lunes, 21 de diciembre de 2009

No un libro, cien libros, mil libros

Transportar los libros, preguntarse cómo diablos se han ido acumulando en las malditas estanterías hasta convertirse en una carga imposible, excesiva para un solo hombre. Por qué fue que atestamos nuestras vidas de tinta impresa, de signos que se abren y se cierran, de frases subrayadas. Por qué ese empecinamiento en saturar las habitaciones y la vida con el Texto.

Porque es lo único que nos acerca a lo real. Tan sólo la escritura es realista. No nuestras vidas, mucho menos las largas horas que rellenan nuestras jornadas en el ajetreo que hizo indistinguibles trabajo y ocio, y donde suena sin cesar un bla, bla, bla que no es sino fuga hacia el olvido, fantasía absurda y cobarde. La letra escrita, su proliferación a lo largo de los días y de la historia, cubriendo las paredes y el suelo de nuestras casas, el tiempo de la existencia bruta, es el solo modo de permanecer realista: porque ella muestra la imposible concordancia entre el lenguaje y lo real, la pluridimensionalidad de lo real frente al orden unidimensional de la lengua.

Sólo en la insistencia en la enunciación, en la palabra escrita, en el signo desplazado, se hace posible entrever eso que escapa al discurso, lo imposible según Lacan, lo real que permanece no dicho, invicto en lo indecible, como un resto entre las voces, excremento o residuo en el teatro de lo expuesto. La vida transcurre en el delirio sin falla de una lengua que no hace sino sujetarnos al Fantasma, atarnos con fuerza a lo Imaginario. Despegarse del orden despótico de la lengua pasa necesariamente por infiltrase en los intersticios que hacen relumbrar la indefectible inadecuación del lenguaje y de lo real, por obcecarse en la verdad del deseo --su exuberancia irreductible, su pluralidad indefinida--, en esa posición trivial que abre al habla de las perversiones y rehuye el decir según la Ley.

Y, si somos en y por la lengua, sujetos del lenguaje, al lenguaje, siervos de un orden sin afuera, queda, con todo, la última estratagema, una pequeña trampa, acaso el último giro: abonar el campo de la escritura, crecer en la grafía, desviar la letra hacia nuevos entornos, fabricar otros idiolectos o perdernos en la experiencia límite de un lenguaje desgarrado --saltar, al fin, sobre lo dicho, hacia una forma ignota de la que, como Pasolini, pronto habremos de abjurar.

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Pablo Lópiz Cantó

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