sábado, 9 de enero de 2010

El Gran Enfermo

Recuerdo mal la película. Simón del desierto, de Buñuel. Para un ateo como yo, en principio, resultaba, sin duda, divertida. Una película de humor. Me doy cuenta ahora de qué lejos estaba de entenderla. De cuán ciego había permanecido ante la punzante verdad que en ella se desvela. Simón del desierto es una tragedia, terrible. La nuestra. Es la historia de nuestro fracaso. El dibujo preciso del origen de nuestro dolor. Al final el mal se impone y, como un último testigo antes del apocalipsis, el hombre, acaso de una vez y para siempre, permanece para ver su propia derrota. El triunfo del demonio no es sino nuestro mundo, nuestra vida: nosotros.

Nada importa aquí la parafernalia religiosa. Lo que se muestra se hunde en las raíces mismas de una cultura muy anterior a la cristiana. De lo que se trata es del hombre frente a sí mismo. No hace falta estudiar demasiado para saber que la problemática en torno al deseo es muy anterior al auge del cristianismo. Que este último no hace sino retomar, es cierto que introduciendo importantes cambios, una cuestión abordada ya desde Antístenes, Aristipo o Platón, desde esa rara caterva de vividores --pues acaso no haya otro sinónimo para la palabra filósofo-- que aprendieron de Sócrates que el único problema es el problema de la virtud, ese que, inscrito en el templo de Apolo, resume lo poco de digno que ha alumbrado nuestra civilización.

Y tal vez no otro que Epicuro --ese Gran Enfermo, amante incondicional de la vida, ese que la cristiandad tanto odió-- ha sido quien de modo más riguroso ha perfilado las aristas del problema: a parte de la de Diógenes el Perro, no encuentro otra reflexión más lúcida en torno a la cuestión del deseo. Pudiera ser necesario conocer hasta el fondo el dolor de la existencia para desplegar una mirada absolutamente alegre, un sí rotundo, sin peros ni excusas, una afirmación sin fisuras, un hedonismo sin sumisión. Me obsesiona, por ello, hoy la reflexión epicúrea en torno a las modalidades del placer, la exigencia de un ascetismo extremo, la obligación ética de renunciar a todo aquello que no sea estrictamente necesario. Como los cínicos, Epicuro parece saber que sólo a partir del dominio de todo deseo es posible el disfrute verdadero, que los placeres, siempre que no son necesarios, encierran un núcleo oscuro que conduce directamente a la insatisfacción, a la esclavitud: fuente esta del más terrible dolor. Las palabras que de la antigüedad nos llegan lo expresan mejor: "A quien no le basta con poco, con nada le es suficiente".

Pero nosotros no somos ni podemos ser epicúreos. La oportunidad para una vida virtuosa se encuentra quizá para siempre ya clausurada. Los ejercicios ascéticos que requiere una vida despojada de esos deseos que son sólo germen de frustración se han hecho imposibles. Simón del desierto narra la historia de ese fracaso. La derrota del hombre. Su pérdida definitiva del dominio de sí. La verdad de nuestro mundo, moviéndose compulsivamente al son que la tentación impone, no es otra que la de la imposibilidad constitutiva de conformarnos más acá de los automatismos sociopolíticos que gestionan, que producen, más y más excitación, más y más deseo, más y más frustración. Viviremos en el dolor. A pesar del dolor. Esclavos de nosotros mismos. Hambrientos siempre. Sin remisión.

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia