jueves, 29 de enero de 2009

Fascinación y verdad

Acaso otros me hayan fascinado. Los epicúreos, con su producción de comunidad, con aquellos jardines en que soñara la placidez de una vida por entero dedicada a la supresión del irracional miedo, al estudio de la realidad, a la intensidad de placeres naturales, también de los goces contingentes capaces de estremecer una existencia forjada exclusivamente de fragmentos mínimos de corporalidad. Me han sorprendido los cínicos, esos héroes luminosos que a través de los siglos y los territorios desplegaran su ejemplaridad, el escándalo y la desvergüenza como atajo hacia la virtud, el ejercicio ascético como prueba constante mediante la que dar testimonio de la verdad. La narración de Dión del encuentro entre Diógenes y Alejandro me produce un estupor que me es imposible describir. Sin duda me han fascinado otros. El manto púrpura de Aristipo, su saber que también el sabio puede ser infeliz. Sócrates ironizando frente al tribunal que, incapaz de razón, le da muerte. Aristóteles y su teoría del alma, forma del cuerpo, Aristóteles, su percepción del ser y su peculiar exaltación de una política fundada en la amistad. Protágoras el agnóstico. Gorgias. E incluso el antidogmático Platón que fundara la Academia y conviviera con Eudoxo y Espeusipo, y abocara a la escuela al escepticismo más acerado, a la quiebra irreparable que impone Arcesilao. Muchos me han fascinado. Hasta las sectas gnósticas y los grupúsculos herméticos, hasta los monofisitas ya herejes, y los nestorianos, encargados de preservar el saber antiguo en el espacio liso del desierto oriental. Acaso haya sido excesiva la admiración que sobre mi ejercieran semejantes estilos de vida y pensar. Sin embargo, ahora, tras la ilusión acongojada de ser de otro modo que de las lecturas emergiera, tal vez hubiera llegado el momento de detenerse a constatar la filosofía vivida, la mía, la nuestra, aquella que con altas dosis de inconsciencia y un ejercicio continuado no hemos dejado de practicar. El pirronismo, esa opción radical por la apariencia de ser como todo el mundo, ese saber que no hay sino lo indecidible, ni virtud ni maldad, que sólo resta reconocer nuestra ignorancia y que el saberlo nada cambia, mucho menos la vida. El saber que el filósofo, finalmente, no es diferente de los demás que persisten gozosos en su estulticia, en sus vanas ficciones. Que sólo resta insistir en el fingimiento de no saber que se sabe que nada se sabe. Abandonarse a la vida vulgar. Elegir un trabajo, un alquiler, la monótona cotidianidad. Si la filosofía es elección originaria, estilo de vida, al fin, acaso sea ya tiempo de reconocer que hemos vivido conforme a Pirrón de Élide: según esa opción filosófica que consistiera en vivir en función del modo de vida de los no filósofos, a la manera del estúpido que, sin saber, cree saber, que, en definitiva, no sabe siquiera de su propia ignorancia. Probablemente, reconocerlo sea la última vía abierta que nos quede para escapar de la angustia, hacia la afasia y la imperturbabilidad, únicas formas de virtud y libertad.

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia