miércoles, 25 de febrero de 2009

Crítica de la Razón Teológica I

Noviembre de 1468. Nueve comensales celebran el nacimiento y la muerte de Platón. Durante la velada, Marsilio Ficino comenta el Banquete. Cree retomar una tradición interrumpida por doce siglos. Acaso proyecta ya un lugar donde "los jóvenes seguirán de manera agradable y fácil los preceptos morales, y el arte de disertar al jugar" (Opera, II, 1130). Celebran. Y, de algún modo, allí, todo queda dispuesto. Las líneas confluyen. El horizonte se aclara. Todo parece preparado. Se anuncia la Modernidad. Durante los años inmediatamente previos Ficino no parece haber dejado tiempo al descanso. Se le ha visto traducir a Alcinoo y a Espeusipo, a Hesiodo y a Proclo, los himnos órficos y al menos diez diálogos platónicos. En 1643 inicia la traducción del Corpus Hermeticum, donde acaso espera encontrar el definitivo camino de la verdad, sendero de salvación, fin de la trascendencia, la divinización de lo humano. Como el gusano al cadáver, algo ha ido progresivamente horadando los cimientos teológicos sobre los cuales se asentase el poder del Papa. Las Enéadas de Plotino están a punto. Pronta está también la llegada del profeta desarmado, Savonarola, aquel que soñase derrotar al servidor de la Bestia.

La ruptura se ha iniciado. El sistema conceptual que sostuviese las estructuras medievales se vendrá abajo. Indefectiblemente. Sin embargo, la gestación del cambio ha sido lenta. En el año 529 después de Cristo, el emperador Justiniano había decretado la clausura de las escuelas filosóficas de Atenas. La inteligencia parecía haber definitivamente sido desterrada del Occidente cristiano. Sin embargo, para entonces se había iniciado ya en Oriente el movimiento de retorno que habría de devolver en el siglo XIII el pensamiento helenístico a través de los filósofos árabes, sirios y judíos. Inescrutables resultaron finalmente los caminos del Señor. A lo largo de toda la Edad Media se fue gestando su suicidio. Ahora, tras la muerte de Dios, acaso haya llegado el tiempo de volver la cabeza atrás como hiciera el ángel del cuadro de Klee que comentase Benjamin, para contemplar los escombros, las ruinas de un devenir que no hace sino acumular muertos y escombros, para rehabilitar de la historia a los vencidos, a todas esas corrientes menores que, bajo el asedio del dogma, atravesaron el desierto terrible. Tal vez sea ya hora de recuperarlas del olvido.

Insistamos por tanto. Merecen ser tratadas con algo de detenimiento ciertas líneas que, temporalmente menores, subterráneas, llegado el momento, van a eclosionar instaurando nuevas cartografías, alterando el ordenamiento, haciendo relumbrar cuestionamientos antes imperceptibles y, en definitiva, abriendo campos de visibilidad allí donde antes sólo hubiera noche cerrada. A lo largo del Medioevo brillan con rara intensidad, con una luz aplacada e incluso inconstante, pero insistente, ciertas modalidades de pensamiento que afectarán al definitivo derrumbe de lo dado y posibilitarán el surgimiento de eso que, sin pretender ser en absoluto precisos, podemos llamar Renacimiento. Conviene aproximarse a estas corrientes que acompañan desde los primeros siglos de nuestra era a las formas dominantes del pensamiento occidental y que, de un modo u otro se contraponen, primero, a la égida agustiniana que monopoliza la Razón Teológica de Occidente hasta la irrupción islámica, y, después, a la escolástica del aristotelismo postomista.

En primer lugar, y aunque no sea lugar este para profundizar siquiera levemente en la cuestión, es necesario reincidir en el complejo proceso de constitución de la ortodoxia cristiana. El movimiento, por lo demás bastante largo y nunca plenamente concluido, de instauración de un dogma cristiano tiene lugar en sus iniciales etapas a partir de una cantidad ingente de vínculos, influencias, confluencias, cortes y rupturas. El contexto en el que brota y con el que acaba es extremadamente rico desde el punto de vista cultural, exuberante de propuestas teóricas y de estilos de vida diversos. Algunas de estas primarias ofertas van a sobrevivir contra y a pesar de la institución de una línea dominante. É. Gilson, si bien creemos que no con suficiente fuerza, lo ha señalado en su esencial aunque insuficiente obra La filosofía de la Edad Media: la homogeneidad y la invarianza en la cultura medieval es sólo mito, justificado exclusivamente en base a la ignorancia. La cultura medieval se eleva a partir de una heterogeneidad incontenible que ninguna espada será capaz de cercenar plenamente.

Así, parece ineludible abordar al menos dos líneas maestras que afectarán de modo decisivo al fulgor Renacentista. Por un lado, la censura de la tradición helenística que progresivamente se endurece en Occidente va a encontrar cuidadoso resguardo en la diáspora de las sectas cristianas nestorianas que hacia Oriente fluyen tras ser declaradas herejes en el Concilio de Éfeso del año 431 d.C. Sin embargo, también ciertas trazas del cristianismo primitivo sobreviven de manera subrepticia como opciones heterodoxas aunque no necesariamente heréticas en el interior de la propia geografía occidental. Tanto una línea como la otra alcanzarán una resonancia salvaje que acabará por despertar esa tormenta que habituamos a llamar Modernidad.

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Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia