domingo, 7 de diciembre de 2008

Freud judío

Freud, Sigmund Freud. Abordar su relación con el judaísmo resulta, sin duda, fascinante, no tanto porque explique, cosa que no hace, sus apuestas teóricas ni los desarrollos primeros de esa disciplina presuntamente médica que es el psicoanálisis, sino porque nos enfrenta de modo directo a la especial inteligencia con que el propio Freud abordó su pertenencia a una comunidad, su identidad en relación con las distribuciones del espacio social. Acercarse a la posición ocupada por Freud respecto del judaísmo, su problemático instalarse en una identidad con la cual, como veremos, no comparte sino el estigma y la ascendencia, acaso revele algo de su peculiar lucidez, pues tal vez fuera una de las condiciones de posibilidad de un pensamiento que, como el suyo, hiciera brotar problemas nuevos, antes ignorados campos de visibilidad. Más aún, pudiera permitir dibujar un lazo de unión, una zona de proximidad, establecer una experiencia compartida con otros muchos intelectuales del siglo, judíos todos, mas descreídos: la de una marginalidad lúcida, la de una exterioridad que sienta las bases para una percepción renovada, para otro modo de contemplar el mundo. Al fin y al cabo, como ha ya explicado suficientemente E. Traverso, los judíos sin fe han ocupado a lo largo del siglo pasado una posición social que les ha permitido consolidar una condición subjetiva del todo sorprendente por cuanto que capaz como ninguna otra de hacer visibles problemas para otros inexistentes. El intelectual judío sin fe permanece a cierta distancia respecto del medio en que se encuentra, no aparece como intelectual tradicional, sostén de las formas dominantes, ni como intelectual orgánico de una especie menor que habría de servir de alternativa: ocupa un lugar relativamente independiente, el de un cierto desarraigo que, en virtud de su exterioridad respecto de los puntos de vista ya configurados, le permite alcanzar una posición singular que le abra un nuevo "campo de visibilidad" (Gesichtsfeld).

I.

Abordar el judaísmo de Freud obliga, antes que nada, a enfrentar el problema biográfico, la dificultad o incluso la imposibilidad de toda biografía, y, más en particular, la biografía de un intelectual. El intelectual carece de vida: muy habitualmente su existencia se reduce a ese estar frente al papel sobre el cual dejará constancia de su pensamiento. No sobrevive a alucinantes acontecimientos ni transita otra aventura que la interior, la del pensamiento que se desplaza y descubre renovadas geografías, otros perfiles, nuevos caminos. Es más, toda biografía pertenece al género de la novela, ficción a través de la cual se da a luz un sentido del cual la vida carece: en el mejor de los casos resulta en hagiografía, mecanismo literario con el que construir una imagen del hombre fascinante, del héroe cuyos textos no se comprenden.

Freud, fue durante mucho tiempo reacio a la biografía de la que se fantaseaba merecedor. El 28 de abril de 1885, a sus 28 años escribe a su prometida, Martha Bernays, una carta en la que reconoce estar tratando de obstaculizar la labor de los futuros biógrafos, estar ya riéndose de ellos, fervientes de sus propios constructos ficcionales:

“Acabo de realizar —confiesa— algo que un cierto grupo de personas, aún no nacidas y ya condenadas a un destino aciago, van a lamentar vivamente. Puesto que no puedes adivinar de quienes se trata, te lo diré: me refiero a mis biógrafos. He destruido todos mis diarios de los últimos catorce años, además de las cartas, anotaciones científica y los originales de mis publicaciones. He conservado sólo las cartas de familia... Todas las sensaciones y reflexiones que me había inspirado el mundo en general, y en particular en cuanto afecta a mi persona, fueron declaradas indignas de sobrevivir... Que rabien los biógrafos, no vamos a facilitarles la tarea. Que cada uno de ellos piense que su “idea del héroe” es la correcta: ya me divierte el pensamiento de cuán lejos van a estar todos ellos de la verdad”.

Pérdida irreparable. Sin duda. Pero la dificultad biográfica acaso no provenga de tal tachadura, no sólo al menos, no de la escasez de informaciones o de documentos referentes a la vida y al pensamiento de Freud. Tal vez, como apuntara E. Jones en su intentona biográfico-analítica, Vida y obra de Sigmund Freud, el origen del aprieto se encuentre, al contrario, en la cantidad ingente de datos, se deba a la amplitud de la trayectoria del autor, a sus modificaciones constantes de rumbo, a las alteraciones que impiden en su amontonarse unas detrás de otras, unas junto a otras, dotar de un sentido homogéneo a la narración de la existencia, al relato del movimiento intelectual y, en definitiva, a la “idea del héroe”. Al fin, acaso la vida siempre exceda a la idea.

Merece la pena hacer al respecto un apunte crítico del propio Freud que resulta ejemplar, que muestra con especial claridad el carácter fallido de toda interpretación biográfica o analítica que trate de agotar el sentido de una existencia o de un trabajo intelectual. Deleuze y Guattari han señalado con acierto en su Antiedipo hasta qué punto la lectura que Freud realizase del caso del Presidente Schreber resulta inconveniente en la medida en que recorta injustificadamente todo aquello que excede la lectura edípica del delirio autobiográfico, las Memorias de un enfermo de nervios. La tesis freudiana aplasta la exuberancia del delirio para mejor reproducir la estructura teórica según la cual toda anomalía psíquica hallaría su explicación en referencia a un sistema familiar, en función del papá-mamá que todo lo puede.

De igual modo, E. Jones, como otros biógrafos, ha trazado el retrato de familia: ahí encontramos al padre de sagaz escepticismo; a la madre cariñosa, que quiere a su primogénito por encima del resto de los hermanos; encontramos, obviamente algún sucio secretito, como cuando, habiendo el pequeño Sigmund penetrado a hurtadillas en el dormitorio de sus padres, impulsado, dice Jones, por la curiosidad (sexual), fue expulsado de allí por la indignación del padre; e incluso tenemos a la nodriza, vieja y fea, afectuosa al tiempo que severa, cuyo rancio y represor catolicismo se encontraría en el origen de la crítica freudiana al cristianismo (sic!). En definitiva, se pretende aplastar toda la exhuberancia del existir recortándola en base al esquema familiarista. Pero el deseo excede al papa-mamá, e incluso al papá-mamá-nodriza vieja, fea y católica. El deseo es eminentemente social. Atraviesa la historia, las formaciones científicas, las comunidades religiosas, etc. Tanto o más que las estructuras familiares.

De ahí que nuestra pretensión, que de modo por completo injustificado pasa por acotar la problemática teórica y vital al ámbito estrictamente teológico-político, no trate en ningún caso de agotar el sentido de las apuestas teóricas freudianas ni mucho menos explicar la trayectoria vital del psicoanalista, sino, más modestamente, observar la posible influencia del contexto socio-religioso sobre la elección de los objetos de estudio y su probable importancia en algunas de las tesis desarrolladas. Los apuntes biográficos, así, no tratan sino de delimitar una experiencia, la de Freud, respecto de la comunidad de la cual se sintiese miembro, respecto de la cual se dijese miembro.

Insistamos, por tanto, en la biografía de Freud: nacido el 6 de mayo de 1856, en Freiburg, y muerto el 23 de septiembre de 1939 en el exilio, en Londres. La cuestión religiosa se encuentra inscrita desde la infancia y parece, de un modo u otro, afectar a toda la trayectoria teórica y vital freudiana. A buen seguro, siguiendo las enseñanzas del propio Freud, podríamos añadir que la cuestión le envuelve incluso antes de haber nacido, pues que su familia había sido profundamente moldeada a consecuencia de su judaísmo. En 1925, en un breve ensayo autobiográfico —pero, como se ha apuntado, toda autobiografía pertenece de suyo al género ficcional, es escritura antes que nada novelesca, expresión antes que de la verdad de aquello acerca de lo que se escribe, del deseo de aquel que escribe—, Freud afirmaba tener razones para suponer que la familia de su padre “estuvo establecida por largo tiempo en Renania, en Colonia, que en el sigo XIV o XV emigraron hacia el este huyendo de una persecución antisemita y que en el curso del XIX regresaron del Lituania a la Austria alemana”.

Así, Freud, independientemente de la más que probable veracidad del relato, instituye la experiencia del acoso antisemita en el origen de su genealogía familiar, en la historia de los acontecimientos que le conformaran: cuando los nazis reaviven las doctrinas raciales contra los judíos, bromeará, no sin pesadumbre, acerca del derecho de los judíos a vivir sobre el Rhin, pues, afirmaba, se habían establecido en la región ya en la época de Roma. Los apuntes familiares resultan interesantes, como se ha dicho, no para establecer el sentido de la teoría ni de la práctica psicoanalíticas, pero sí, al menos, para delinear la experiencia freudiana de la religiosidad y de su pertenencia a la comunidad judía.

Situemos, pues, ciertos acontecimientos que marcan la época. Una de las consecuencias de la revolución de 1848 en Praga consistió en la intensificación del nacionalismo checo. Los insurgentes pronto dirigirán su furor contra los judíos, por cuanto gran parte de los empresarios encargados de la fabricación textil pertenecían a esta comunidad. La crisis económica que precede a los movimientos rebeldes se volvió en contra del tradicional chivo expiatorio, aún cuando no parecen haberse registrado verdaderas violencias antisemitas, ni contra las personas ni contra los bienes. Ahora bien, los problemas económicos parecen haber afectado a Jakob Freud, al padre del fundador del psicoanálisis. Estas dificultades, unidas al ambiente escasamente seguro para una familia judía, parecen haber decidido el abandono de la pequeña población de Freiberg en que Sigmund naciera. La familia Freud se trasladará, primero a Leipzig y, más tarde, a Viena, en busca, acaso, de un futuro algo más prometedor para el joven vástago.

Respecto a las informaciones que se poseen acerca de la formación religiosa de S. Freud, estas son escasas y en ciertos casos contradictorias. Eludiendo la cuestión de la niñera católica, el judaísmo parece haberse respirado en la casa de los Freud. Aunque, según los relatos, Jakob llegó, si no a ser un librepensador, sí al menos un hombre progresista y liberal. Sigmund parece haber sido educado en las costumbres del judaísmo ortodoxo, en el conocimiento de todas las fiestas. Así, Jakob regaló a su hijo primogénito una Biblia cuando este cumplió los 35 años, al comienzo de cuya dedicatoria, escrita en hebreo, se puede leer:

“Querido hijo:
Fue a los seis años de edad que el espíritu de Dios comenzó a inclinarte al estudio. Yo diría que el espíritu de Dios te habló así “Lee mi Libro, en él verás abrirse para ti fuentes de conocimiento y de inteligencia”. Es el Libro de los Libros; es el pozo que han labrados los hombres sabios…”.

Criado por un padre sin duda creyente pero liberal, S. Freud, él sí, radicalmente ateo, sin embargo, no dejará de reivindicar su pertenencia al judaísmo: a un judaísmo desacralizado pero profundo, del cual se habría sentido directamente heredero. De hecho, S. Freud no parece haber permanecido ajeno del todo al judaísmo religioso, y su familia ha debido participar de la comunidad si no a través los rituales y festividades religiosos, sí, sin duda, a través del mencionado sentimiento de pertenencia. El propio S. Freud, en una carta a su prometida fechada el 23 de julio de 1882, llegará a explicitar que el judaísmo debía ser la base sólida sobre la cual construir su vida conyugal.

Probablemente el acontecimiento más representativo de entre los narrados por S. Freud en la ya mencionada autobiografía, Mi vida y el psicoanálisis, sea aquel en el que se relata una agresión antisemita sufrida por el padre: una mañana en la que Jakob había salido a pasear, un gentil le arrebató de un manotazo el sombrero imprecándole “¡Sal de la acera, judío!”. El pequeño Sigmund le habría preguntado ansioso a su padre por la respuesta ante tal afrenta, a lo cual el padre respondió: “Bajé a la zanja y recogí mi gorro”.

Con independencia de si este acontecimiento hubo de afectar negativa o positivamente a la imagen que S. Freud tuviera de su padre, a si le llevó, como quiere Jones, a pretender para sí mismo una supuesta misión vengadora que, como la de Aníbal, debiera redimir al padre de la ofensa; lo que interesa es señalar hasta qué punto S. Freud ha debido sentir desde muy joven la presencia del antisemitismo y, por tanto, el lazo que indefectiblemente le unía a la comunidad judía de la cual provenía, independientemente de sus creencias. Un nexo de unión parece, para S. Freud, instituirse entre sus orígenes judíos y las disposiciones particulares de su espíritu, que en otros tiempos u otras geografías, que, en fin, en otra coyuntura, le habrían repercutido muy negativamente, haciéndole sufrir persecuciones más graves que las de hecho sufridas. Así, parece que es la experiencia del antisemitismo lo que habrá de unir a Freud con su comunidad. La peculiaridad de la experiencia judía reside ahí: en el hecho de que uno no es judío por elección o por creencia, sino porque es, desde el comienzo mismo e incluso desde antes de haber nacido, señalado como tal, interpelado como judío, raza menor, sujeto sujetado, constituido por el estigma. Freud parece haber sido consciente de que su pertenencia a la comunidad no dependía en ningún caso de sus creencias ni aún siquiera de su voluntad, sino de las del otro, de las de aquél que señala e insulta, que desvaloriza y conforma, de las de aquel que, en definitiva, interpela y, en el gesto mismo de interpelar, da a luz.

S. Freud, al establecer el relato de su evolución científica en relación a su origen judío y, con más precisión, en relación a la experiencia de la ofensa antisemita, no hace sino remarcar la deuda que con dicho origen tenía, la línea de continuidad que le uniese a sus ancestros. La hostilidad de los medios vieneses, antisemitas por tradición, pero también fuertemente reacios a los avances del psicoanálisis, contra los cuales hubo de combatir durante gran parte de su vida, la hubo de compartir con la mayor parte de la comunidad judía de su tiempo. Pero, sobre todo, la deuda se establece por cuanto Freud hubo de compartir la suerte de tener que combatir la opinión pública y de asumir, como lo hicieran sus ancestros, la experiencia del exilio intelectual, la soledad del pensamiento disidente.

Freud parece haber sido especialmente lúcido en cuanto a su relación con el judaísmo y con la comunidad judía. La carta enviada a la Asociación Judía Liberal B’nai B’rith, de la cual fue miembro toda su vida es reveladora al respecto. Merece la pena reproducirla a pesar de su extensión:

“El hecho de que ustedes sean Judíos —escribe Freud— no puede sino resultarme agradable, por cuanto yo mismo sería Judío, y la renuncia me ha parecido siempre, no sólo indigna, sino literalmente absurda. Lo que me une al judaísmo —he de confesarme— no sería la fe, y mucho menos el orgullo nacional, pues siempre he sido un descreído, habiendo sido criado sin religión, aunque no sin respeto por las exigencias llamadas “éticas” de la cultura humana. Cuando me inclino a la exaltación nacional, me esfuerzo siempre en reprimirla como algo catastrófico e injusto, asustado como estoy por el ejemplo de los pueblos entre los cuales nosotros vivimos, nosotros, los diferentes, los Judíos. Pero permanecen del mismo modo cosas que hacen atractivo al judaísmo e irresistibles a los Judíos, además de las fuerzas afectivas oscuras, tanto más potentes cuanto menos se dejan aprehender por las palabras, e incluso además de la clara conciencia de una identidad interior, del sentimiento íntimo de una misma construcción psíquica. A todo ello se une el descubrimiento que debo exclusivamente a mi naturaleza judía de las dos cualidades de que más necesidad tengo en mi difícil camino. Siendo Judío, me encuentro exento de numerosos prejuicios que limitan a los demás en el uso de sus facultades intelectuales; como judío, también estoy preparado para unirme a la oposición y para renunciar a todo pacto con la mayoría compacta”.

La experiencia del antisemitismo parece central en la consolidación de la posición subjetiva ocupada por Freud y, en ello, en la aparición de las condiciones de posibilidad de la innovación teórica. Como ateo, más interpelado como judío y, por tanto, constituido como tal, Freud no pretende renunciar a aquello de lo cual no hay renuncia posible, a su inscripción en el seno de la comunidad perseguida, de aquellos que son señalados con el dedo y confinados a una raza menor; Freud no trata de deshacerse de su pertenencia sino que la reclama y la reivindica: no en función de sus creencias, sino, al contrario, en base al análisis del proceso heterónomo de constitución, en lo que dicho análisis tiene de liberador. Siendo judío, no por creencia sino por imposición a partir de la interpelación del otro, se encuentra eximido de las creencias que al otro afectan. Siendo judío, constituido como raza menor, está en disposición de defender la específica lucidez que su posición social, subjetiva, le aporta.

Un tan lúcido sentimiento de pertenencia a la comunidad judía ha debido convertir a Freud en blanco privilegiado del antisemitismo vienés, que, antes incluso de su revitalización por el nazismo, se mostraba de modo más o menos explícito, y le hubo de mantener expuesto durante toda su vida, si no a persecuciones directas, sí, seguro, a múltiples pequeñas humillaciones o a escasamente sutiles ataques. Si bien Freud acometerá una de las más potentes críticas de la psique religiosa, del monoteísmo como síntoma de una estructura neurótica, sin embargo, afirmará sin contradicción a lo largo de toda su existencia su pertenencia y asociación con el pueblo judío al que pertenece más que por herencia, por estigma: en verdad, por la herencia del estigma. Freud insistirá en su identidad judía, fundándola no ya en la fe ni en el delirio religioso, sino sobre la evitación de los prejuicios y el posicionamiento crítico frente a las opiniones mayoritarias: en definitiva, ese sentimiento de pertenencia a la comunidad, ese sentimiento que surge del común sufrimiento, de la interpelación y de la discriminación compartida, será el lugar desde el cual fundar la libertad de pensamiento, la individualidad lúcida y la investigación despojada de inútiles obcecaciones.
Continuará...

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy interesante pablo,por fin escribes!sigo tu blog por culpa de davig mayor y lei tus entrandas con mucho interes, me gustan porque me gusta la filosofia aunque a veces encuentro denson los escritos se entienden bien,me llamo adolfo tengo 34 años y si quieres: he aqui un lector, complice y sobretodo amigo.besos adolfo

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia