lunes, 6 de julio de 2009

Literatura amorosa IV

Hay un placer en el ejercicio de la escritura, una búsqueda que se satisface. En él reside el gusto por el trabajo bien hecho, por la consecución de los objetivos, por la expresión de ideas o afectos. En él se asienta la comunicación, o la elección necesariamente sacrificial por la obra. Pero en la escritura también puede haber un goce, esa disposición sin término que se retrasa en las minucias, incluso al margen del estilo, en el tono, neutro, deslizante, que no lleva a ninguna parte, sino que se concede, bajo la forma del gasto, del derroche y el silencio. Dejarse arrastrar por la literatura amorosa exige, tal vez, atender a esa otra parte, más suave, menos heroica o arrebatada. Porque el amor --su literatura-- roza obsesivamente ese campo minado que es el de lo imposible, se despliega como un deseo paradójico, intenso al mismo tiempo que lánguido y especioso.

Releyendo algunos textos filosóficos en torno a esa forma de afectividad extraña que el enamoramiento despeja, vuelven sobre mí una y otra vez diversas preocupaciones que se entrelazan y confunden, que no acaban de organizarse según la forma de la argumentación lógica y estructurada: la seducción de lo oscuro, la temática de la clandestinidad, el juego de presencia y ausencia del otro, el derrumbe de la subjetividad. Se podría aludir a Platón y hacer, así, girar la argumentación en torno a lo ya dicho, pero creo que sería precisamente la parte de goce la que se borraría al establecer con excesiva precisión los perfiles de algo que es, en sí mismo, difuso, que no es un concepto sino más bien una sentimentalidad.

Si, como quería Blanchot, no se puede sin traición hablar del amigo, qué no ocurrirá con el ser amado, el cual, si bien es constantemente recubierto por un discurso que no deja de tratar de atraerlo, con todo, permanece ajeno a la captura y a la seducción por la palabra. Todo amor es, al menos en parte, clandestino. Está afectado por una oscuridad esencial que lo lanza hacia delante, que lo proyecta hacia un futuro indefinido. Es ese núcleo no visto lo que acaso conforma el motor de la máquina de guerra de los enamorados, una maquina dispuesta a destruirlo todo, a hacer arder el mundo y a los amantes mismos. El amor construye siempre para los amantes un cuarto oscuro: ese espacio mítico, porque inaprensible, en el cual los cuerpos se donan anónimos el uno frente al otro, ciegos el uno al lado del otro.

Como la escritura, el deseo, pero, más que el deseo, el amor, se dirige a lo que en el otro hay de anónimo. Convoca al nosotros, a esa zona de interposición que es común porque no pertenece a nadie. Sin duda, es necesario, para amar, escapar al deseo del otro, insistir en una diferencia que es despliegue autónomo, coraje de sí, ascetismo orgulloso. Mas, precisamente en esa misma medida, el deseo reapropiado ha de querer hacerse cargo de ese otro del cual se escapa, de lo que en el otro resiste a la captura, heterogéneo y giratorio.

Cuando al ser entrevistando R. Barthes precisa algunas de las nociones teóricas que gobiernan sus Fragmentos de un discurso amoroso, explicita un ideal, lo que él mismo concibe como el movimiento hacia un nuevo mundo amoroso. La figura que domina el conjunto es la de "no-querer-asir". El enamorado lucha, infructuosamente, por no ser sometido, por no quedar bajo el imperio de la imagen del ser amado. Pero también se esfuerza por no someter, por dominar su propio deseo para que no se convierta en tiránico. Se trata con ello de no bloquear, de abrir los flujos, de dejar circular, de permanecer en el bamboleo, asomado a lo anónimo.

He crecido leyendo a Bataille, fascinado por la intensidad erótica, por el sujeto calcinado en el instante legendario del orgasmo, por la visión que se abisma sobre el afuera. La transgresión sexual, al menos en su aparecer más literario, ofrece el ejemplo del instante en el que los cuerpos retornan a su anonimato, desprendidos ya de la identidad que los conforma separados, balanceándose sobre el límite que los distingue. Pero, el instante fulgurante del orgasmo ha de encontrar continuidad más allá de la eyaculación y la descarga. La literatura sobre la liberación sexual ha hecho hincapié en ese momento sin duración en el que se dice se divisa la verdad cegadora. Frente a ese discurso que se agota en los flujos y en el goce de lo abyecto, es necesario desplegar el decir de una sensualidad difusa, más suave pero más insidiosa, el decir de una liberación afectiva, amorosa.

¿Dónde encontrar esa experiencia capaz de continuar el arrebato de la liberación sexual y la verdad que esta transporta? ¿Cómo representar esa pizca de sentimentalidad que amplifica la ruptura de las identidades, el derrumbe de los sujetos separados, que estira lo anónimo permitiendo a los amantes encontrarse bajo la forma de un desencuentro, en esa tierra de nadie que es motor, clandestinidad, circulación ininterrumpida del deseo? ¿Dónde sino en el lugar del sueño? No en el de lo onírico sino en el espacio vacío del dormir, allí cuando el yo se confunde con el olvido, cuando sumergido en las tinieblas suaves del desasimiento se asimila con la noche. El amor --en tanto transgresión de la transgresión-- encuentra su arquetipo, no en el programa orgiástico de la liberación sexual, no en los miembros arrasados de placer, no en la inconsciencia abrasadora del orgasmo. Lo halla en el dormitar apacible de dos cuerpos que caen juntos en un tiempo eclipsado. Jean-Luc Nancy lo expresa con precisión en Tumba de sueño:

"El dormir juntos no abre otra cosa que la posibilidad de penetrar en lo más íntimo del otro, a saber, justamente su sueño. El sueño dichoso y lánguido de los amantes que se hunden juntos en él prolonga su espasmo amoroso en un largo suspenso, en un punto culminante mantenido hasta los límites de la disolución y la desaparición de su propio acuerdo".

1 comentario:

Ocala dijo...

¡Cómo me gusta a estas horas de la mañana después de una noche más, y ya va algún año, de despertarme solo! Grande sin duda

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia