"Dice la verdad quien dice la sombra"P. Celan
Como tantos otros he atravesado la noche, saltando, como si llegara del cretaceo, hasta el crepúsculo. Es tarde y no resultaría oportuno andarse con rodeos. Vivimos en uno de esos Estados que Derrida llamara canallas. Rogue state, dicen los americanos. Es un término como el de "tolerancia cero". Inventado por los poderosos para estigmatizar a sus enemigos. Sin embargo, fue Chomsky quien mostró cómo precisamente esos Estados que habían inventado el nombre y el estigma (algo así como un prolegómeno para dibujar la asíntota a partir de la cual establecer lo que llamaron eje del mal) eran y son precisamente los más canallas de entre todos los Estados canallas.
El término suele utilizarse para designar a esos Estados-nación que restringen fuertemente los derechos humanos y defienden el terrorismo. También para los denominados Estados-parias. En realidad, lo interesante de Chomsky y de Derrida, su juego perverso, consiste en demostrar hasta qué punto quienes califican a otros de canallas son los verdaderos canallas: cómo precisamente aquellos que imponen la legislación internacional son quienes de manera sistemática incumplen su propia ley.
Pero yo no quiero hablar ahora, a esta hora ya extraña, de política internacional. Quiero hablar de nosotros mismos, del sistema político que sobre nuestras espaldas de funda y se sostiene. El nuestro es un Estado canalla no porque incumpla con la legislación de las Naciones Unidas. Hace algo mucho peor. Incumple sus propias leyes, el derecho, los derechos de tantos. De aquellos a los que ahora tanto gusta la televisión y los idiotas que la siguen llamar privilegiados, sin duda; pero también del resto. Si algo me fascina del decreto ley aprobado en consejo de ministros (y lo escribo todo en minúsculas a conciencia) el pasado 3 de diciembre, es que unía, por una vez, al lumpen, a los residuos humanos, a los parias, con el nuevo (y ya no tan nuevo) proletariado.
Trataré de ser breve: a día de hoy la mayoría de la población no es necesaria en tanto que fuerza de trabajo. Su persistir (mediante subsidios) en la existencia supone sólo un gasto inútil, pérdidas para este capitalismo que algunos caracterizan como tardío. Su exclusiva utilidad (viejo ejército de reserva) reside en funcionar a modo de pistón que presione a los trabajadores a mantener sus sueldos al mínimo. Pero su número ha crecido de tal modo que incluso en ese sentido se ha vuelto innecesaria su permanencia. Ya sin soportes ni esperanzas podríamos imaginar que se lanzasen a construir barricadas. Ahora bien, entre el lumpen y los nuevos proletarios, esos que los italianos dieron en llamar, creo que inoportunamente, proletariado cognitivo, el sistema capitalista ha creado una especie derivada, un híbrido, las precarias, gentes con trabajos a tiempo parcial, tiempo flexible, contratos temporales, capacidad de multitareas, de cambio constante y readaptación. El trabajo precario sirve como mecanismo de contención frente a la revuelta desesperanzada del lumpen, de los pobres que ya nada tienen salvo su presente y su fuerza. Un contrato de diez horas semanales es como la luz intermitente de un faro en el mar agitado. Crea expectativas de mejora. Desactiva la rabia y la desesperación al tiempo que genera inútiles esperanzas.
El 3 de diciembre pasado jodían a los controladores al mismo tiempo que suprimían los subsidios de desempleo. El Estado de Alarma quizá iba dirigido, más que a ningún otro colectivo, al de los parados, como un golpe de efecto no sólo mediático que los contuviera y no los lanzara al centro mismo de la metrópolis. Pero es el propio Estado, con su estúpido palo, el que ha juntado al perro aristócrata con los lobos, al estilo del cuento de Jack London. Los privilegios se han terminado. Ya todos, trabajadores o no, somos precarios: lumpen maquillado con mil baratijas de consumo, residuos humanos controlados a través de las expectativas de trabajos de los que en cualquier momento podremos ser desechados. Es el capital el que nos ha unido bajo su paraguas despótico. Hemos sido abandonados frente un afuera que ya es sólo noche.
Pero en la noche se erige la sombra. Lo dijo J.-P. Sartre en una ocasión desafortunada, en un texto redactado para La Cause du peuple el 15 de octubre de 1972 y ya nunca más reeditado. Sostuvo lo insostenible. ¿Pero qué otra cosa que lo insostenible resta frente a lo insoportable? Copio su sentencia salvaje, escrita a la edad de sesenta y siete años: "Le principe du terrorisme est qu'il faut tuer... C'est une arme terrible, mais les opprimés pauvres n'en ont pas d'autres".
El término suele utilizarse para designar a esos Estados-nación que restringen fuertemente los derechos humanos y defienden el terrorismo. También para los denominados Estados-parias. En realidad, lo interesante de Chomsky y de Derrida, su juego perverso, consiste en demostrar hasta qué punto quienes califican a otros de canallas son los verdaderos canallas: cómo precisamente aquellos que imponen la legislación internacional son quienes de manera sistemática incumplen su propia ley.
Pero yo no quiero hablar ahora, a esta hora ya extraña, de política internacional. Quiero hablar de nosotros mismos, del sistema político que sobre nuestras espaldas de funda y se sostiene. El nuestro es un Estado canalla no porque incumpla con la legislación de las Naciones Unidas. Hace algo mucho peor. Incumple sus propias leyes, el derecho, los derechos de tantos. De aquellos a los que ahora tanto gusta la televisión y los idiotas que la siguen llamar privilegiados, sin duda; pero también del resto. Si algo me fascina del decreto ley aprobado en consejo de ministros (y lo escribo todo en minúsculas a conciencia) el pasado 3 de diciembre, es que unía, por una vez, al lumpen, a los residuos humanos, a los parias, con el nuevo (y ya no tan nuevo) proletariado.
Trataré de ser breve: a día de hoy la mayoría de la población no es necesaria en tanto que fuerza de trabajo. Su persistir (mediante subsidios) en la existencia supone sólo un gasto inútil, pérdidas para este capitalismo que algunos caracterizan como tardío. Su exclusiva utilidad (viejo ejército de reserva) reside en funcionar a modo de pistón que presione a los trabajadores a mantener sus sueldos al mínimo. Pero su número ha crecido de tal modo que incluso en ese sentido se ha vuelto innecesaria su permanencia. Ya sin soportes ni esperanzas podríamos imaginar que se lanzasen a construir barricadas. Ahora bien, entre el lumpen y los nuevos proletarios, esos que los italianos dieron en llamar, creo que inoportunamente, proletariado cognitivo, el sistema capitalista ha creado una especie derivada, un híbrido, las precarias, gentes con trabajos a tiempo parcial, tiempo flexible, contratos temporales, capacidad de multitareas, de cambio constante y readaptación. El trabajo precario sirve como mecanismo de contención frente a la revuelta desesperanzada del lumpen, de los pobres que ya nada tienen salvo su presente y su fuerza. Un contrato de diez horas semanales es como la luz intermitente de un faro en el mar agitado. Crea expectativas de mejora. Desactiva la rabia y la desesperación al tiempo que genera inútiles esperanzas.
El 3 de diciembre pasado jodían a los controladores al mismo tiempo que suprimían los subsidios de desempleo. El Estado de Alarma quizá iba dirigido, más que a ningún otro colectivo, al de los parados, como un golpe de efecto no sólo mediático que los contuviera y no los lanzara al centro mismo de la metrópolis. Pero es el propio Estado, con su estúpido palo, el que ha juntado al perro aristócrata con los lobos, al estilo del cuento de Jack London. Los privilegios se han terminado. Ya todos, trabajadores o no, somos precarios: lumpen maquillado con mil baratijas de consumo, residuos humanos controlados a través de las expectativas de trabajos de los que en cualquier momento podremos ser desechados. Es el capital el que nos ha unido bajo su paraguas despótico. Hemos sido abandonados frente un afuera que ya es sólo noche.
Pero en la noche se erige la sombra. Lo dijo J.-P. Sartre en una ocasión desafortunada, en un texto redactado para La Cause du peuple el 15 de octubre de 1972 y ya nunca más reeditado. Sostuvo lo insostenible. ¿Pero qué otra cosa que lo insostenible resta frente a lo insoportable? Copio su sentencia salvaje, escrita a la edad de sesenta y siete años: "Le principe du terrorisme est qu'il faut tuer... C'est une arme terrible, mais les opprimés pauvres n'en ont pas d'autres".
2 comentarios:
¡Cuántas verdades escribes! ¿Sabrán leer? Estos últimos días estaba reflexionando sobre el ya famoso "wikileaks". Portal de "secretos" al que, a su promotor, acusan de violación de un par de suecas cuarentonas (¡plof!). Y me pregunto, entre todos tus acertados asertos:
¿la ética de un militar está en obedecer sin cuestionar en conciencia sus acciones? Entonces... ¿de qué les acusaron en un Tribunal internacional a todos esos fieles y obedientes mandos y soldados militares del nazismo cuando se está haciendo ahora más de lo mismo?
Y es que la obediencia y la conciencia tienen un principio insoslayable: ¡ser humano! Si hasta las alimañas salvajes tienen sus naturales principios.
¡Y UN FELIZ BOSQUE DE NOBLES SUEÑOS Y ESPERANZAS HUMANAS EN ESTE 2011!
Cuántas veces he pensado en este libro, más aún las veces comentado, verbalizado mi entusiasmo hacia él. Por ello y por el momento en el que nos encotramos, donde el borreguismos social que se siente, hace que sea una necesidad dejarse llevar por el eco de los aullidos, imperante formas manadas.
Me encanta la idea de escuchar y sentir esa llamada, irnos cual lobos bajo la nieve. Porque el calor del grupo, el fortalecer ciertas alianzas, serán estrategias de lucha para afrontar el frío polar de la precariedad. Resistir como manada,retornar a un estado salvaje.
Buena entrada, mejor analogía con un libro tan bello.
Publicar un comentario