domingo, 28 de junio de 2009

Libros de fuego o la experiencia de Don Quijote

Hay proposiciones que se acercan leves y al instante siguiente estremecen a todo aquel que de un modo u otro se deja el tiempo —ese escaso tiempo que le ha sido concedido y que es el único de veras suyo— en la rara tarea que llamamos lectura, esa otra forma de escribir la propia vida, de habitar las jornadas. Querría referir ahora una concreta sentencia, lejana pero que, sin embargo, acaso al aproximarla pudiera hacer saltar la sorpresa, despertar la demasiadas veces apagada curiosidad, romper la monotonía para abrir senderos ignorados o, más modestamente, permitirnos al menos contemplar con renovada afectividad caminos mil veces transitados, ya trillados en exceso. Quizá jugar con el prisma de esta distancia conceda un distinto paisaje. James A. Parr, en su libro titulado Don Quixote: An Anatomy of Subversive Discourse, a buen seguro cayendo en el exceso que conlleva toda generalización, pero a la vez no sin cierta razón, afirmaba: «Hispanic intellectuals, and intellectuals who chance to be Hispanists, are among the most highly individualistic creatures on Earth. They do not readly genuflect to authority or subscribe to cults of personality (e.g., Barthes, Foucault, Lacan, et. al.) and they deplore the fragmentation of the discipline...», para a continuación adscribirse sólo parcialmente a la que se supone es nuestra peculiar forma de abordar el trabajo intelectual, pues, continuaba, «modern theory offers many useful tools that can facilitate our thinking and enhance our writings». Permanecer en esa ambivalencia que no se somete pero sí se apropia de lo que le pueda resultar útil tal vez fuera adecuada estrategia de abordaje. Consiéntaseme así introducir la arbitraria —pues podría acaso haber sido cualquier otra, pero otro sería entonces también nuestro texto— sentencia a que hacíamos referencia, y que no es otra que un aforismo de René Char, incluido en su libro La Parole en archipel.

«Livres sans mouvement. Mais livres qui s’introduisent avec souplesse dans nos jours, y poussent une plainte, ouvrent des bals» .

El Quijote —pues tal es ya el sólo nombre de la obra, independientemente de aquel que propusiera su autor o del que los eruditos puedan exigir— es uno de esos libros que no sólo se dejan contemplar y leer para al instante siguiente caer en el olvido. No es mero libro de entretenimiento, aún cuando su lectura provoque el regocijo pausado de un tiempo que transcurre con peculiar ritmo. Como dijera Char, abre bailes. El Quijote es, sin duda, un Acontecimiento, un pliegue en el sucederse de los días, una inesperada emergencia en el tiempo, la apertura de una discontinuidad. Pero si bien se habrá de retornar sobre semejante cuestión, sobre la acción que el libro despierta o, al menos, sobre la teoría de la acción que en él se propone, antes es necesario afirmar que la elección de la cita nos permite, y es ésta la causa última por la cual la hemos introducido, nos permite, decía, transitar más estrechos senderos, acotar de forma quizá demasiado abrupta la cuestión, dado que perseguir un enfoque general del texto en tan escaso espacio me parece resultaría cuando menos temerario. Más reducidos son, por tanto, los objetivos. Aproximarnos exclusivamente a un pasaje: el que comienza cuando Pedro Alonso acompaña al apaleado Señor Quijana de retorno a su casa y termina cuando, ya don Quijote, habiendo seducido a Sancho, inicia su marcha en busca de las aventuras que le permitan alcanzar la gloria propia del caballero andante. Como es bien sabido el pasaje que de un punto a otro se narra, y que es el que a nosotros nos interesa y sobre el cual querría extenderme, es aquel en el que tiene lugar la quema y posterior tapiado de la biblioteca que condujera a la locura al héroe del relato que aquí preocupa: el sexto capítulo de la primera parte, titulado "Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo". Ya en 1955 Mia I. Gerhardt, comenzaba su ensayo Don Quijote, la vie et les livres criticando el rechazo de Unamuno a comentar este sexto capítulo por no tratar éste de la vida sino sólo de libros; pues precisamente, venía a decir, es de libros de lo que fundamentalmente trata El Quijote.

Mas retornemos sobre nuestra cita, pues ha de ser ella la que nos provea del material sobre el cual comenzar a tratar desde una prudente distancia el pasaje en cuestión. Y es que pertenece la sentencia al poema titulado precisamente La Bibliothèque est en feu. Surgidas las primeras palabras de la composición en 1943, en un difícil momento para el grupúsculo de la Resistencia contra el nazismo en que militase Char, y el título tal vez por mero azar, como mensaje cifrado para comunicar el desastroso estado de cosas, el poema, según anota Riechmann en su traducción, tardó al menos una docena de años en completarse, y hallaba sus raíces en «la gran realidad», en «la inextinguible realidad» . En palabras del propio René Char: «Es un cuadro, es un archipiélago, es una ciudad. ¿Por qué es una ciudad lo que es? En La Biblioteca está en llamas he querido expresar la totalidad del ser» .

La biblioteca es el mundo, que arde, mil mundos e infinidad de historias. Es necesario escapar a esas lógicas interpretativas que tan sólo son capaces de ver en la escritura fantasías sin relación alguna con la realidad, con esa realidad que se impone en la inmediatez de una exclusión que obliga al platónico exilio de los poetas. Lo que dice Char para el poema es válido para la escritura cervantina que en El Quijote se ventila: «la finitude du poème est lumière, apport de l’etre à la vie» . Más allá de la partición entre verdad y mentira, entre realidad y fábula, la escritura sucede, se inserta generando afectos, despertando el movimiento. Y es precisamente esa afectividad que las novelas producen en don Quijote lo que dispara su transformación, no tanto o no sólo para perderlo en la confusión de una locura que cree cierto lo que es sólo delirio, sino, antes bien, para transformar su vida en leyenda, en literatura, en el que tal vez sea uno de los más bellos fogonazos de ese espacio cerrado y ardiente que es el de la biblioteca. Raro lugar, ese que, persistiendo en el interior del orden del mundo, se constituye conforme a una lógica por completo diferente a la que rige el espacio cotidiano. El tiempo transcurre en el interior de la biblioteca de modo absolutamente distinto a la monotonía corriente, y mil ritmos se entrecruzan dependiendo de la lectura que el azar haya deparado al paseante. Se acumulan dentro los objetos como pretendiendo abarcar, si no la eternidad, al menos el trayecto todo de la historia. Pero sobretodo extraño porque en él puede habitar la heterogeneidad más absoluta sin que el estallido se produzca, lo diferente junto a lo diferente, y porque el orden mismo que lo recorre se impone arbitrario e incluso en cierto modo ingobernable, siempre abierto, tal vez subversivo.

Pero retornemos sobre el pasaje que nos preocupa. Todo comienza a mitad del quinto capítulo, cuando el Ama de don Quijote, tras haberse este ausentado durante un día —o durante tres, como yerra Cervantes— expone al Cura sus tribulaciones: «que estos malditos libros de caballería que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio» . Y se atreve a continuación también a proponer la solución que más adecuada a ella le resulta ante semejante calamidad: «Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la mancha». Interviene entonces la Sobrina, dirigiéndose esta vez al Barbero, maese Nicolás, detallando las extravagancias a las cuales a don Quijote conducían las largas jornadas de apasionada lectura. Y, por supuesto, también ella considerará oportuna la solución por el Ama ofrecida, que el mejor remedio sería que a tiempo el Cura y el Barbero «quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes». No dudará el Cura en apoyar tales ocurrencias con el fin de asegurarse de que a ningún otro le pudiera acontecer lo que a su amigo. Lo que sigue pertenece ya al capítulo sexto, mientras don Quijote duerme.

La imagen es digna de un extenso comentario. Como es sabido las sucesivas ediciones de El Quijote han sido acompañadas por muy diversas ilustraciones. Francisco López Fábra recogía en 1879 muchas de ellas en su hermosísimo volumen titulado Iconografía de don Quijote. Reproducción heliográfica y fototipográfica de 100 láminas elegidas entre las 60 ediciones diversamente ilustradas durante 257 años. La lámina que aquí nos interesa es la que pertenece a John Gilbert, originalmente de 130 mm. de alto por 85 mm. de ancho, incluida en una edición londinense de mediados del siglo XIX, de 1858, cuya traducción correspondió a Charles Jarvis. Por supuesto, al pie de la ilustración se lee «Donoso escrutinio de la librería de Don Quijote». El centro del recuadro que enmarca la representación acumula los tonos oscuros, mientras que la mirada, conforme se desplaza hacia afuera del grabado, hacia los límites exteriores que cercan la imagen, se va diluyendo progresivamente, perdiéndose en el blanco. Son bien conocidos los cuatro figurantes que ocupan el espacio de la representación: el Cura, el Barbero, la Sobrina y, por último, el Ama. Sobre un sillón, en el centro de la imagen, dominándola, el Cura, con sus anteojos y la faz seria examina las páginas de un voluminoso libro cuyo contenido desconocemos. Otras tantas obras, doce en total, se reparten dispersas por la escena. Varias amontonadas junto al sillón, otras desperdigadas al azar sobre el suelo que imaginamos de madera vieja. La sobrina, cubierta su juventud por una larga falda, observa la lectura tal que en situación de espera ignorante, a merced de la opinión de quien detenta la última palabra, pues, como narrara Cervantes, mientras que ambas mujeres gustarían de prender la biblioteca al completo y de una sola vez, tanto el Cura como el Barbero prefieren demorarse en la inspección, por si se hallase algún tomo digno de ser salvado de las llamas. Así pues, la Sobrina, erguida, apoyando su antebrazo derecho sobre el respaldo del sillón y la mano izquierda sostenida a su vez sobre dicho antebrazo, espera, observadora, la opinión del Cura para saber acerca de la conveniencia o no de deshacerse de esas palabras que se amontonan sobre la superficie plana de las hojas del libro abierto. Por su parte, el Barbero, agachado al otro lado del sillón, con una rodilla hincada en el suelo y sosteniendo dos volúmenes, al igual que la Sobrina contempla la lectura. Sin embargo, su talante difiere del de esta. Parece dibujarse en su rostro una leve sonrisa, una mayor cercanía o complicidad respecto de la tarea del Cura, o acaso una inquietud debida al esfuerzo que exige su postura y el peso de los libros. Se puede imaginar en él una impaciencia, un deseo por agilizar la tarea y un placer en consumarla. En cuanto al Ama, quizá sea la figura más sorprendente, la que provoca mayor zozobra. Situada detrás del resto, se encuentra de espaldas, inclinada sobre una ventana, quedando recortados sus contornos sobre la profundidad blanca del exterior de la biblioteca, de la habitación. Ha lanzado hacia la claridad vacía tres libros que, en su permanecer suspendidos, sin más apoyo que la quietud que el dibujo siempre otorga, se entreabren como resistiendo a la caída. Sus brazos extendidos hacia arriba, las palmas de las manos abiertas no muestran un desprenderse desapasionado, sino, más bien al contrario, la emoción propia de un ritual de exorcismo, la pasión de un gesto largamente contenido que al fin se libera y acomete. Finalmente la cabeza, encerrada entre los brazos, no parece sino reproducir esa misma sensación, balanceándose sobre el vacío para mejor contemplar el derrumbe de los libros, el levantarse de la pila que habrá de servir como hoguera de papel y tinta.

Según expone Juan Carlos Rodríguez en "El placer de quemar o los guardianes del orden" (capítulo cuarto de la primera parte de su trabajo dedicado a la lectura de El Quijote titulado El escritor que compró su propio libro), «La quema de los libros se ha entendido también como uno de los primeros casos “ejemplares” de crítica literaria». Y, ciertamente, no podemos sino estar de acuerdo en ello en tanto que el pasaje cervantino se despliega como un recorrido a través de sucesivos títulos que son bien vituperados bien alabados, añadiéndose además el hecho fundamental de que se esgrimen ciertas referencias que funcionan a modo de justificaciones de las diversas sentencias que se imponen de condena o absolución. Sin embargo, existen al menos dos puntos en los que nos gustaría seguir una línea divergente respecto de la lectura de Juan Carlos Rodríguez, no tanto con el fin de ponerla en entredicho, sino buscando mostrar otros aspectos de lo mismo, desplegar, por tanto, una línea divergente. Si él lleva a cabo un recorrido estructurado fundamentalmente en términos de lucha de clases y, desde una perspectiva marxiana, busca despejar la expresión que ésta toma en la literatura, en concreto en la escritura cervantina, nosotros nos inclinaríamos aquí por un acercamiento más propio de los trabajos blanchotianos, pues, como decíamos más arriba, citando a James A. Parr, tal cosa podría ser útil a la hora de mostrar diversos aspectos de éste tan escueto pasaje de la primera parte de El Quijote.

En primer lugar, se trataría de hablar del fuego, de la parte de fuego que respira en la literatura moderna. Es ya lugar común asumir la modernidad de la obra que tenemos entre manos, aceptarla al menos como el lugar de la emergencia de esa misma literatura moderna. Y acaso este pasaje escogido, el capítulo sexto de la primera parte, sea especialmente apropiado para detallar ese movimiento que caracteriza la literatura, movimiento de disolución y de retorno hacia su propio vacío conforme el objeto de la escritura deja de ser la aventura repleta de sucesos sorprendentes o la historia narrada de los acontecimientos fabulosos para pasar a ser ella misma, para convertirse ella misma, la escritura, en acontecimiento. Es en ese volver sobre sí misma, sobre su centro vacío, que la escritura se convierte en laberinto, en un embrollo que no hace sino crecer hacia el interior de sí misma, ese núcleo que le es al mismo tiempo lo más íntimo y lo más lejano, pues que nunca acaba de alcanzarse. Es la escritura mutada, transformada en gesto gratuito, en un gasto sin más finalidad que la de su proliferar indefinido, consumiéndose a sí misma en el mismo momento en el que se despliega sobre el blanco de la página estrenada, una escritura que nace del fuego y es sólo llama y cenizas: «Aquella noche —se lee ya en el séptimo capítulo— quemó y abrasó el Ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa» .

En segundo lugar, aunque sorprende sin duda la sentencia absolutoria que el Cura impone sobre esos libros de cuyos autores dice el personaje ser amigo, cuando son éstos precisamente amigos del autor, provocando con ello la confusión entre autor, narrador y personaje; tal vez el momento más fascinante se concentre en ese instante en el que la fusión alcanza su punto álgido, al referirse a la obra del propio Cervantes. Recuérdese el diálogo que mantienen Cura y Barbero:

«...Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el Barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada».

Obviamente es posible y perfectamente aceptable leer el diálogo tal y como lo hace Juan Carlos Rodríguez, en términos más o menos biográficos; sin embargo, no parece que la misericordia de la cual habla el Cura pueda ser exigible para el autor del libro que se menciona, sino para el libro mismo, en espera de una hipotética segunda parte que vendría a completarlo y a cerrar por tanto la escritura de un texto que persiste abierto, que «que no concluye nada». Pero, esa continuación, como es bien sabido, nunca llegaría a producirse. Y tal vez es en ello en lo que reside no sólo la belleza, sino también la modernidad del diálogo, en sostener una promesa que ha de permanecer para siempre incumplida, en aproximar a una meta que resiste desconocida y quedar el texto como mero anuncio de un porvenir hacia el que se tiende pero al cual nunca se llega. El diálogo abre a un movimiento sin término, a una oscilación sobre una ausencia que persiste presente, balanceándose sobre su propio vacío.

Por último, es en esta misma dirección que se puede releer la siguiente anotación que Juan Carlos Rodríguez plantea, aquella del tapiado de la biblioteca misma; pues si como él hace puede el pasaje leerse en función del horror que provoca el castigo o la pretendida imposición de orden en una conciencia extraviada; si bien se puede considerar que «Mayor crueldad, imposible» ; también es igualmente cierto que, en la línea de lectura que venimos proponiendo, el hecho de que murasen el aposento de los libros no borra la biblioteca misma, sino que la oculta y la deja en el silencio de su reposo. La convierte en habitación inhabitada, en el lugar preciso en que habita lo aún por decir. La biblioteca, ya por completo vacía, y, aún con todo, todavía biblioteca, lugar de una oquedad, de un silencio sin mácula en el que late la que es la esencia absoluta de lo que la literatura moderna hace crecer. Acaso no haya metáfora más precisa de la biblioteca ideal tal y como la literatura moderna la erige: imborrable presencia de una ausencia, espacio vacío en cuya búsqueda Don Quijote se afana infructuosamente, pero a partir del cual todo comienza, las aventuras por supuesto, pero antes que nada la mutación definitiva, el viaje. Esa biblioteca que ya en sólo una habitación sorda, cerrada sobre sí misma, lo imposible mismo, lo inaccesible es precisamente el primer objeto de deseo, más esencial tal vez que la mismísima Dulcinea.

Al fin y al cabo la biblioteca es lo primero que persigue Alonso Quijano al despertar, tras la metamorfosis que lo ha convertido de una vez y para siempre en Don Quijote:

«De allí a dos días se levanto don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra».

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia