miércoles, 6 de enero de 2010

Extraños todos

En realidad, la canción de Radiohead --sus guitarras-- ya lo dice todo. Importa exclusivamente sentirnos extraños: permanecer siempre fuera de lugar. Porque sólo desde ahí, desde el otro lado de nosotros mismos es posible la vida, el encuentro, la experiencia del no lugar en que la alteridad habita. En las últimas noches de insomnio la canción se ha repetido, --I'm a creep--, como una ruleta, como el giro de los dados que nombrara esa rara voluntad de poder que Bataille llamase voluntad de suerte: jugar a saltar sobre el límite infranqueable de nosotros mismos, apostar por la transgresión de lo que somos para devenir diferentes en la confrontación con el cuerpo ausente, como en un proceso quirúrgico que nos arrastra y nos moldea, que nos trastoca el rostro, que convoca a nuestra mandíbula hacia un nuevo territorio. Es sobre ese campo difuso del acontecimiento que se hace posible la fractura con lo que somos. Y, a partir de ahí, la experiencia límite de la satisfacción, de lo real, de lo imposible.

Podría seguro pretender eludir el cambio, hacer como que nada ha ocurrido, ignorar lo que sucede e insistir en la reacción, tal vez incluso en el reactivo deseo de venganza. Prefiero, sin embargo, instalarme tras lo ocurrido, cabalgar la línea recién abierta, profundizar en la falla. Pues aquí el dolor ya no importa. Sólo una gran afirmación nietzscheana repetida sobre el espacio sin profundidad de nuestra inmanencia, en la zona sin espesor de un volvería a vivirlo, de un "sí ha merecido la pena". Porque no ha sido sino en el tiempo detenido de la tragedia, allí donde, como a Edipo, el trauma desvela que uno no es quien creía que era, donde con más intensidad han brillado los mensajes recibidos y enviados, el encuentro de los cuerpos queridos y añorados, la luz solar que de uno mismo brota, la sonrisa sin espanto, la verdad fúlgida y mineral de la mirada afectuosa.

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia