martes, 16 de junio de 2009

Literatura amorosa I

Aún permanezco fascinado por las breves descripciones que Raoul Vaneigem hiciera del amor en su Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones. Han pasado más de diez años desde que, sentado en una escalera al pie de la cual se levantaban olorosos los naranjos, leyera a una joven casi desconocida algunos párrafos de ese libro con el que acaso, sin aún saberlo, trataba de erigir las condiciones de existencia de un placer sin tacha, de una relación algo incestuosa, pareja pivotal, hermana y esposa. Pocos escritos han ejercido sobre mí una atracción semejante, hasta el punto de permanecer como guía de acción. En lo que a la teoría amorosa se refiere sólo se ha visto superada su influencia por los maravillosos Fragmentos de un discurso amoroso, de R. Barthes, lectura de cabecera que funcionase a modo de manual, mapa descuartizado, orientación sin brújula.

Porque, antes de nada, era necesario despojarse de toda esa mitología barata del amor que nos fuese dada en herencia: abandonar el amor cristiano, el amor sacrificial e incluso el amor de tantos filósofos que deliraban con la pareja como nido de salvación, camino hacia la trascendencia.

Hubo otros textos, es obvio. Un escrito de juventud de Hegel que ahora desprecio, algunos artículos de Blanchot que no olvido, hubo Bataille y Duras, algo de Freud y Lacan, más de Deleuze o Foucault. Pero también hay lecturas más actuales, más próximas, que ahora entretienen mis días y me ayudan a no consentir con las normas instituidas, a permanecer insumiso. Mas la lectura de Vaneigem retorna de tanto en tanto para desempolvar viejos deseos que se habían adormecido, apagados por la monotonía de una vida cotidiana hecha de obligaciones y mentiras.

En primer lugar, el Tratado... exaltaba mi incapacidad para la seducción: me permitía afirmar con alegría lo que hasta entonces yo mismo había considerado una tara. Hacía de mi natural rechazo por el flirteo una peculiaridad benigna y decía todo mi desprecio por quienes hacen de este un arte depurado, el arma esencial de sus múltiples victorias. Vaneigem enseña cómo quien aborda a una mujer mediante el camelo permanece preso del espectáculo, extiende la mentira y, en definitiva, pierde y hace perder la vida. No hay amor allí donde la verdad no relumbra. Es necesario ser en la transparencia como un libro abierto, dejarse leer sin subterfugios, concederse verdadero, pues la relación espectacular hace del otro, no objeto amado, sino objeto de dominación.

Sin embargo, lo esencial y acaso lo que más sorprendiera al transitar la lectura fue el programa afectivo. Se trataba de prolongar la lógica del amor a todas las facetas de la existencia hasta hacer de ella el lugar de la transformación, de la disolución de las obligaciones y de la expresividad de las singularidades en un movimiento común. Se trataba de dibujar otras formas de erotismo que tiñesen el conjunto ampliado de las relaciones humanas, si no para dar a luz una sociedad en la que cada individualidad fuese soberana --pues aquello no parecía ni mucho menos posible--, sí, al menos, para deshacerse de las cadenas y resistir, devenir amo sin esclavos, hombre digno. Conforme al principio de placer, el Tratado propone elaborar una estrategia que favorezca el encuentro de los múltiples, una afectividad apasionada que permita instaurar la nueva inocencia. Siguen resonando en mi interior las palabras de Vaneigem según las cuales "el alba en que se desenlazan los abrazos es parecida al alba en que mueren los revolucionarios sin revolución".

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia