extraño que haya abandonado todas esas instituciones de que se dotó a sí mismo en fases previas de su conflicto con el capital. Vemos aún las ruinas de sus instituciones pasadas, los viejos sindicatos y los partidos comunistas y socialistas, con sus estructuras jerárquicas que replicaban la de los estados del siglo XX y sus militancias bien obedientes y disciplinadas, como esqueletos ya sin vida que sólo se mueven gracias al débil hálito que les insufla el capital para que cumplan su parte en el proceso de reestructuración que suprime los componentes más antagonistas del trabajo vivo. No hay lugar aquí a la nostalgia. Las potencias de la vida se afirman contra todo aquello que trata de limitarlas, de encauzarlas, de dirigirlas. Así, cuando hablamos de autovalorización como proceso de consolidación de las estructuras del trabajo vivo no nos referimos a conservar las instituciones ya existentes, sino de trasgredir el límite de lo dado mediante la producción de novedad.

Autovalorización es innovación. Creemos que este punto es importante. Porque esto afecta de manera directa también al Buñuel. Si el Buñuel, incluso en el exilio, es aún hoy una institución del trabajo vivo no es por lo que fue, ni por las instalaciones que ocupaba, ni por lo que ha conseguido. Lo que se ama en el Buñuel no es el trabajo muerto acumulado, no es su pasado, sino la parte de futuro que transporta, que anuncia porque ya materializa en la práctica, es la innovación que supone, todavía, hoy. El Buñuel, en tanto que institución del trabajo vivo, a pesar del desalojo y desde que se éste fuese anunciado, ha entrado en un proceso virtuoso de refundación material gracias a la amplia movilización que se está llevando a cabo en su defensa. Esta movilización ha puesto en marcha una mutación institucional para la que no hay vuelta atrás. Poco tiene que ver el Buñuel de hoy con el que conocíamos hace apenas un mes. Mucha gente que nunca había pisado el centro social ahora está dispuesta a defenderlo incluso después del desalojo, a mantener vivo el antagonismo. El movimiento en defensa del Buñuel, esa horda de bárbaros que ha irrumpido para responder, antes a la amenaza y ahora al hecho efectivo, del desalojo, es otro respecto del Buñuel mismo en tanto que éste había cristalizado en institución, en trabajo muerto. El movimiento de defensa del Buñuel es la expresión del trabajo vivo que impone su novedad a lo viejo, su alteridad a lo mismo, hasta el punto de que ya no puede caber, menos aún después de lo hoy acontecido, diferencia entre el Buñuel y el movimiento de defensa del Buñuel. El movimiento de defensa del Buñuel es ya hoy el Buñuel y como tal debiera reconocerse, dejando en el saco de los recuerdos el viejo centro social.

4.

En su libro Ciudad Princesa, Marina Garcés ponía de manifiesto hasta qué punto hay una historia de los desalojos que no coincide ni puede ser integrada en la historia de las okupaciones. Esa otra historia de la okupación que es la historia de los desalojos muestra cómo las llamadas a defender los centros sociales han tenido y tienen la capacidad de convocar a mucha más gente de la que participa en los centros sociales durante su tiempo de funcionamiento “normal”. Esa historia otra ha solido arrastrar, junto a la tristeza por la pérdida de los espacios, la alegría por los nuevos encuentros, la potencia de toda esa corriente de alteridad no ligada a los cierres consustanciales a las comunidades constituidas y, en conclusión, el júbilo de una vida que se afirma distribuyéndose por cada rincón de la ciudad. El Buñuel da sus primeros pasos un tiempo excepcional que pertenece a esa historia otra. ¿Será capaz el movimiento de defensa del Buñuel, de rechazo al desalojo, de consolidar las estructuras del trabajo vivo, de construir una nueva institucionalidad bajo el mismo nombre o, incluso, si así se decidiese, con un nombre nuevo, pero, en todo caso, dando cuerpo a la novedad que ha irrumpido?

Lo indicábamos antes, autovalorización es consolidación de las estructuras del trabajo vivo, de su capacidad de creación de sí, de su potencia de innovación. Es producción, en definitiva, de nuevas instituciones de la vida. Si es un hogar, ha de serlo abierto a los bárbaros que vienen a irrigarlo con su riqueza y su alteridad, y a transformarlo todo, a cambiar algo más que los muebles de sitio. Al fin y al cabo, como decíamos, el trabajo vivo es otro respecto del capital y su estructura de mando, pero, también, y eso es lo verdaderamente importante, otro respecto de sus propias instituciones constituidas.

Ha sido el filósofo Jaques Rancière quien ha llamado la atención sobre el carácter profundamente democrático de los procesos de ruptura del orden constituido provocados por la irrupción de la alteridad, puesto que, como explica en El desacuerdo, la democracia es siempre impugnación de cualquiera que sea el sistema de reparto entre partes de una totalidad determinada. La democracia no es el mero procedimiento a través del cual una serie de individuos o colectividades se dividen el espacio social, disputándolo y posicionándose los unos respecto de los otros, sino el proceso a través del cual, mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio les es heterogéneo, se deshacen esa divisiones y se desvela el carácter contingente del espacio social mismo en el que actuaban. Es decir, la democracia y, más en general, toda actividad política, entendida ésta, tal y como lo hace Rancière, como actividad que “desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado”, es directamente dependiente de la “entrada en escena” de un elemento extraño, por cuanto “la escena” misma venía definida en base a su exclusión. Como cuando hacen uso de la palabra aquellos que, se dice, no tienen voz. En ese sentido, autovalorización del trabajo vivo es, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, democracia: alteridad que viene a cuestionar la configuración sensible que distribuye las partes reconocibles y, con ello, a fundar la actividad política. Es, en definitiva, usando la bella expresión de Rancière, irrupción de “una parte de los que no tienen parte”.

No cabe duda de que el movimiento surgido a partir de la Declaración de Independencia del Buñuel y que se expresará desde hoy como movimiento de rechazo al desalojo ha supuesto la irrupción de una parte de los que no tienen parte y, por tanto, la puesta en acto de una dinámica de cambio e innovación profunda. Con el desalojo se ha abierto, ya de manera definitiva, un proceso constituyente de refundación del Buñuel que nadie está en condiciones por el momento de detener, puesto que ya está en marcha en el nivel de la materialidad. Ante esta constatación, parece que lo razonable sería impulsar un proceso simultáneo de reconocimiento formal de la novedad, abrir, por tanto, una Asamblea Constituyente. Quienes faciliten la metamorfosis, la acompañen y la doten de legitimidad impulsando esa Asamblea Constituyente verán, sin duda, recompensada su generosidad con las riquezas del trabajo vivo, con vínculos y afectos nuevos y, sobre todo, con la alegría de haber defendido el Buñuel hasta el final, más allá del desalojo.

5.

        Recapitulemos: autovalorización es sabotaje del nexo crisis-reestructuración capitalista y éxodo del trabajo vivo respecto del dominio del capital, pero, antes que todo eso, autovalorización es cooperación, innovación y democracia. El Buñuel ha encarnado las virtudes del trabajo vivo. Tras la proclamación de su Declaración de Independencia respecto de los poderes públicos se abrió un proceso constituyente cuyo sujeto pasó a ser el movimiento en defensa del Buñuel. Con ello no hacía sino acoger la potencia expansiva del trabajo vivo. A pesar de ello, hoy la policía nacional ha procedido al desalojo. El movimiento en defensa del Buñuel necesariamente se metamorfoseará en un movimiento de rechazo a dicho desalojo. Ese proceso constituyente aún espera a ser formalizado con la convocatoria de una Asamblea Constituyente que refunde la Asamblea Luis Buñuel, ahora en el exilio. Resta ahora hacer el esfuerzo de concretar las vías para una salida virtuosa de este impasse.

No se trata tanto de hacer un ejercicio de política ficción o de despliegue de la imaginación, como de detectar las tendencias que ya, de hecho, estaban funcionando al interior del movimiento de defensa del Buñuel y que se expresarán, sin duda, en el movimiento de rechazo al desaojo. Recuperar la iniciativa no pasa por asumir una línea moderada, sino, al contario, por dar un salto de escala, por la exacerbación de nuestras capacidades creativas. Obviamente, esto no supone abandonar la necesaria cautela, principio básico de la inteligencia política; pero hay que constatar que priorizar la mera conservación de lo que hay frente a la potencia expansiva del trabajo vivo es la peor de las imprudencias. En ese sentido, la amenaza de desalojo venía jugado un papel ambivalente. Por un lado, como se ha venido subrayando, había supuesto la mutación del Buñuel por la entrada en escena de toda una horda bárbara que traía consigo la capacidad de escalar el conflicto. Sin embargo, por otro lado, también había supuesto un cierto cierre defensivo ante la preocupación de perder lo que se había conseguido.  El desalojo borra de un plumazo cualquier tentación nostálgica que imaginase conservar el espacio quitando protagonismo a las potencias expansivas del trabajo vivo. Obviamente, no se trata de hacer como si no hubiera pasado nada. Hoy, mucho se ha perdido. Sin embargo, es conveniente subrayar simultáneamente las posibilidades que la nueva situación abre. Borrada toda tentación conservadora, sólo nos queda hacernos cargo de la situación y, a partir de ella, trazar la línea de fuga respecto del aparente callejón sin salida al que hemos sido conducidos.  Escapar a la lógica destructiva pasa por reforzar el antagonismo al tiempo que se intensifica el proceso de autovalorización y, por decirlo de algún modo, se eleva la apuesta: no basta con hacer todo lo posible por mantener vivos los proyectos políticos que convivían en el edificio, sino que es necesario multiplicarlos, inventar otros nuevos y, sobre todo, hacerlos saltar de escala. Por decirlo una vez más, hay que hacer las dos cosas a la vez: resistir y crear, rechazar e innovar. Combatir la devaluación es la prima linea.

Autovalorización y resistencia tienen que entrar en resonancia, porque, como ya hemos subrayado, desde la perspectiva del trabajo vivo, no se trata de dos dinámicas distintas, sino de una sola. A partir de aquí se abren múltiples vías que sólo la acción colectiva podrá despejar, pero que ya apuntan en dos sentidos no contradictorios: 1) por un lado, hacia la conversión del Buñuel en una gran empresa política, capaz de desatar las potencias creativas del trabajo vivo y generar una nueva institucionalidad, quizá mediante la okupación de otro gran espacio o de la recuperación del mismo, quizá a través de la dispersión en multitud de otros lugares de menor dimensión; 2) por otro, hacia la construcción de un nuevo sindicato que articule la pluralidad de las luchas y reconstruya el tejido social reforzando las dinámicas más incisivas del antagonismo. En cualquier caso, el proyecto de autovalorización debe ser profundizado hacia la creación de dinámicas productivas alternativas siguiendo una única ley: la del incremento del trabajo socialmente útil dedicado a la libre reproducción del trabajo vivo, o, lo que es lo mismo, tener cada vez que esforzarnos menos, divertirnos cada vez más, alcanzar mayores cotas de libertad y bienestar colectivos.

Apuntábamos en la primera sección de este artículo el ejemplo típico que permite diferenciar formas de gobierno remitiéndonos a esa zona verde por la cual transita la gente camino, por ejemplo, del trabajo, o a ver a los amigos. Tal vez ahora podamos volver sobre él para aclarar cuál es la propuesta que entendemos se deduce del análisis de los procesos de autovalorización del trabajo vivo: en lugar de pavimentar el césped, bien siguiendo las trayectorias marcadas por el deseo de la gente bien encauzando esas trayectorias conforme al deseo del gobernante, quizá, nosotros, los gobernados, podríamos detenernos, cuidar la hierba que crece y construir un jardín al estilo del epicureísmo romano, hacer, en definitiva, del nuevo Buñuel, del Buñuel en el exilio, una fábrica de felicidad, un lugar para el libre despliegue de las potencias de producción y reproducción de la
vida, para la expresión disconforme del trabajo vivo. 

 Este artículo se publicó originalmente en El salto

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