miércoles, 4 de noviembre de 2009

Un último viaje

El sábado pasado, al tiempo que me disponía para mi última expedición, murió, habiendo cumplido ya los cien años, Claude Lévi-Strauss, el autor de Las estructuras el elementales del parentesco, ese libro que nos enseñó que nada somos salvo el efecto contingente de diversas series relacionales que se cruzan unas con otras para ponernos en nuestro lugar, meros productos del tejido simbólico que nos precede y nos constituye, apenas sí híbridos de signo y valor, soportes de estructuras en las que nos hallamos insertos. De él había aprendido yo la esencial lección. Como en toda investigación etnográfica permanecí atento a los intercambios, especialmente a aquellos que se presentan a sí mismos bajo la forma del don, sabiendo que la lapidación de palabras, sustancias u objetos, responde siempre a lógicas perfectamente codificadas según las cuales a cada sujeto se le obliga a ocupar una posición, a representar un momento de la formación social desde el que podrá hacer y percibir unas cosas y otras no. El sujeto no es sino aquel que se encuentra sujetado a la interpelación que supone todo intercambio. Me concentré, por ello, en recordar esas palabras mágicas cuyo poder secreto se tiende a olvidar, el poder de los nombres que nos fueron asignados y a cuya pronunciación respondemos desde antes acaso de saber hablar. Profundicé en la labor etnográfica con la parsimonia de quien sabe que lo único importante vendrá luego, durante el proceso de redacción de las conclusiones, cuando, ya de vuelta, las notas tomadas empiecen a cobran sentido y lo observado, despojado de toda esa ganga de la aventura, sirva para despejar, aunque sólo sea levemente, un fragmento de la verdad.

Nunca olvidaré las palabras con que Lévi-Strauss comenzase ese libro de título maravilloso: Tristes Trópicos. Palabras que incansablemente repito, cada vez que tengo ocasión: "Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones...". También a mí me resulta esa la parte engorrosa de mi trabajo. Tener que insertarme en otras tribus, las incomodidades del tránsito, el hambre y la falta de sueño, la excitación artificiosa, la inevitable persistencia en esa zona fronteriza que no le permite a uno entrar del todo ni quedarse fuera. Pero es divertido luego, ahora, revisar los organigramas, atender al comportamiento diverso de los diversos componentes tribales, especialmente cuando, como es el caso, se trata de sistemas que, siguiendo a Hobsbawm, podemos calificar de primitivos: ver a quienes ocupan los espacios limítrofes y pueden por ello actuar como receptores, a quienes taponan ciertas zonas recubriéndolas de incomunicación y generando con ello la ficción de un centro oscuro al cual no todo el mundo puede acceder, a las mujeres siempre escasas en número gozando de prácticas homoeróticas en un campo de acción que excluye toda relación afectiva o sexual entre hombres, a esos otros personajes que, perfectamente insertos, sin embargo cumplen funciones expiatorias para la comunidad.

La labor del antropólogo, a pesar de las angustias por la distancia que separa del hogar y demás inconvenientes, permite retornar con un saber que él sí merece la pena: permite saber que los comportamientos se encuentran determinados según lógicas más o menos precisas, que los individuos se encuentran atados a la red de relaciones que los incluye-excluye según modalidades diferenciadas, que, en definitiva, todos, incluso aquél que va a estudiar, no observa y actúa sino a partir de su posición, que, por tanto, todos somos poco más que funciones de un entramado que nos excede y al cual respondemos de manera perfecta. Era necesario bajar a la calle para contemplar las estructuras. Lévi-Strauss fue uno de los primeros que lo hizo. Tras la expedición que me condujo a través de la noche, el maestro de la antropología estructural había fallecido. El maestro de Lacan y Althusser, de Barthes y Foucault, de Bourdieu y de tantos otros sin cuyas aportaciones nuestro pensamiento seguiría siendo --si es que a pesar de todo no lo es aún-- pensamiento salvaje. Ha muerto C. Lévi-Strauss, aquél que describiese el objetivo último del pensador, acaso la sola esperanza válida:

"El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los usos, que yo habré inventariado en el transcurso de mi vida, son una eflorescencia pasajera... Cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío perforado por nuestro furor, en tanto estemos allí y que exista un mundo, ese arco tenue que nos une a lo inaccesible permanecerá, mostrando el camino inverso al de nuestra esclavitud".

Lévi-Strauss marcó la vía: recorrer el camino inverso al de nuestra esclavitud. A nosotros nos toca seguir la senda. Ir más lejos. Profundizar otras selvas. Hoy la filosofía no es sino la etnografía de lo más próximo, de nuestro propio mundo, de nuestra cultura, de nuestra barbarie. La elaboración de una mirada lúcida que nos permita escapar de estas estructuras absurdas que nos hacen ser lo que somos y que nos cercan. Es una pena que no se retorne de la muerte, ese último viaje. ¿Quién sino él, Lévi-Strauss, podría regalarnos la más detallada y por ello mismo la más hermosa cartografía del infierno?

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Pablo Lópiz Cantó

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