lunes, 4 de enero de 2010

Sin anestesia

Nuestro tiempo es como el que se dibuja bajo la luz blanca y uniforme del hospital. Duración desnuda. Ausencia de coordenadas. Presente sin movimiento. Espera en el vacío insomne.

Y, sin embargo, una y otra vez el acontecer se filtra según los flujos variables de la ternura y del cariño. También de la desidia, la traición o la impotencia. A través del espacio liso en que se extienden nuestros deseos, por definición fallidos, sólo la composición de alianzas capaces de revitalizar los conatus interpone un criterio racional frente al desvarío. No hay más ley que la que se deriva del imperativo de apoyo mutuo.

Por ello es necesario aprender a seleccionar las franjas desde las que desplegar los contratos físicos tanto como las singularidades con que articular la existencia propia. En un mundo sin segmentaciones todo sucede una sola vez. No hay segundas oportunidades. Ni importan un carajo las buenas intenciones. Los trenes, si se cojen, lo cual no siempre es fácil, siempre se cojen en marcha, a medio camino y con destino incierto. Hay que estar en disposición de apostar, de enfrentar el riesgo y, sobre todo, de asumirlo llegado el momento.

Y no hay nada que justifique no hacerlo. Todo lo demás es mera excusa con que cubrir la propia cobardía, la mala fe según la expresión sartreana. Al menos aquí Lacan no parece estar muy lejos del existencialista: toma las riendas de tu vida o no, poco importa; pero no esperes perdón alguno, pues la moral --el bien y mal-- es una patraña, dios ha muerto y nadie va a salvarte de lo que eres ni a resolverte la papeleta. Independientemente de lo que hagas no surgirá el deux ex machina. Ya sólo estás tú con tu deseo, tus actos y sus consecuencias..

2 comentarios:

Frantic St Anger dijo...

Cuán liberador puede llegar a ser el estar sola con mis deseos, mis actos y sus consecuencias.

No se trata de una perversión egotista sino de saberme lo suficientemente fuerte como para no alimentarme de supersticiones arcaicas. Prefiero la tangibilidad de mi propia imperfección. Ésa es la que realmente me da el impulso para coger trenes en marcha.

Anónimo dijo...

Me llevan, al principio, tus palabras al abatimiento ante la certeza de la oportunidad perdida, el error irremediable.
Surge despues la contrariedad: ¿el tren, que tren? El tren nos arrolla cuando a punto de atrapar al correcaminos estamos, surge de la nada, sin origen ni destino dejándonos maltrechos y preguntándonos porqué. Nos lamemos las heridas mientras, tontos, planeamos la siguiente caza. No hay riesgo más que el de volver a enfrentarnos a ella. No es riesgo el fallar la presa, inevitable, si no el conocer el deseo.

Disiento entonces: no habrá consecuencias de nuestros actos pues son siempre postreros, son la consecuencia ellos de los hechos que no advertimos, incapaces de variar lo que ya había sucedido. El que no lo dijeramos nada cambia. Para eso está el tren.

No habrá perdón, claro, para nadie.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia