sábado, 20 de diciembre de 2008

Freud judío II

A pesar de los obstáculos, de las resistencias, Freud, su apuesta teórica, alcanzará un amplísimo desarrollo y una aceptación sin duda sorprendente dado el perfil provocador de algunas de sus tesis: la afirmación del carácter perverso de toda sexualidad o la de la presencia del deseo sexual en la infancia, etc., resultaban y aún, sin duda, hoy resultan difícilmente aceptables para los cerebros estrechos y las posiciones ideológicas no necesariamente más reaccionarias. Pero, antes de las convulsiones que preceden al triunfo del nacionalsocialismo, prácticamente todas las mentes lúcidas con que cuenta Alemania, no sólo consideran a Freud como uno de los más importantes intelectuales de la época, sino que ven en él a una figura ejemplar, que encarna el coraje de la verdad, la indomable tensión del espíritu en su defensa del rigor y del conocimiento: versión indómita de la exigencia kantiana de atreverse a saber.

A comienzos de la década de los años 30, Freud es considerado, junto a Einstein y Bergson, uno de los tres judíos contemporáneos de mayor relevancia en el ámbito cultural. Recibe el premio Goethe y, coincidiendo ya con la crisis económica austriaca y con los primeros ataques en Alemania del hitlerismo, se publican sus Obras Completas. Este último acontecimiento llega cargado de interés político, por cuanto muchos intelectuales de la izquierda revolucionaria alemana, quienes, por otro lado, están iniciando su definitivo descenso a los infiernos, sienten por aquel entonces que la revolución psicoanalítica es inseparable de la revolución social. Sin embargo, a pesar de la publicación de las Obras Completas, que parecerían marcar un punto y final en la trayectoria investigadora, no concluirán la carrera intelectual freudiana. Su compromiso con el rigor y con la disciplina fundada permanecerán intactos. Freud seguirá vigilante de las verdad, corrigiendo errores inoportunos, interpretaciones malévolas o, incluso, a enfáticos admiradores que podrían hacer fracasar el proyecto teórico.

Algunos meses antes de que Freud, junto a A. Einstein, redacte para la Sociedad de Naciones el artículo ¿Por qué la guerra?, ha tenido lugar en Alemania el ascenso y triunfo del nazismo, el incendio del Reichstag y comenzado el éxodo de los psicoanalistas alemanes. El psicoanálisis alemán, integrado casi exclusivamente por judíos, es tal vez la primera institución afectada por el auge del nacionalsocialismo comandado por Adolf Hitler. A finales de 1933, el Instituto de Berlín, uno de los centros originarios del psicoanálisis y, a buen seguro, el, intelectualmente hablando, más vivo de Europa, se desplaza a Palestina. El pánico cunde también entre los psicoanalistas vieneses. Ese mismo año de 1933, Ferenzi, quizá el más fiel y querido discípulo de Freud, le suplica a su maestro que huya antes de que sea demasiado tarde. En su última misiva a Ferenzi, Freud escribirá: “Si me matan, al fin y al cabo se trataría de una muerte como cualquier otra”.

De nuevo en 1933, los libros de Freud son quemados públicamente en Berlín. Pero el analista, otras veces lúcido, permanecerá esta vez ignorante del hecho de que esto no es sino el preludio del exterminio real de su pueblo, interpretando el acontecimiento como un gesto meramente simbólico, uno más en la larga serie de gestos antisemitas que configuran la historia de Occidente. Desconoce entonces que las cuatro hermanas que deje en Viena figurarán doce años más tarde entre los millones de muertos de dejase el régimen nazi.

En junio de idéntico año, de ese año de 1933 que para tantos marca el fin del mundo, la Sociedad Alemana de Psiquiatría pasará a estar bajo la autoridad nazi. Su hasta entonces presidente, Kretschme, dimitirá y será reemplazado por antiguo discípulo de Freud, Carl Gustav Jung. El objetivo principal de este último consistirá en establecer una línea de demarcación “científica” entre la psicología aria y la psicología judía, esto es, entre la doctrina del inconsciente colectivo y el psicoanálisis freudiano. La venganza del discípulo rebelde parece por fin a la mano. Junto con el Dr. Gorin, familiar de un alto cargo del Partido, buscará, finalmente de manera infructuosa, conservar un grupo de investigación desjudaizado.

Los acontecimientos se suceden. Un grupo de las S.A. lleva a cabo un registro en casa de Freud. El 13 de marzo de 1938 la Sociedad Vienesa de Psicoanálisis pronuncia su disolución y decide la emigración de todos sus miembros. Jones será el encargado de conseguir los visados para S. Freud, para sus hijos y nietos, así como para el resto de psicoanalistas vieneses que buscan emigrar a Inglaterra. En este contexto, no deja de resultar conmovedor el postrero proyecto de investigación elaborado por S. Freud, su último gran esfuerzo intelectual: el análisis de su propio pueblo y, acaso también, el psicoanálisis de sí mismo en tanto que miembro del pueblo judío. La última gran acometida teórica de ese que fuera reconocido como una de las más lúcidas y valientes cabezas de su tiempo consistirá en el estudio de la figura fundadora de la comunidad judía, en la investigación de Moisés, padre de la religión y de la comunidad que lleva su nombre, el de mosaica. La problemática acerca de los orígenes de la religión había preocupado a Freud desde muy temprano, y a ella había dedicado diversas obras además de una atención más o menos continuada a lo largo de toda su vida. Durante su último año de estancia en Viena y los siguientes de su exilio en Londres redactará tres artículos dedicados a la cuestión de los orígenes del pueblo judío y al estudio de la figura de Moisés. Si bien concitará el escándalo de muchos miembros de la comunidad judía ortodoxa, los artículos no pueden dejar de leerse como un guiño a su pueblo, como una respuesta ante los ataques que le son dispensados, contra el antisemitismo que se pronuncia sin cesar como pulsión destructiva.

El propio Freud ha relatado el proceso de redacción y publicación de sus últimos trabajos dedicados a la figura de Moisés. Le ocupan varios años y son escritos en dos fases, durante los últimos años en Viena y, luego, durante los primeros años del exilio londinense. Inicialmente, Freud publicará en la revista Imago dos artículos, relativamente breves: “la obertura psicoanalítica del conjunto (Moisés, egipcio) y la construcción histórica sobre ella edificada (Si Moisés era egipcio…)”. Sólo años más tarde verá la luz la exposición en extenso de las tesis freudianas acerca de la figura fundadora del judaísmo, en el texto titulado Moisés, su pueblo y la religión monoteísta. Cuenta Freud que lo esencial de este tercer envite lo habría escrito ya en Viena, mas también lo habría mantenido inédito debido a que, según sus palabras, “contenía elementos realmente ofensivos y peligrosos”. Sólo la invasión alemana de marzo de 1938 y su obligado exilio le indujeron a publicar los análisis revisados y reorganizados, “con la audacia propia, dice el propio Freud, de quien tiene poco o nada que perder”.

Empecemos por el final. La lectura de los prefacios al artículo postrero despierta cierta emoción. Sorprendentes, sin duda, resultan las reflexiones vienesas acerca de los motivos para no publicar el texto, el análisis general de la coyuntura política del momento y del extraño devenir de las diversas potencias políticas. Sorprendete resulta la descripción del poder soviético, de esa empresa que tras suprimir el “opio” de la religión y, según Freud, acometer una razonable liberación sexual, hubo, sin embargo, de manejar tal progreso para mejor asentar la más cruel dominación. Frente a semejante utilización de la liberación como máquina de esclavizar, alivia el nacionalsocialismo (sic!), capaz de intensificar hasta la exacervación la brutal opresión sin acudir a ninguna idea de corte progresista. Sorprendentes son los apuntes acerca de la Iglesia Católica, “enemiga acérrima del libre pensamiento y de todo progreso hacia el reconocimiento de la verdad”. Freud, en sus años vieneses observa en el ella, vieja enemiga, la última protección contra el avance de un nuevo y más brutal enemigo, aquel que se cierne desde Alemania. Decide, por ello, no abordar ciertas cuestiones que, por ofensivas, podrían funcionar a modo de excusa para la prohibición definitiva del psicoanálisis y, más importante acaso, para la despararición de esa última barrera que protege a su pueblo frente al nazismo. Freud decide callar para posponer lo que desde nuestra perspectiva era inevitable. Tras la invasión, borradas las esperanzas, esa pantalla aparecerá como lo que era, apenas sí como una “tenue brizna”.

Pero, no hay duda, de que lo más sorprendente no es otra cosa, no puede ser otra cosa, que el análisis mismo del monoteísmo, de su origen y de su funcionamiento, el análisis de la fundación del pueblo judío. Porque, más allá de que los estudios sobre el origen del monoteísmo y sobre la figura fundadora reverenciada por el judaísmo encuentren un obvio preludio en los trabajos previos que Freud dedicase al estudio de las religiones, por más que de nuevo se insista en “reducir la religión a una neurosis de la humanidad y a explicar su inmenso poder en forma idéntica a la obsesión neurótica”, los tres artículos sobre Moisés introducen variaciones de importancia y revelan nuevas posibilidades de análisis, para el análisis. El primero de los artículos freudianos de esta serie se asentará sobre la afirmación y defensa de la tesis de un supuesto origen egipcio del profeta. Afirmación sin duda escandalosa para los miembros más fervientes de la comunidad judía, pero de la cual se derivan profundas consecuencias en el ámbito de la teoría psicoanalítica: “Moisés —escribía Freud para la revista Imago— es un egipcio, probablemente noble, que merced a la leyenda ha de ser convertido en judío”. Freud comienza así a dibujar la figura del “gran hombre”, de aquel que pervive más allá de su propia existencia en el gesto mismo en que funda una nueva civilización, una nueva comunidad.

Así, Moisés, habría sido, según Freud, un príncipe egipcio, un sacerdote o un alto funcionario, adepto al monoteísmo fundado por el faraón Amenhotep IV hacia el siglo XIV a. C. Obligado por los sacerdotes de los cultos antiguos a escapar, pero decidido no sólo a sobrevivir sino, también, a hacer perdurar su fe, Moisés habría “elegido” a su pueblo de entre las tribus hebreas que permanecieran sometidas a esclavitud en el Imperio. A la comunidad que así fundase le impondrá la liberación y su ley: la Ley Mosaica. Tal sería el sentido del Éxodo: la migración de unas hordas semíticas que habitan Egipto, lideradas por Moisés, hacia Canaán, se unirán a otras tribus emparentadas que residían allí previamente. Pero el pueblo “elegido”, en tanto que escogido por Moisés, incapaz de soportar las estrictas exigencias que la Ley incluye, las profundas frustraciones que genera, la brutal represión que sobre el deseo la fe monoteísta entraña, recaerá necesariamente en el culto del becerro de oro, es decir en el incumplimiento de los límites fijados, en la trasgresión una y otra vez repetida. El pueblo elegido se rebelará finalmente contra su jefe espiritual. Asesinará a Moisés. Pero, al igual que el clan de los hermanos que, como expone Freud en Tótem y tabú, impusieran la muerte al padre primordial, los israelitas jamás olvidarán su crimen. Lo negarán, más en esa negación permanecerá latente hasta resurgir a través del deseo de redención: más allá de las complejas derivas históricas que Freud recoge de diversos historiadores, la tesis principal de la persistencia del judaísmo a pesar de los difíciles avatares del pueblo se resume en el análisis del acontecimiento traumático, del trauma precoz que, tras la fases de defensa, de latencia y del desencadenamiento de la neurosis, resurge como retorno de lo reprimido. En el caso del judaísmo, lo reprimido que retorna no puede ser sino el crimen a través del cual se dio muerte violenta al liberador y legislador. Son los remordimientos por el asesinato del protopadre aquello que, a lo largo de los siglos, dará a la Ley mosaica su forma ideal y su contenido imprescriptible. Moisés queda así ascendido a la imagen de la divinidad misma, mas de una divinidad que, además de única, ha de ser irrepresentable. El gesto salvaje de la circuncisión, metonimia de la castración misma, al igual que Moisés, de origen egipcio, permanecerá como el símbolo de la alianza entre el pueblo elegido y el Dios que elige.

Sin duda, el esquema presentado por Freud para la interpretación del que dice su pueblo, es inmediato deudor de las tesis presentadas en Tótem y tabú, y más en general de la teoría de la estructuración edípica del deseo inconsciente. Sin embargo, se dan diversas particularidades en este postrero estudio que implican un desplazamiento, creemos de importancia, respecto de las consideraciones previas. En primer lugar, resalta el hecho de que, a diferencia de lo que ocurriera en Tótem y tabú, aquí el asesinato no tiene lugar en el espacio oscuro y, por lo demás, inaprensible, del origen. Mientras que en Tótem y tabú el crimen se perdía en las profundidades de un tiempo primitivo casi mítico y, en definitiva, en un punto de fuga de la historia, exterior a la historia misma, pero sobre el cual, y a través del retorno de lo reprimido, el orden, la civilización, la historia y la humanidad misma vendrían a surgir; en los ensayos sobre Moisés, de manera especialmente explícita en Moisés, su pueblo y la religión monoteísta, el crimen no responde a una alteridad radical ni a un origen imposible, sino que la fundación de la comunidad se localiza en el corazón mismo de la historia. No hay ya ensoñación de un espacio absolutamente otro, sino que la partición surge y se da inscrita en el interior mismo del desarrollo de la civilización, como acontecimiento transformador y constituyente. Ciertamente, el acontecimiento fundacional del pueblo judío, del mismo modo que el suceso traumático en el individuo, el cual tiene lugar, según Freud, antes de los cinco años, se produce en la antigüedad, más no en un tiempo sin tiempo, anterioridad y exterioridad absolutas. No hay ya afuera radical de la historia, sino que ese afuera es ya en sí mismo histórico. El Acontecimiento es ruptura con la historia, emergencia de la novedad, mas ruptura en la historia: producido por y dentro del devenir del orden que se transforma. En ese sentido, se puede afirmar que Freud defiende ahora la idea según la cual la religión contendría una parte, si bien mínima, de verdad histórica, una verdad tachada y que, sin embargo, una y otra vez resurge: una verdad cuya borradura es condición misma de la permanencia de la Ley y del Padre, en el límite, del nombre del padre.

Ahora bien, Freud se pregunta qué hace de Moisés un “gran hombre”: ¿en qué condiciones se dota a alguien de tan excelso título? En Moisés, su pueblo y la religión monoteísta se aprestará a analizar precisamente esos factores que elevan al individuo aislado a la categoría de gran hombre. El honorífico título Freud lo reserva para aquellos en quienes admiramos, no la capacidad intelectual, la belleza, la fuerza ni aun siquiera la magnificencia de sus obras o lo sobresaliente de sus hazañas; sino para esos que influyen de manera profunda sobre la constitución de los otros: para quienes influyen gracias a su personalidad o por medio de una idea. Freud resume: “la influencia que ejerce el “gran hombre” viene facilitada por la “añoranza del padre” que cada uno alimenta desde su niñez”. Según Freud, los rasgos del “gran hombre” no son otros que los rasgos paternos —decisión de sus ideas y poderío de sus acciones, que no corresponden sino a la autonomía e independencia del padre, a esa su impavidez que puede llegar incluso hasta la crueldad. “Se debe admirarlo —apunta Freud—, se puede confiar en él, pero es imposible dejar de temerlo”. Al fin, el “gran hombre” no sería otro que el “hombre grande”.

Moisés habría sido, según Freud, un modelo de padre, pues quién sino él habría condescendido con los pobres hebreos, hordas de esclavos, para asegurarles que serían sus queridos hijos. Y, del mismo modo que Moisés, ese Dios todopoderoso y eterno, superior a las demás deidades, con el cual fijaran el pacto, la santa alianza impresa en cuerpo mismo a través de la circuncisión, ese Dios único y severo que prometía apararlos siempre… siempre y cuando permanecieran fieles a su veneración. Según Freud, es en el asesinato del gran hombre Moisés que la persona adquirió dimensiones divinas, que el que fuera hijo una vez, hijo de Amenhotep IV, luego llamado Ikhnaton, hubo de quedar inscrito en el espacio inexpugnable de la trascendencia. Su Ley retorna a través de los tiempos, idealizada e inexorable. Y retorna como síntoma del trauma reprimido, a través de sus sucesores y continuadores, a través de nuevos hombres que renuevan los preceptos hasta imponer su hegemonía. En un rapto sostenido de ascetismo, los judío, dice Freud, se impusieron constantemente renovadas renuncias instintuales, alcanzando con ello una “altura ética” que habría de permanecer vedada a los demás pueblos. ¿Cómo es posible si no, se ha preguntado Freud, que, sin apenas recompensa alguna y a través de mil obstáculos, el pueblo de Israel haya persistido tanto más devotamente sumiso a su Dios cuanto peor le trataba este? No otra cosa que la incapacidad para renunciar a la promesa de plenitud, a ser el pueblo elegido, ha llevado a los judíos a reactivar el sentimiento de culpa que obliga a hacer de los mandamientos de la Ley algo cada vez más estricto. La altura ética, que tan bien parece servir a los fines ocultos de una necesidad de castigo, no logra ocultar, según Freud, su origen en un sentimiento de culpa por la hostilidad contenida contra Dios.

Es necesario reparar de nuevo en la extranjería de la figura fundadora misma, de ese Moisés egipcio que se instituye como guía y liberador de las hordas semíticas, también como su legislador. La función constituyente de Moisés no se asienta sobre paternidad biológica alguna. Ni aún siquiera sobre una posición de jefe de tribu. Acaso como el príncipe de Maquiavelo, Moisés procede de fuera, para elegir a su pueblo, para conformarlo a través del gesto mismo por el que escoge. Padre simbólico, pues que desde el inicio permanece como exterior a la comunidad que él mismo constituye. Es la relación misma que se instituye entre aquel que interpela y elige y quien es interpelado y elegido aquello que hace de las informes masas de las hordas hebreas un pueblo y, en el límite, un sujeto histórico. Y es en el asesinato del protopadre que el padre simbólico, irrepresentable pues que situado en el punto de fuga de la lengua, como significante omnipresente, que siempre está ahí y siempre se escapa, surge y se hace perenne. Moisés funda a Dios, porque él mismo deviene Dios gracias al gesto que lo aniquila, que le permite retornar una y otra vez, insistiendo en la relación en la que, ya absconditus, da a luz a su pueblo.

Continuará...

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno pablo!adolfo

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia