lunes, 16 de noviembre de 2009

Literatura amorosa IX

Tras recordar mi odio hacia la pedagogía y las misiones evangelizadoras, sobre la tarde ofuscada decidí retornar al único espacio de aprendizaje que reconozco, que apruebo y he conocido, al espacio raro, denso pero flexible, del afecto. Volví sobre un texto que, como tantos otros, permanecía quieto sobre la estantería: De postmoderna superstitione, de Iván Alejo. Lo bueno de leer y releer a los amigos es que uno siempre tiene la sensación de que ya han dicho aquello a lo que uno llega sólo más tarde. Quizá uno lo escribiría de otro modo, introduciría importantes variaciones, cambiaría el estilo, insistiría más en algún punto y menos en otro. Da igual, lo esencial ya está ahí, en la voz de tinta que el amigo abandonara, sobre la estantería, para que, llegado nuestro momento, como la carta tardía o el mensaje olvidado, como en un eco nos alcance lo escrito.

Releo su Teratología y me doy de bruces con el amor como devenir monstruoso. Allí disecciona la obra de M. Duras, El amante, y ofrece la imagen de un deseo amoroso inasimilable porque imperceptible, pero también porque inevitable. Frente a las normas sociales que codifican las relaciones, el encuentro inesperado instituye un proceso de subjetivación demoníaco que arrastra a los cuerpos hacia un espacio aún por fundar. La ciudad y la familia hacen de los amantes una comunidad invisible, desobrada, inconfesable. Su monstruosidad reside precisamente en su invisibilidad, inaprehensible a las miradas y a las palabras, en el carácter secreto de su deseo irrevocable.

Es la clandestinidad sobre la cual los gestos amorosos se perfilan lo que destituye, como un sol negro, los repartos de luz, de lo visto y lo no visto, el campo de visibilidad y las configuraciones del espacio. Es la imperceptibilidad lo que desplaza las normas y trastrueca los organigramas. Como Deleuze y Guattari apuntaran, e I. Alejo cita: "Es necesario que el secreto se inserte, se insinúe, se introduzca entre las formas públicas, haga presión sobre ellas y haga actuar a los sujetos conocidos". El deseo desmedido e inconfesable dispara procesos de subjetivación divergentes, traza nuevas líneas, altera las costumbres, la percepción de la ciudad y los entornos --ahora con sus huecos, con sus franjas de libertad, pero también con los ámbitos del agobio y la claustrofobia--. La comunidad monstruosa que surge introduce otras formas de vivir el tiempo, de conducir los gestos, de abrazar el instante. Y es justo allí, donde el amor se revela imposible, allí donde es negado, rechazado, despreciado por el mundo, cuando con más fuerza deslumbra la potencia absurda del deseo, de un querer sin sentido, origen de un existir diferente. Es desde el estigma que con todo su furor se desvela el punto desde el que liberar la vida.

Y, sin embargo, si la comunidad amorosa es monstruosa, si es capaz de romper con la lógica del sentido que gobierna las vidas, es precisamente porque no acaba nunca de decantarse por sí misma, porque mantiene a los amantes a distancia, en la singularidad de una soledad compartida. A pesar de todo, si los individuos optasen de forma definitiva, rompieran con el secreto y rehicieran la vida según una norma nueva, la ambivalencia y con ella la monstruosidad de un "amor abominable" se diluiría en la aceptación de un orden nuevo. No hablamos de héroes, sino de monstruos. Pero de seres que, a pesar del estigma, son capaces de no pedir disculpas por lo que son, de nunca y bajo ningún concepto pedir perdón. Al fin, como concluye I. Alejo:

"Uno vive monstruosamente no sólo cuando lo decide, sino cuando el poder le hace vivir monstruosamente. Podemos sentirnos culpables por ello y repudiarnos a nosotros mismos como monstruos, o simplemente escupir la vergüenza y la culpa y vivir monstruosamente, reforzando las alianzas".
I. Alejo, Propuesta para una teratología del poder.

No hay comentarios:

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia