jueves, 2 de julio de 2009

Literatura amorosa III

Decenas de golondrinas giran frente a la ventana junto a la cual escribo. Se persiguen. Construyen sus nidos. Obsesionado con la verdad --con la práctica, acaso en el sentido que le diese el cinismo antiguo, de una vida verdadera--, creo no haberme ocultado demasiado, haber jugado a hacer de mis gustos algo público, especialmente si podían ser motivo de escándalo. Traté de asumir los riesgos que, en materia de amor, el hablar claro necesariamente conlleva. Y de hacer de mi gestualidad lenguaje esencial, vía de expresión, plano de consistencia. De hacerlo con una sonrisa. Sin duda, quise vivir con orgullo lo que para otros pudiera aparecer como motivo de vergüenza, saltando sobre la angustia afirmar mi diferencia, desplegar --como me exigiera la lectura de Char-- mi singularidad legítima.

Ahora bien, es necesario reconocer que los peligros que he corrido han sido pocos. No me puedo permitir, por tanto, simular un heroísmo que no me corresponde a mí y sí, en cambio, a seres queridos, cercanos, de quienes aún aprendo cada día, a veces a su pesar, el coraje necesario para saltar sobre el estigma y la norma, para decir sí al deseo con independencia del qué dirán, de las costumbres asentadas, chantajes o guías. Mi desviación es mínima. En ningún caso subversiva. Tiene lugar más bajo la forma del deslizamiento que de la ruptura.

Por otro lado, el decirlo todo, ahora parece obvio, no debía en ningún caso pasar por la reproducción del mecanismo de la confesión cristiana. Fue leyendo a Foucault que aprendí acerca de la polivalencia táctica no sólo de los discursos, sino también de los silencios. De él, que siempre apostó por los amores clandestinos. De él, que en su libro La voluntad de saber mostró cómo el discurso en torno a uno mismo, ese que instiga a desvelar la verdad oculta que bajo el cuerpo propio habita, a reconocer abiertamente el deseo que nos constituye diversos, no es más que un mecanismo, otro, de ejercicio de poder, construcción de esa cárcel del cuerpo que es el alma. Al fin, la exigencia de confesión de los personales apetitos, de nuestras más nimias acciones, de los pensamientos fugaces o repetidos, de un querer que por vulgar roza lo ridículo, resultó ser un forma constante, continua, capaz de cercanos, de atarnos a un rol, a una máscara, de gelificar lo que en nosotros pueda haber de fluido, de iluminar para suprimir nuestro resto oscuro, maldito.

Ya Deleuze y Guattari habían insistido en la crítica a ese psicoanálisis que, obsesionado con el Edipo, encuentra en cada lapsus y en cada palabra un sucio secretito que hay que desvelar, hacer visible. Sin duda, existe un imperativo social que, a través del mecanismo de la confesión, nos impele a definirnos, a fijarnos en una identidad, a quebrar los devenires que nos atraviesan y transforman, a clausurar lo que en nosotros persiste anónimo, mutante, residual. Mas, ¿cómo, entonces, conjugar la apuesta por una vida verdadera que es hablar claro y decirlo todo, que es gestualidad pública y escandalosa, y, al mismo tiempo, escapar al mecanismo de la confesión que nos ata y nos somete, que nos fija y determina?

¡Oh! Aquí, sí, he de confesarme: sigo, a pesar de todo, siendo lacaniano: es necesario escapar al deseo del otro, devenir soberano, padre despótico, potencia constituyente, legislador. Es necesario hacerse cargo de uno mismo, de la propia vida, del propio crimen. Sólo en la medida en que uno acepta su posición de deseo, su posición subjetiva, su carácter estrictamente heteróclito, residual, es posible empezar a hablar desde otro lado. Porque el habla verdadera no pasa por decir otra cosa, sino por franquear el umbral, por decir lo que se dice desde otro punto, desde ese en el que ya no hay que dar explicaciones, no hay nada que confesar, porque se sabe, se siente, que el propio sujeto, el sí mismo, no es sino un suplemento móvil e invisible, rotatorio y anónimo, inaprensible y cambiante: oscuridad.

Sólo a partir de la afirmación solitaria y alegre del propio crimen es posible estrechar lazos, construir manada, tejer la Nueva Familia. Es ahora, leyendo el recién publicado libro de Jean Genet El niño criminal, que resulta sencillo escoger las palabras precisas. Toda posición de deseo libre del dominio del otro ha de desarrollar su lógica severa, despejar sus leyes, elevar un pueblo y un cosmos. Todo sujeto ha de abrirse al devenir que ya anuncia, trazar su línea nocturna. Es válido para todo querer-vivir que sea desafío, lo que para la homosexualidad apuntaba, rebelde, Genet en su Fragmentos:

"...comporta un sistema erótico propio, una sensibilidad, unas pasiones, un amor, unas ceremonias, unos ritos, unas nupcias, unos duelos, unos cantos: una civilización pero que, en lugar de unir, aísla, y que se vive solitariamente en cada uno de nosotros".

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia